Los documentos falsos le salvaron la vida al futuro maestro de la literatura especulativa. En Leópolis --ciudad que formó parte de Polonia hasta 1939 y ahora pertenece a Ucrania--, un armenio llamado Jan Donabidowicz era una identidad camuflada para que ese joven y su familia –católica pero de ascendencia judía- evitaran terminar en la cámara de gas de Belzec. Nadie como Stanislaw Lem, conocido mundialmente por las adaptaciones cinematográficas de su novela Solaris –realizadas por Andrei Tarkovsky y Steven Soderbergh- escribió con tal plasticidad y sensibilidad sobre el drama de ser humano. Muchas de las preguntas filosóficas, éticas y científicas que emergen de su narrativa siguen vigentes: ¿es ético sacrificar a un individuo humano para salvar a muchos? ¿cómo distinguir entre cordura y demencia? ¿es posible comunicarnos con los otros (ya sean extraterrestres o terrícolas)?
A cien años de su nacimiento, no es exagerado afirmar que el escritor polaco prefiguró internet, la inteligencia artificial y hasta en dosis más modestas al algoritmo. Pero las tecnologías, en las ficciones de Lem, nunca aparecen desde una perspectiva celebratoria, sino más bien tamizada por un profundo cuestionamiento, como si fuera capaz de penetrar en la sombra, en eso que no se quiere o puede mirar. Hacia el final de la notable biografía Lem. Una vida fuera de este mundo, de Wojciech Orlinski, con traducción de Bárbara Gill, recientemente publicada por Ediciones Godot, Orlinski observa que la desconfianza hacia Internet puede encontrarse patente en toda su obra, desde El hombre de Marte. “Para Lem, cualquier cosa que el homo sapiens inventara –desde una piedra tallada, hasta una nave espacial- la usaría en primer lugar para hacer daño a su prójimo”.
La capacidad de la imaginación humana es insuficiente para entender lo que significó matar a millones de personas en las cámaras de gas. Quizá su pesimismo se forjó en el tenso derrotero de haber sobrevivido al Holocausto y escribir bajo estado de sospecha. De resistente polaco, soldador y mecánico que participó de algunas acciones de sabotaje contra vehículos nazis, pasó a ser un “repatriado” en Cracovia después de que el ejército soviético tomó Leópolis, la ciudad en la que nació el 12 de septiembre de 1921. Escribió la que sería su primera novela, El hospital de la transfiguración en 1948, ambientada en un centro psiquiátrico durante la ocupación nazi de Polonia, que no pudo publicar hasta 1955 por problemas con la censura comunista; las autoridades polacas calificaron la novela de “contrarrevolucionaria”.
Ironías del destino mediante, quizás los censores polacos tenían razón: a Lem le interesaba más imaginar un vuelo cósmico que participar en la construcción del socialismo. Aunque valora el lugar de Marx en la filosofía del siglo XIX, no cree en su encarnación leninista, a la que considera una especie de experimento científico fallido. Astronautas (1951), que en rigor fue su primera novela editada, lo convirtió de buenas a primera en pionero de la ciencia ficción polaca. En La nebulosa de Magallanes (1955), la Biblioteca de Triones –parecida a Internet- almacena, “sin excepción las creaciones del trabajo intelectual” y cada ser humano puede usarla para comunicarse “gracias a un simple artefacto de radiotelevisión”. A partir de esta novela, la suerte del escritor polaco cambia y comienza a ser un autor leído en su país, en la URSS y en Alemania, envión que se acrecienta con Diarios de las estrellas (1957), donde aparece Ijon Tichy, periodista y viajero que atravesará el tiempo, el espacio y las páginas de varias novelas: Congreso de futurología (1971), Regreso a Entia (1982) y Paz en la Tierra (1987).
Lem –que publicó Edén (1959), Memorias encontradas en una bañera (1961), Solaris (1961), Ciberíada (1967) y La Voz del Amo (1968), entre otros títulos- estaba asombrado por el impacto que tuvo uno de sus libros. “Resulta que las Fábulas de robots, la parte más conocida de Ciberíada, les gustan a personas a las que no les cae bien el resto de mi obra (…), eso me sorprendió mucho. Uno está totalmente inerme e impotente frente a la suerte que encuentran ‘los frutos de su creación’”. La historia del descubrimiento de un mensaje cósmico es otro punto fuerte de su obra. En La Voz del Amo, narrada por el escéptico matemático Peter Hogarth, alter ego de Lem, el gobierno estadounidense intenta decodificar ese enigmático mensaje a través de un equipo multidisciplinar. “Si hay algo que podemos afirmar con total seguridad respecto de nuestra propia civilización es que, cuando los primeros emisarios de la Tierra deambulen por la superficie de otros planetas, habrá hijos de nuestro globo terráqueo que estarán soñando no con este tipo de expediciones, sino con un trozo de pan”, plantea el narrador poniendo el foco en un tema acuciante: las desigualdades sociales.
A mediados de la década del setenta, llegó la pelea con Philip K.Dick. Los dos compartían cierto estilo filosófico y utilizaban el género de la ciencia ficción, o mejor la literatura especulativa, para trastrocar las convenciones y hablar, al fin y al cabo, de la condición humana. Aunque el escritor polaco admiraba al estadounidense y hasta había traducido Ubik al polaco, el problema empezó cuando Lem publicó un ensayo en la revista Science Fiction Studies, titulado “Un visionario entre charlatanes”, cuyo número desplegaba un homenaje a la obra de Dick. El escritor estadounidense le envió una carta al FBI en la que afirmaba que esa publicación era un intento de atraerlo al “bando comunista”. La situación empeoró porque Dick creía que el dinero recaudado en Polonia por Ubik se lo estaba escamoteando Lem, cuando en rigor las trabas respondían a las restricciones que había en el intercambio de divisas durante la Guerra Fría. Lem fue miembro de la SFWA, la asociación de escritores norteamericanos de ciencia ficción y fantasía, pero en 1976 fue expulsado después de declarar que la ciencia ficción estadounidense era de baja calidad y estaba orientada más al aspecto comercial que a desarrollar nuevas ideas o formas literarias.
No le gustaba la derecha, criticaba a la izquierda y tampoco se encontraba a gusto en el centro político. Lem, sencillamente, no encajaba en un mundo bipolar y tan estructurado. Él no quería que lo redujeran a estar en un casillero. En 1995, unos periodistas alemanes le preguntaron si le tenía miedo a la antimateria. Lem respondió que más miedo le tenía a Internet y, sin desearlo, consiguió que los titulares sensacionalistas, tanto de la prensa polaca como alemana, titularan: “¡Lem considera que Internet es más peligrosa que la antimateria!”. En medio de un optimismo tecnológico ciego, las advertencias del escritor polaco, no entraban en la consideración pública-mediática. Él decía que la red tecnológica desarrollaría una nueva delincuencia frente a la cual la policía y el derecho serían impotentes; aumentarían los ataques y agresiones informáticas entre países y en la marea de información absurda sería cada vez más difícil separar la paja del trigo. El “tiempo” jugó a favor de Lem, que murió en Cracovia, el 27 de marzo de 2006. Las preguntas que brotan de su obra son los mejores aguijones para repensar al ser humano del siglo XXI.