Se los presento: el tipo de la foto es Brian Travers, uno de los fundadores de UB40, un grupo de jóvenes socialistas que pensaban que podían cambiar el mundo. Al menos así es como Travers presentó más de una vez a su banda, que se bautizó con el nombre del formulario de ayuda social al que todos sus integrantes se habían anotado. “Doy gracias a Dios por el seguro de desempleo: nos alimentamos, pagamos el alquiler y nos permitió concentrarnos en desarrollar nuestras carreras”, es la declaración que repiten varios de los obituarios que por estos días han despedido a Travers, que falleció a fines del mes pasado con 62 años, víctima de un tumor cerebral por el que lo habían operado varias veces desde que fue diagnosticado, dos años atrás.
Hijo de padres trabajadores --su padre trabajaba en el campo, su madre en una fábrica--, Travers dejó la escuela para iniciarse como carpintero en una obra en construcción, un trabajo que abandonó a las dos semanas. Con esa paga decidió comprarse un saxofón, porque era un instrumento que se podía tocar sin tener que enchufarse a nada. Como la escuela que había abandonado estaba dedicada al ámbito artístico, el futuro saxofonista se juntó con otros ex compañeros que habían pasado por su misma experiencia y comenzaron a tocar en un depósito ubicado detrás del cuarto donde él vivía con el que sería el bajista del grupo.
Leo en la necrológica que apareció en el Times de Londres que un documental que realizó la televisión británica llevó de regreso a los integrantes del grupo a ese mismo cuarto, donde descubrieron que en una pared todavía se podía leer una lista que habían escrito durante aquellos primeros ensayos realizados por ocho futuros músicos que al comenzar a tocar juntos confesaron que no tenían ni idea de cómo marcar un ritmo, o qué era un cambio de acorde o el puente de una canción. “Pero ya nos tomábamos en serio nuestra música”, subrayó Travers, que en ese documental recorrió aquella lista de cosas que en ese momento pensaban imposibles --la primera era tener un hit, la última tocar en el Madison Square Garden--, pero que las consiguieron todas.
UB40 fue una banda orgullosa de ser multirracial, y Travers co-escribió uno de los temas de su disco debut, Madame Medusa, dedicado --y no precisamente con cariño-- a Margaret Thatcher, por lo que nadie los podría etiquetar como complacientes, y sin embargo aquí en Argentina nunca fue escuchada como una banda combativa, sino todo lo contrario. Recuerdo haber estado en un River lleno para verlos, a mediados de los noventa, y creo que a la mayoría de los presentes en aquella fiesta del reggae --que incluyó a los Pericos y Paralamas-- lo del seguro de desempleo o la multiculturalidad no les interesaban demasiado, salvo que sirviese como excusa para seguir fumando porro o poder bailar toda la noche sin tener que pensar en ir a trabajar al día siguiente.
Hace tiempo que vengo pensando si el hecho de que hoy suene en todos lados la música que entonces era considerada ofensiva e incluso bandera de lucha significa un triunfo o una derrota. ¿Ganamos la batalla cultural, y ahora todos escuchan lo que escuchábamos algunos pocos? ¿O la perdimos, y se apropiaron de eso que creíamos que nos identificaba? A juzgar por la respuesta de Milei a La Renga supongo que muchos de quienes escuchan hoy sin prejuicios aquella música piensan que billetera mata ideología, y que esa supuesta batalla nunca tuvo lugar, ya que sus arcas siempre estuvieron llenas. Y seguramente, al menos desde ese punto de vista, tengan razón.
Pero lo más lindo que tiene la música es que tal vez sea el arte popular más democrático, porque para disfrutarla no hay que ser especialista en nada, alcanza con prestar atención durante tres minutos. E incluso menos, apenas hasta el estribillo. Suelo pensar que lo mejor de las canciones es esa capacidad de infiltrarse, como lo mejor de la cultura y cuanto más popular mejor, por esas grietas que aparecen incluso en la mejor muralla.
Ya lo cantó Leonard Cohen: “En todo hay una grieta/ es por donde la luz se filtra”. Así que en estos tiempos de grietas, donde a veces no podemos ver esa luz que seguro asoma por algún lado, me permito celebrar ese momento en que de pronto, y a veces sin darnos cuenta, estamos bailando todos al ritmo de la misma música. Esa que, por ejemplo, tocaban esos chicos desempleados que casi medio siglo atrás creían que sus ideas podían cambiar el mundo para mejor. Algo que sucede, qué duda cabe, al marcar un ritmo, pasar de un acorde a otro y dejarnos llevar juntos por el mismo puente, ese momento mágico donde todo parece poder suceder, y donde nada casualmente suele definirse la suerte de una canción.