Armado tanto de su piano como de la tradición flamenca, de los “palos” de esa música pero también del jazz y el blues como influencias definidas, Diego Amador ha logrado un lugar muy personal en el desarrollo de una música en constante evolución. Tiene un apellido que ya ha significado ruptura en esa tradición: sus hermanos mayores, Raimundo y Rafael, con el legendario grupo Pata Negra, protagonizaron aquella apertura del flamenco al rock y el blues en los 80. Pero, en su caso, esa búsqueda apareció por el lado del jazz y con el piano. En su nuevo disco, Soy de las 3000, rinde tributo a su familia y sus recuerdo de infancia –que transcurrió en el barrio popular de Sevilla que se llama así– poniendo su voz flamenca a ritmos latinos. Lo presentará mañana a las 21 en la sala Caras y Caretas 2037, que queda en Sarmiento a esa altura.
Marcado por una herencia familiar de peso –la de los Amador, desde luego, pero también la de la tradición gitana–, el hijo “de los más pequeños” de una familia de ocho hermanos quería ser, claro, guitarrista y cantaor. “Pero llegaron a mi casa discos de jazz y de blues y fue como una revelación. Me enamoré de esa música. Escuché a Bill Evans, Chick Corea, Art Tatum, y empecé a hacer lo mismo que hacía con los discos de Paco de lucía: ponerme a tocar arriba”, recuerda. Solo que esta vez, en lugar de la guitarra, se puso a tocar el piano. “Rayaba los discos de tanto darle pa’ atrás y pa’lante. Así aprendí a tocar el piano. Y así empecé mi carrera de pianista. Nunca tuve un profesor”, cuenta.
–¿Nunca, nunca?
–El único profesor que tuve en la vida fue mi padre. Y la gente con la que he tocado, porque he tenido la suerte de compartir con los más grandes. La vida me ha recompensado con cosas tan buenas como darme la oportunidad de tocar con mis ídolos: Chick Corea, Charlie Haden, Pat Metheny, más los maestros del flamenco, Tomatito, tantos... ¡Hasta he tenido la suerte de grabar en algún disco de Camarón!
–¿Y cómo volvió al flamenco, después de esa fascinación por el jazz?
–Después de haberme empapado de toda esa música genial de jazz, de conocerla a fondo, pude darme cuenta de que mi verdadera vocación era ser lo que soy: flamenco. Todo lo otro me sirvió para enriquecer eso que soy. Para enriquecer el flamenco de otra manera, con otras armonías y otros acordes. Pocos. Eso me lo dijo el maestro Paco de Lucía: “si quieres enriquecer el flamenco, ve con poco, y así sonará más”. Seguí su consejo.
–¿Cuándo recuerda haber tocando flamenco por primera vez?
–Supongo que a los ocho años. Los primeros acordes que me enseñó mi padre fueron con una antigua guitarra que estaba ahí plantada, en el sofá de mi casa. Venía uno y la tocaba, otro la tocaba, y así. En algún momento, mi padre habrá notado que faltaba yo y me habrá dicho: “¡Vente pa’cá!”. La música siempre fue parte de la familia. Hay quienes dicen “este niño viene con un pan abajo del brazo”... Nosotros llegamos con una guitarra.
–Su disco Soy de las 3000 es una reivindicación orgullosa de un origen popular. ¿Qué quiso contar sobre ese origen?
–Es un orgullo de ponerle a un hijo tuyo el nombre del barrio donde te has criado: el de las tres mil viviendas. Le he dedicado el disco a mi barrio, a la gente con la que crecí, a mi familia, a todo eso que de pequeño me hizo ser hoy lo que soy. Es un barrio donde siempre ha estado muy presente el arte, muy flamenco por así decirlo. Tengo recuerdos bien bonitos, de cuando toda la gente se juntaba alrededor de una candela, un manera de unión de los gitanos –junto a los que no lo eran– donde los mayores contaban historias muy bonitas, que los niños de aquellos tiempos escuchábamos embelesados. Un barrio difícil, también, donde se conocía la pobreza. Y donde la droga destrozó a muchas familias, se llevó a muchos amigos y familiares, gente que no tendría que haberse ido tan pronto. A todo eso quise cantarle.
–¿Cuál cree que es la fuerza del flamenco? ¿Por qué atrapa esta música?
–Creo que es la transmisión de la melancolía, la nostalgia, la añoranza... Algo muy similar a lo que ocurre con el tango o el blues. Son tres músicas muy diferentes y, al mismo tiempo, tienen en común esa fuerza que transmiten. Ahí está el dolor de la gente humilde, de los barrios pobres, también sus alegrías sencillas... Tienen otra cosa en común: da igual que de un acorde más bonito, una nota más justa o una danza perfecta técnicamente. Lo que llega más bien es la manera en que lo cuentas. Hay algo que es muy esencial en estas músicas, y por eso te pegan fuerte, aunque no compartas la cultura.
–Dice que le gusta el tango. ¿Qué tipo de tango?
–¡Todo! La primera vez que vine a la Argentina conocí a quien hoy es un hermano, el gran maestro Luis Salinas. El me empapó de lo que es el tango. Pero antes de conocerlo, yo estaba haciendo una maqueta de un disco y tenía conectada la tele. En eso apareció un señor que se llamaba Astor Piazzolla. Yo, que no lo conocía, me quedé tan impresionado con ese sonido que, como no tenía nada para grabar en ese momento, borré mi maqueta y lo grabé arriba. Ya luego volví a la Argentina y en las giras con Tomatito, con Luis, con Lucho González, me volví con las maletas llenas de discos. Y ahora... ¡volví con más maletas! (risas).