En el modo de acercarse y de esquivarme la mirada, Lirio John me permitió adivinar que detrás del armario había otro Lirio John más elegante, prolijo, adusto y silencioso, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón.

Aunque la luz del sótano no le perdía pisada, igualmente se movía con delicadeza, pronunciando diferentes sílabas que formaban palabras y donde quiera que fuese, como siempre, dejaba huellas de tinta negra.

El silencio venía de detrás del armario, detrás de un gueto de Lirios Johns acorralados entre rostros y frases.

Habría sido inútil suspender la noche, revisar la historia, nadar contra corriente, demorase en un porvenir que alentara la memoria.

No me animaba a mirar mi mano porque había mucha actividad desenfrenada en la línea del destino.

Él una taza de té. Yo, una taza de café.

Descubrí que el Lirio John de detrás del armario me estaba observando. Lo miré a los ojos y desvió la mirada un poco tardíamente. Ya no había humo en el sótano y los tres respirábamos con normalidad.

De pronto, el Lirio John de detrás del armario dijo: mata.

Dijo: vuela.

Dijo: ciñe.

Dijo: aquel día existió. Aquellos pinos te nombraron.

Cada uno de nosotros, Lirio John y yo, nos convertimos en ése que fue nombrado por los pinos, pero con los sueños girando en ruedas de bicicleta.

En medio de eso empezaron a salir los hombres y las mujeres de los libros. No digo que iban en fila india, por lo menos al principio, pero todos entraron en el caleidoscopio que compramos hace tantos años en San Telmo y que siempre está entre las velas que me regaló Eduardo y la lámpara contorsionista que me regalaron Amira y Martín.

Una vez adentro, se mezclaron con las cuentas de colores vibrantes e hicieron extrañas figuras geométricas, a una velocidad más lenta, como si el líquido viscoso del tubo no soportara tanto peso pero, invariablemente, los hermanos Karamasov caían de último, sosteniendo un cartel con aquel dilema insoportable que Lirio John me leía, una y otra vez, en voz alta:

"Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello?".

Con horror y paciencia, ese entretenimiento binario, caía repetidamente ante nuestros ojos.

Yo esperaba el momento en que Morin bajara como un misil sonriente y centenario, y lo rompiera en infinitas fracciones hologramáticas. Pero fue el Lirio John de detrás del armario el que entró, sin que nos diéramos cuenta, con una rosita blanca en la boca y una cuenta color naranja en cada mano, y se crucificó, por así decirlo, delante del cartel de los hermanos Karamasov.

Entonces ambos lo soltaron al mismo tiempo y se convirtieron en formas abstractas empujando una carretilla repleta de arena hasta límites imposibles.

Alguna vez estuve en la posición de cometer algo ruin en nombre del bien, dijo el Lirio John de detrás del armario que ahora nos hablaba desde dentro del caleidoscopio, y cerró los ojos.

¿Pero, por qué enrojece?, me preguntó Lirio John.

Y antes de que pudiera responderle, el otro Lirio John salió del caleidoscopio escondiendo sus pisadas.

Yo me negué terminantemente a devolver los hombres y mujeres a sus respectivos libros. Que cada cual entrase donde quisiese. A Lirio John tampoco le preocupaba la cuestión, y no era porque pretendiera que asumieran responsabilidades y se hicieran cargo de sus decisiones, sino porque guardaba la esperanza de que todos, o al menos algunos, cometieran un error.

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