Un narrador que quiere permanecer oculto me ha contado su curiosa relación con los números a la que parecía faltamente destinado, ya que su padre se dedicaba al oficio de la libreta y el lápiz. A veces solo de memoria, fíjese el poder de la mnemotecnia -comenzó a decir- una habilidad como cualquier otra, que se va desarrollando con el tiempo. Caminábamos por el bulevar, mi narrador, yo y su padre muerto. Bajo las mismas palmeras y el mismo cielo.

Hice una pesquisa docta como quería mi padre: nada de intuición, estudiar de verdad y no dejar nada librado a la improvisación. Iba a decir a la suerte, mire usted qué paradoja. Andaba detrás de un libro que tuviera el poder de develar la clave universal de los números. Como puede imaginarse, se trata de un asunto onírico. La vieja asociación de ideas, de la magia y los oráculos. Artemidoro ya interpretaba sueños antes que Freud, la única innovación es que en vez de a los dioses, Freud se los adjudica al inconsciente.

Existen innumerables textos en Occidente y más aún en el Oriente, como el I Ching o El Libro de la Almohada, que tratan los asuntos de los sueños y la suerte. Este último le gustaba mucho a Perec que tenía sus fetiches con el 53. ¿Ha visto cómo estructuró la novela 53 días? Quedó inconclusa. Todavía recuerdo cómo forma, con ese número, una serie de Fibonacci. Es así -dice -y escribe en el aire verde y extrañamente caluroso de agosto: 26 27 53; 25 28 53; 24 29 53; 23 30 53; 22 31 53. Y aquí me planto, ya que hay nueve formas. Pero perdí el hilo. Mi búsqueda empezó con los griegos, con Tiresias el tebano, un adivino ciego, y se extiende hasta ahora. Si le digo que consulté El Calendario Perpetuo y la Tabla de números simpáticos de Rutilio Benincasa.

¿Sabe cómo funciona la tabla? A cada número de una serie, digamos entre el 1 y el 90, le gustan, le caen simpáticos, otros cinco. Estos suelen salir en las siguientes semanas. Se puede demostrar estadísticamente. No es muy seguro, pero es un principio. Ahora, no creo que el libro tenga el poder de otorgarles significados a los sueños, como proclama un personaje de Una góndola ancló en la esquina, de Mauricio Rosencof. Antes bien se me planteaban otros problemas: dónde empieza la realidad y dónde la ficción.

Probablemente “La lotería en Babilonia” haya sido mi primera decepción. No es que el cuento no me guste, es que resulta agobiante en más de un sentido, abrumador. Extiende tanto las posibilidades del azar que se pasa del caos al orden. ¿Me entiende? Borges, cuya ficción es un dos por ciento del texto, me dejó aturdido. Como en la contemplación del Aleph. Mi narrador dice que pasó varios días en cama. Cada tanto se levantaba para comer algo y entretenerse, mirando el único legado que le dejó su padre: un billete de lotería.

Lo guardaba en un cajón del escritorio. “Este papel impreso fue creado para un único destino. Que yo que lo tenga ante mis ojos, es muy raro” solía decir para mí. Lo he estudiado muchísimo. Predomina el color marrón, promete un premio de un millón ochocientos mil pesos a un costo de trescientos quince el entero, y de ciento cinco pesos el tercio; corresponde a la emisión tres mil doscientos noventa y siete de la serie F del año 1964. Sobre el costado superior izquierdo, dentro una cinta dibujada, aparece el rótulo de la Lotería de Beneficencia Nacional y Casinos. Al margen derecho lo solicita esta leyenda: “No se alteren los talones”. El billete corresponde al año del matrimonio de mis padres; el sorteo ocurrió dieciocho días antes del enlace. Pero a usted no le importa todo esto. Quiere saber el número. ¿Verdad? Siempre se quiere conocer el número. Anote: tres, tres, tres, siete, ocho.

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Imagino que lo habrá jugado. Nunca, me contestó. Después dijo que Cortázar también lo perturbó bastante, de otra manera, pero igualmente deceptiva. ¿Se acuerda de “Las fases de Severo”? Cuando el enfermo comienza a decir los números. ¡Ah, qué terrible! Porque se sabe o se da a entender que eso tiene que ver con la muerte. A Cortázar -permítame que asimile al autor en el texto- le toca el dos. Y la tensión no declina ni con el argumento de que faltan las fases de los relojes. El tiempo es una variable absolutamente desconocida. Puede que le toque irse segundo, pero ¿cuánto demorará la partida del primero? Ni el oráculo durmiente lo puede saber. Los números por sí mismos no dicen nada, como se afirma en el relato.

Quise volver al billete. Cómo era posible que no lo hubiese jugado, incluso seguido, como hacen los verdaderos jugadores. Será que no tengo vocación de ganador, me respondió, ni me desesperan los premios. Siempre tengo en mente el cuento de Chejov, “El Billete de Lotería”, final trágico incluido. Hay que evitar volverse loco como pasa en La Música del Azar, que además es una parodia del Bouvard y Pecuchet. ¿Lo ve? Lucho contra el mayor de los defectos de este mundo: acumular saberes inútiles. A propósito, si tiene la tentación de jugarlos, los números ganadores que figuran en la novela de Auster son: tres, siete, trece, diecinueve, veintitrés y treinta y uno.

Cerca de su casa me confesó que había escrito el libro, el que tanto buscaba. Uno siempre escribe el libro que no encuentra, coincidimos. Me gustaría que le eche un vistazo, solicitó.

Habíamos llegado casi al final del recorrido. Perros y más perros. Una mujer llevaba tres atados a unas correas. Dos de ellos defecaban, al mismo tiempo, sobre el cantero central. Tuvimos que hacer un rodeo para esquivar lo que la mujer no daba abasto en levantar. En la esquina de Zeballos nos reunimos otra vez.

Seis y setenta y uno, dijo sonriendo. Aunque eran tres. Los perros, digo.