No es difícil discernir cuando un político te habla desde el cerebro, el hígado o los genitales. Bolsonaro lo sabe. Se inspira en un gozo lenitivo, delirante, enardecido y excéntrico, que huye hacia adelante sirviéndose de la embriagadora teatralidad del fascismo para resolver situaciones desde un totalitarismo institucional de macho cabrío. Una suerte de endémica y viril necesidad de gobernar desde la dialéctica del miedo. Un nihilismo radicalizado y obtuso. Poseedor de una rabia transversal cuyo elemento común es una furia de clase de perro lobo. El relato sartreano de que el infierno son los otros y sus miradas faústicas nos penetran y nos delatan. Un modo de hacer política, de “mirar”, de “sentir”, de exprimir la realidad gobernando desde una intolerancia abrasiva. Un díscolo flautista de Hamelín, con un cerebro límbico -ese bulbo donde anidan los sentimientos, las emociones, la empatía, y el corazón abstracto- que camina por el mundo como si el mundo fuera suyo. Parcelas de propiedad de un “yo supremo”, pegajoso e hipervalorado. Mundos confiscados que no se nombran, que se clavan opacos como cruces en los sepulcros. Cruces y sepulcros, en un tiempo quieto, duro, vacío.
Bolsonaro necesita un baño en la fuente clara de Castalia, al pie del Parnaso, de la que se sale siempre limpio y purificado. Es la forma más acética de limpiarse por dentro. Su corazón solo bombea veneno. Habita en nuestros placeres con esa perversa habilidad para enredar, retorcer, desenredar y volver a torcer. Así gobierna. Con esa programada irritación de la realidad. Así, decidió hacerse dueño de la Copa América. En contra del mundo, de su entrenador, de sus jugadores y de la opinión pública. Embistiendo. Protegido por una Conmebol girada hacia la súplica, desesperada, bailando ebria al borde del acantilado. Así, fue como dejó jugar unos minutos del clásico Brasil-Argentina -perfectamente informado- para luego, desde el “aquí mando yo”, pasar a suspenderlo. Como siempre. Desde sus genitales.
La realidad nunca está acabada del todo. Es el “blablabla” inútil que lo impregna todo. Se amontonan los que quieren gobernar desde los genitales. En nuestro país florecen de imperfecta humanidad. Criaturas laminadas, sacralizadas de safiedad. Es la “magdalena de Proust” del fascismo redentor cuyo olor nos devuelve a ese conocido acelerador del odio, a esos miedos que duelen como propios.
La naturaleza humana esconde rincones sombríos, impenetrables, de maldad redoblada. Hay un nosotros sagrado, amenazado, un nosotros que es un cuerpo colectivo que asedian, con furia, sin tregua, en esa insólita dureza de corazón, de rencor turbio, de negación del otro como ser humano. El odio se combate rechazando su invitación al contagio. La prueba definitiva de la victoria de una idea es que condicione las vidas de los que no creen en ella.
(*) Ex jugador de Vélez, y campeón del Mundo Tokio 1979.