Cada 11 de septiembre hay un silencio que recorre las calles de Santiago de Chile, un silencio áspero que raspa el pavimento, generando chispas con la fricción entre el asfalto y las piedras. Cada año y en cada barrio de todo el territorio, muchachxs desobedientes lanzan cadenas a los cables del alumbrado eléctrico. Ellxs están al cuidado de generar la oscuridad necesaria para ejecutar aquel ritual que comenzó durante las primeras protestas contra la dictadura de Pinochet.
De pronto un relámpago, un estallido y finalmente la oscuridad. Aquel silencio se transforma en murmullo, en llanto, en grito y finalmente en palabra. Cuando todo está a oscuras algunxs corren hacia las avenidas para encender barricadas, mientras otrxs, más melancólicxs, encienden velitas en las cunetas de sus casas cuidando que permanezcan encendidas durante toda noche. Aquello nos ayuda a recordar a nuestrxs muertxs y desaparecidxs, pero también a sanar aquella herida abierta que, aún después de 48 años de aquel Golpe de Estado, sangra cada 11 de septiembre.
Cada año, incluso desde la distancia y como tantxs otrxs chilenxs migrantes, yo busco en las calles señales posibles para aquel ritual. Y enciendo una velita perdida en veredas porteñas que desconocían aquella ceremonia hasta ahora. A veces sola y a veces acompañada por maricones tan nostálgicxs como yo.
Hace algunos años nos preguntamos si alguna vez habrá justicia en nombre de nuestrxs desaparecidxs: de lxs trans, las travestis y lxs mariconxs visibles que fueron asesinadxs con crueldad durante los primeros años de tiranía. Tan visibles y tan anónimxs a la vez, que jamás han sido reconocidos por las organizaciones de derechos humanos. Nadie nunca gritó sus nombres en alguna marcha para no contaminar la ética revolucionaria, y en el mejor de los casos han sido solo una etiqueta de NN en los registros del servicio médico legal. Por cada unx de ellxs habemos otrxs muchxs encendiendo velitas e intentando reescribir aquella historia que por tantos años se contó sin nosotrxs. Sobre todo después de la revuelta que en octubre del 2019 comenzaron adolescentes liceanas, las que hicieron estallar las paredes que incluso nosotrxs mismxs habíamos construido. De las cuales aún seguimos aprendiendo cuando pusieron la palabra rebeldía en sus libretas escolares en el mismo reglón que sexo, disidencia, ternura y anarquía. Porque como dice Néstor Perlongher en Informe sobre Chile, «aun a riesgo de perder el carnet de mártires históricas—de que las maricas chilenas no solo hayan logrado sobrevivir—“donde matan a una nacen siete”», y hoy también son aquellas jóvenes nacidas después de los 2000 quienes rescatan su propia memoria sexual.
Tal vez este año habrá alguna velita en la calle donde asesinaron a Lola Puñales: travesti torturada y desmembrada por los militares, y que solo después de años las maricas argentinas del FLH recordarían su nombre gritando “Viva Lola, Viva Allende”. Tal vez, alguno de esxs adolescentes encenderá alguna vela que ilumine el desierto para aquellas dos que solo fueron catalogadas como: “los cadáveres de dos hombres vestidos de mujer en Pisagua”. Y tal vez la Plaza de Armas se llenará de llamitas en homenaje a las colas desaparecidas que junto a La Escalera al Cielo, La Larguero, La Romané y La José Caballo exigieron chicha y chancho en esa misma plaza en abril del 73, en la primera manifestación política de la disidencia sexual en América Latina, y que durante décadas han sido otro silencio.
Lxs que fueron, lxs que somos y lxs que vendrán encenderemos una vela por cada unx de ellxs, por todxs lxs maricones desaparecidos por un beso dado a destiempo, lxs que se cobijaban bajo las enaguas del cerro Santa Lucía para amarse furtiva y anónimamente, lxs que jamás ningún familiar salió a buscar ni por el mar ni por el desierto, ni siquiera por las boites cerca del Mapocho. Las encenderemos mientras nos preguntamos dónde están sus nombres y sus historias que jamás fueron contadas.
Este 11 de septiembre cuando baje el sol y encendamos esas velas pongamos atención porque tal vez escuchemos la voz de nuestrxs desaparecidxs. Pongamos atención a ese silencio que precede la oscuridad, incluso desde Buenos Aires, tal vez escuchemos un eco que susurra bajito en las orejas húmedas de quienes recorren las teteras durante la noche. Una voz que se irá corriendo de boca en boca y de lengua en lengua en medio de un beso o una escupida, escribiéndose en las puertas de los baños y en las cartas de amor que nunca han sido enviadas, hasta transformarse en grito de protesta. Es una voz que dice que no las olvidemos porque ellas, aunque anónimas y casi transparentes en el desierto del olvido, son parte fundamental de nuestra historia desviada. Es una voz áspera como el silencio y que insiste en que la memoria de aquellas mariconas y travestis desaparecidas en aquella larga noche de 17 años, siga viva como esa llamita en la vereda que arde cada 11 de septiembre.