“Estuve en Buenos Aires, hermosa ciudad”. Hijo de inmigrantes coreanos en los Estados Unidos, el realizador Lee Isaac Chung recuerda su visita al Bafici en 2008, invitado para presentar su ópera prima, Munyurangabo, consciente del inminente estreno de su última película en nuestro país. La comunicación con Página/12 tuvo lugar a comienzos del mes de abril, pocas semanas antes de la entrega de los premios OscarMinari estuvo nominada en nada menos que seis categorías y obtuvo finalmente la estatuilla a Mejor Actriz de Reparto– y del lanzamiento comercial anunciado en salas nacionales. Pero esto último nunca ocurrió: el fortalecimiento de las medidas sanitarias incluyó un nuevo cierre de los cines y Minari quedó flotando en un limbo, subsanado ahora por su aparición en el sistema de alquiler de Flow. Nacido en Denver, Colorado, hace 42 años, el pequeño Lee Isaac se trasladó junto a su familia a una granja en Arkansas, donde pasó los primeros años de la infancia. Un lugar y una familia muy parecidos a los que pueden apreciarse en el film, que partiendo de elementos fuertemente autobiográficos construye un relato de ficción de gran potencia emotiva, evitando al mismo tiempo el sentimentalismo.

Para Chung, director y guionista, la creación de Minari “fue realmente como hacer un collage. Partí de elementos cercanos a los recuerdos, porque mucho de lo que se ve en la película tiene su origen en cosas que ocurrieron, pero la manera en la cual están incluidas en la historia son ficcionales”. Más allá de eso, siente que “todo es verdadero, incluso las cosas que no ocurrieron realmente. Todas las escenas de la película tienen una razón de ser y tienen su origen en la vida real, aunque contengan elementos que no están basados estrictamente en ella”. Minari transcurre en los años 80 y sus protagonistas son Jacob y Mónica, un matrimonio de inmigrantes que eligió esos nombres occidentales para facilitar la comunicación, y sus hijos David y Anne. Recién mudados desde la gran ciudad a un ámbito rural, la esperanza de convertir sus campos en una pequeña granja familiar es puesta en pausa mientras logran parar la olla con una especialidad laboral que los venía ocupando desde que llegaron a los Estados Unidos: la separación de pollitos entre machos y hembras.

“Mis padres llegaron aquí en un momento álgido de la inmigración coreana y también trabajaron separando pollos por el sexo, algo bastante difícil de lograr con la simple observación de los genitales y que se aprende intuitivamente”, recuerda el cineasta, cuyos títulos previos incluyen Munyurangabo (2007), estrenado en el Festival de Cannes, Lucky Life (2010) y Abigail Harm (2012), todos ellos de producción esencialmente estadounidense. Al cuarteto de granjeros neófitos se les suma la abuela paterna, recién llegada de Corea del Sur, nuevo elemento de tensiones pero también de posibles nuevos caminos para los más pequeños, en particular David, que en más de un sentido hace las veces de alter ego del realizador. El personaje de la abuela Soonja está encarnado por Youn Yuh-Jung, veterana actriz surcoreana cuya extensa carrera comenzó en los años 70 en films del célebre director Kim Ki-young y llega hasta tiempos recientes en películas como La esposa del buen abogado. El Oscar por su actuación, huelga decirlo, fue merecidísimo.

-En la historia del cine existen muchas películas sobre inmigrantes, pero no son tantas las que se concentran en el día a día, en los aspectos más cotidianos de esa experiencia. Es inevitable que en la memoria cinéfila aparezca Un tiempo para vivir, un tiempo para morir (1985), obra maestra del taiwanés Hou Hsiao-hsien. ¿Vio muchas películas durante el proceso de escritura?

-Así es, vi bastantes películas mientras escribía el guion. Y esa película de Hou definitivamente fue una de las que más me influyeron, por la sencilla razón de que tiene una raíz muy profunda en la historia personal del realizador. También hay muchas cosas de la relación con su abuela cuando era un niño. Diría que la lista de films que revisé fue muy larga, pero la de Hou fue una influencia muy profunda. También la obra de Yasujiro Ozu, que a su vez tuvo una influencia importante en Hou. Además de Rossellini y varios clásicos de Hollywood.

-En Minari hay muchos detalles de la cultura coreana –la particular forma de agacharse, por ejemplo, o los ritmos de las conversaciones– pero la historia es muy estadounidense. Muy “americana”.

