Mucho se ha escrito y se ha hablado este último año sobre un fenómeno indiscutido -o impepinable, con perdón de la españolada-: el estallido de la industria del juguete sexual. Aunque varíen los porcentuales según el punto geográfico (registradas alzas de ventas del 50, 100, 300 por ciento), la tendencia general se ha hecho sentir, a punto tal que algunas voces cantan “C'est fini le tabou!”. Queriendo constatar los alcances más domésticos del boom, se han ocupado en Francia de desentrañar una incógnita mayormente silenciada: ¿dónde guarda la gente sus sex toys? ¿Eligen recónditos e imprevistos escondrijos, propios de una búsqueda del tesoro? O sacudiéndose cualquier atisbo de pudor, ¿los dejan al alcance, sin preocuparse del avistaje de alguna persona fisgona?
La respuesta number 1 no es precisamente sorprendente: de las más de 2 mil personas consultadas por la encuestadora Ifop, el 31 por ciento reconoció que tiene a sus sex toys a tiro, pero ocultos, en el cajón de la clásica mesita de luz. El 25 por ciento, mientras tanto, opta por mantenerlos a resguardo en un rincón dentro del placard. Otro tanto aseguró que le perdió la pista a sus chiches: ni idea dónde están. Un 6 por ciento los tiene en el baño, quizás debajo de una pila de toallas, una decisión menos llamativa que la tomada por un perezoso 5 por ciento en pos de rápida accesibilidad: los ubica bajo la almohada (acaso buscando emular la prueba del cuento de hadas La princesa y el guisante, de Andersen: quien note su presencia bajo el mullido cojín, ¿será digno merecedor de encender el dichoso botoncito?). Entre ollas y sartenes, la decisión de un gastronómico 1 por ciento, que guarda sus juguetes… en la cocina. Si les dan usos alternativos en la preparación de platos, nada precisa el informe.
Existe otra encuesta -casera- que llevó a cabo la tienda erótica parisina Goliate entre su clientela. Entre las contestaciones más frecuentes, figuró la confiable caja debajo de la cama; el elegante neceser sobre el tocador; la biblioteca, merced a estuches con lomo que invitan al coleccionismo. No exponer los juguetes a temperaturas extremas, que pueden deformar o derretir: entre las claves para su mejor supervivencia, sugieren publicaciones locales. Tampoco enterrarlos en el jardín (por la humedad) ni ponerlos en la heladera (por el frío). Otros escondites citados por distintos medios galos remiten al cajón de ropa interior; dentro de una bota (“feliz alternativa con reminiscencias navideñas”, dicen, “viable siempre y cuando el adminículo de marras esté dentro una bolsita”); en el bolsillo -forrado- de un abrigo en desuso. Para amantes de las marionetas, proponen dejarlos a la vista, pero con bigotito y sombrero, qué tanta vuelta. Y recuerdan que, por sus colores pop y sus formas agraciadas, cada vez más masajeadores íntimos parecen objetos decorativos que incluso pueden ser de debate entre amigos, amigas. Obii, de la empresa Biird, o Ukidama, de Iroha, son modelos la mar de útiles y bonitos: además de dar placer, ofician de luz de noche mediante bases que se encienden.
Sin importar qué escondite se elija, coinciden especialistas que lo más importante es atender la higiene de los sex toys. No dejarlos al aire libre, para que no acumulen polvo. Desinfectarlos antes y después de cada uso (aunque agua y jabón neutro está de diez, existen limpiadores veganos a base de ingredientes orgánicos, muy recomendados). Si son de silicona o acero inoxidable -¡sin motor!- incluso se los puede hervir durante unos minutos. No usar productos abrasivos. Sacarles las pilas antes de guardarlos (idealmente, en bolsitas de tela individuales). Y si traen batería, cargarlos completamente de vez en cuando, aún cuando no se utilicen.
En fin, cuestiones a contemplar, con boom o en tiempos de normalidad. Y es que, como se ha dicho, las consabidas circunstancias sanitarias le vinieron pipa a los chiches triple equis, que encontraron en el cóctel “vida intramuros, distancia social, aceitada compra online y entrega a domicilio”, la horma de su zapato. En especial en el momento más jorobado de la pandemia, cuando el mundo se volvió una réplica involuntaria de Demolition Man, con Sandra Bullock y Sylvester Stallone dándose cariño por realidad virtual, en un universo sci-fi donde el intercambio fluido de fluidos gozaba de terrible prensa. Ojo, algunos estudios ahora cortan el rollo y plantean que el almacenamiento no es representativo de la actividad sexual en sí misma: al parecer la libido sigue medio en repliegue, todavía se estaría recuperando de la anemia generada por el pavor al combo “muerte y destrucción”. Aunque siempre está la gente cultora de Bataille capaz de asociar erotismo y muerte...
Independientemente de cuántas veces hayan recargado sus adquisiciones, muchísimas personas se han hecho de alguno de los ítems del cada vez más nutrido catálogo disponible: mejor diseñados, más duraderos, más atentos al medioambiente. Para usar en compañía -en pos de salpimentar el conocimiento bíblico y que la chispa llegue a flama- o en solitario -con el mismo objetivo, además de evitar una tendinitis de mano, que no está la cosa para andar visitando el hospital-.
A juzgar por números de aquí y de allá, va
ganando la carrera y llega primera a la meta esa creación experta en disparar
ondas expansivas y permitir que, en un santiamén, se alcance la petite mort: el
succionador de clítoris. No le van a la zaga parientes como los vibradores de
doble estimulación, los estimuladores de tubo, los plugs anales y anillos
peneanos seguidos de los teledildonics. Es decir, los sex toys que pueden ser
controlados en forma remota; una sexnología que ha generado advertencias del
tipo “Cuidado con los ciberataques”. Jolines, ¿es que no se puede tener una
alegría en paz?