Mi madre solía dejarme en algún cine munido de un paquete de caramelos. Ella partía a encontrarse con alguna amiga y tomar el té en alguna confitería del centro para charlar.
De manera que la sala era un espacio de cuidado, una cueva que me resguardaba y la proyección (además de los caramelos) me alimentaba e iba creando en mí una arquitectura de imágenes que se volverían mi memoria aun sin saberlo.
Al finalizar la película, ella pasaba a buscarme a la salida y regresábamos a casa. Al irme a dormir deseaba con fervor soñar con esas aventuras que había visto por la tarde. Westerns, piratas, selvas, el sueño podía llevarme de manera mágica hacia aquellos paisajes que había mirado por la tarde. Estaban en mí, habían entrado a través de ese enigma: la mirada.
Quizás por eso siempre siento algo especial cuando veo a los espectadores entrar, sentarse (en la sala teatral), escucho a Carolina (asistente de dirección) dando el prevenido a José nuestro operador, que apaga la luz de sala y entra con el primer pie de luz.
La mirada de cada una de esas personas comienza a entrar en contacto con la actuación, acá no hay pantalla sino el cuerpo vivo de quien actua. Su materia más primaria expuesta a esa mirada. Existe la obra, los diálogos, las acciones, tenemos esa arquitectura sobre la cual navegamos pero hay algo misterioso que nos excede. Un interrogante que siempre es un misterio.
¿Podremos sostenernos en la mirada de ese otro? Podremos penetrar de tal manera que nos constituyamos en memoria personal de aquellos que en esa sala, ese día, nos dieron un momento de su vida para “vernos” durante una hora y media. Como un hermoso paisaje que nos regala horizonte, pienso que la obra debe darnos ese “efecto” que en la naturaleza es tan notorio. Simplemente dejarse estar en ese acto: “mirar”. O quizás la palabra adecuada sea “contemplar”.
El paisaje entra en la mirada y se nos constituye en el cuerpo. En mi cuerpo por ejemplo, llevo esteros, de Corrientes y también el valle del rio las vueltas en el Fitz Roy y las playas de Rocha en Uruguay. Nuestro cuerpo es la memoria del paisaje de la infancia. Podemos cerrar los ojos, y “verlos”. Se hicieron carne, así como las imágenes de esos films y de tantas obras, y frases. Palabras, imágenes, paisajes allí constituidos a partir de la mirada.
Y aquí voy a Juan Moreira de Leonardo Favio. Moreira, enfrenta a la partida. Sale, pelea, lo hieren, moribundo, tambaleante, sangrante camina su vía crucis. Vestido de blanco, camina bajo el sol brillante, hacia un pequeño paredón. Intenta alzarse, y recibe el lanzazo final, se da vuelta y su grito se funde con el del verdugo. Dispara y cae, sin haber cruzado esa pequeña muralla.
¿Qué fue lo último que miró Moreira antes de recibir la lanza? Adonde fue su mirada, en ese último asomo por encima de esa pared.
Vivimos llenos de imágenes que nos aturden. Llenos de pantallas que se encienden. Nos asociamos a plataformas que son depósitos de imágenes. Pero entre tanto ver hemos perdido la mirada, como acto de poesía, como materia de contemplación serena, aquella que nos hace recuperar belleza y novedad.
Recuperar la mirada, recuperar la palabra, recuperar experiencia. Restaurar en nosotros y en ese otro que nos mira el asombro de la infancia, eso intentamos cada vez que actuamos, ser habitados por el “homo ludens” y desvanecer el” homo sapiens”. Cada función, de nuestra Noche oscura, intentamos reponer ese sentido lúdico que vuelva a asombrar, cada ensayo de nuestra nuevo material intentamos recuperar esa presencia viva de potencia, juego y humanidad.
La mirada que nos devuelve el eco de nosotros mismos. La mirada que nos devuelve a la infancia. Aquella arquitectura primigenia de nuestro ser. El acto teatral nos permite volver a establecer ese acto original y primario de posarnos sobre el misterio del cuerpo. El cuerpo, aquella materia carnal tan primaria con la que venimos, y aquella que sepultamos. Nacimiento y muerte. Fin y principio.
Pasadas las modas, y el esnobismo de pensar que la virtualidad es la nueva piel. Siempre quedara ese caminar tambaleante de Moreira. El dolor del cuerpo, la sangre derramada, la injusticia, allí va Moreira, se alza para mirar una vez más la pampa, el campo, se llena los ojos de horizonte, recibe la lanza, grita y ese grito es el eterno sacrificio. Ese avanzar tambaleante tiene la potencia del cuerpo y el sentido dramático, mítico del vía crucis. En ese recorrido y en ese cuerpo se resume la mitología de nuestra cultura y nuestra patria. Su tragedia de injusticias.
Cada vez que veo esa última escena de Moreira de Leonardo Favio, recupero mirada. Vuelvo a querer "soñar, soñar", como otra de sus películas. Vuelvo a las tardes de infancia munido de caramelos, vuelvo a intentar que el acto teatral sea un instante de mirada que asome por sobre una pequeña pared donde uno recibe un lanzazo. Vuelvo a pensar que finalmente es aquello que llevamos como marcas en el cuerpo. El dolor, la patria, nuestros avanzar tambaleante por la vida, hacia ese fin... Alzarnos con esfuerzo y echar la mirada a esa nada de pampa, a ese vacío que nos restaure el sentido de aquello que parece perdido.
Cuando el niño era niño no había ideas, solo había asombro, mirada, y caramelos. Y una sala oscura que lo albergaba como un vientre. Siempre habrá una sala un Moreira, un grito que desgarra y hace aparecer la belleza que restaura el sentido hondo por fuera del esnobismo y las modas. Siempre habrá civilización y barbarie, habiendo nacido aquí en un país de desgarradora belleza.
Eugenio Soto estudio la carrera de Letras. Actualmente se desempeña como docente en la Universidad Nacional de las Artes. Se formó con Laura Yusem y Ricardo Bartis. Formo parte del colectivo Teatro Berreta de Cámara. Dirigió Bufarra (carne a la parrilla) Actualmente ensaya Der Kleine Fuhrer y dirige La noche oscura, obra que se presenta todos los sábados en el Teatro del Pueblo, Lavalle 3636. A las 19.