-Siento que todo viene de un lugar muy personal y no fue cuestión de imponer elementos coreanos y estadounidenses en la historia de manera consciente o conceptual. Fue algo más intuitivo, algo que proviene de mi propia vida, de mis experiencias. Viví en un espacio similar al que habita esa familia y crecí en el seno de un hogar muy coreano. Muy coreano de los años 70. Al mismo tiempo, crecí en los Ozarks, una zona bastante insultar del centro geográfico de los Estados Unidos. Un lugar rural, de agricultores. De alguna manera, a esa cruza cultural la siento como mi hogar, e intenté trasladar esa sensación a la película.

-En el reparto hay una mezcla de actores coreanos y norteamericanos de origen coreano. ¿Qué razones lo llevaron a elegir a tal o cual intérprete?

-Intenté tener a los mejores actores en cada uno de los papeles. Creo que lo más importante a la hora de elegirlos fue que cada uno de ellos debía transmitir una especie de fortaleza interior. Incluida Yeri Han, que interpreta a Monica, un personaje que a pesar de ser bastante reservado debía transmitir una fuerza muy profunda. Minari es una película sobre individuos que luchan por ser una familia, y quería que cada uno de ellos, de manera individual, transmitiera esa fortaleza, trabajando al mismo tiempo como ensamble, como familia. En el origen estaba la imagen de un retrato familiar que se fue armando pieza a pieza durante el casting. Una vez que la combinación final estuvo armada tuvimos finalmente la impresión de una familia.

-¿Fue difícil conseguir financiación para una película estadounidense hablada en gran medida en un idioma diferente al inglés? Otros realizadores hubiera optado por diálogos en inglés con fuerte acento.

-Siempre supe que la película tendría diálogos en coreano, pero al comienzo no estaba seguro si serían mayoría, porque era evidente que eso ofrecería dificultades para conseguir dinero. Afortunadamente, la productora A24 nos apoyó en nuestra visión: que la película estuviera hablada en dos idiomas, con el coreano como lenguaje predominante. Me alegra mucho que haya sido así porque esa es la realidad de muchos inmigrantes, no solamente la de nuestra comunidad, también la de la latina, entre otras. Sería genial que otras películas mostraran esas realidades lingüísticas.

-El tono de sus películas previas es menos universal, en el sentido de que claramente no estaban pensadas para un público masivo. ¿Qué cambió en su visión del cine como lenguaje?

-Es un cambio real e importante en mi viaje como realizador, para ser honesto. Creo que dejé atrás cierto abordaje al cine en el cual me interesaba mucho más la forma, el lenguaje cinematográfico. Ahora estoy más interesado en la gente, en las historias. Y también en la audiencia, y no creo que eso sea un compromiso artístico. De joven sí pensaba que eso era un compromiso, pero ya no. Ya no pienso en eso de que una película debe ser “dura de ver” (risas).

-Al mismo tiempo Minari esquiva el sentimentalismo. ¿Fue difícil lograr ese equilibrio entre las ambiciones populares y la posibilidad de caer en excesos melodramáticos?

-Tal vez ese fue el aspecto más difícil de todo proyecto, lograr ese balance. No imponer un tono de auto importancia. Incluso el hecho de decidir dónde poner la cámara tiene que ver con eso. Al ser una película tan personal corría el riesgo de que Minari fuera un poco ególatra o narcisista. Traté de encontrar un equilibrio y lograr que mi historia desapareciera en la de esta familia.

-El relato no es en primera persona, pero el punto de vista es casi siempre el del pequeño David. ¿En algún momento imaginó que la película fuera más claramente en primera persona?

-En cierto momento pensé en usar una voz en off como narración y que además hubiera más planos subjetivos, desde el punto de vista del niño. Pero me di cuenta de que el público no necesita esa imposición, además de sentir que eso creaba un problema creativo. La idea es que el punto de vista sea el del chico, pero que eso no sea siempre transparente desde la puesta en escena. También eliminé la voz en off.

-La dirección de fotografía es bella pero nunca excesivamente pictórica, tanto en los espacios abiertos como en las escenas de interior. ¿Qué elementos formaron parte de las decisiones creativas en ese sentido?

 

-La idea que tuvimos junto con el director de fotografía, Lachlan Milne, desde antes de comenzar el rodaje, fue que cada plano se sintiera como algo esencial. Cada primer plano debía tener una razón de fuerza para existir y sabíamos que la película no tendría cortes de montaje innecesarios. También queríamos que hubiera cierta belleza y elegancia en las imágenes, para darle dignidad a esa familia. No deseábamos que las cosas se vieran feas o sucias. Tampoco apuntamos a algo melodramático –esos típicos relatos sobre el sufrimiento–, sino a una historia que funcionara como un cuento de hadas realista, y la iluminación y los encuadres estuvieron puestos al servicio de la búsqueda de esa estética.