El tren en el que yo viajaba el 11 de septiembre de 2001 fue uno de los últimos que entró ese día a Manhattan. En la confusión de Penn Station, la estación donde terminaba su recorrido, caminé tan rápido como pude hasta el subte para llegar al edificio de Naciones Unidas donde trabajaba para una agencia de prensa. El viaje desde Huntington, donde vivía con mi familia en la isla de Long Island, hasta Manhattan duraba poco más de una hora. Después de cinco paradas, el perfil de Manhattan se dibujaba cada vez con mayor precisión. Las Torres Gemelas, el famoso World Trade Center, eran las primeras en aparecer al horizonte como dos centinelas.
Eran cerca de las 8.50 de la mañana de ese 11 de septiembre cuando vimos una gran columna de humo que parecía salir de una de las torres. Pero el panorama no era claro. Los techos de tejas negras de Queens y luego los edificios de Forest Hills las ocultaban por momentos. La ilusión de que simplemente se trataba de un incendio, uno de los tantos que se veían en Nueva York donde se usaba mucha madera y compensado en los edificios, duró poco. El tren debía llegar a las 8.55 a Penn Station, pero a un cierto punto del recorrido empezó a marchar más lentatamente. La columna de humo se había hecho gigante.
Todos los pasajeros se inclinaban hacia las ventanillas para tratar de entender qué sucedía. De golpe mi compañera de asiento estalló en sollozos. Su hermana trabajaba en aquellas torres. Ella había pensado en un atentado, como el de 1993, una bomba en el garaje del World Trade Center que costó la vida a seis personas y provocó decenas de heridos. Si ahora se trataba de un atentado, parecía que la bomba hubiera afectado los últimos pisos porque la columna se elevaba desde las ventanas superiores. Fueron pocos minutos pero la imagen del humo logró poner nerviosos a todos los pasajeros que empezaron a hablar inconexamente entre ellos. Nadie sabía exactamente lo que estaba sucediendo pero el hecho de que nuestro tren se estuviera dirigiendo a esa zona, para lo cual tenía que atravesar el río - el East River- por un túnel subterráneo, no era demasiado tranquilizador. Cuando el ferrocarril comenzó a aminorar la marcha para internarse en la boca del túnel, tuvimos la última imagen del World Trade Center. En torno a las 9 de la mañana, una explosión infernal en la segunda torre, con llamaradas enormes y una luz incandescente, nos dejó sin respiro. Después, el tren entró en el oscuro vientre del túnel que nos conducía a Manhattan. Muchos seguramente sintieron que podrían no salir nunca más de allí o que al salir, Nueva York podría haber desaparecido. Pero no fue así.
Cuando llegué al edificio de la ONU, tuve que pasar los normales controles de seguridad y pregunté a uno de los guardias, qué había sucedido realmente. “Un atentado”, me dijo. Y antes de empujarme al primer subsuelo del edificio me explicó que un avión, es decir dos -lo que descartaba definitivamente la hipótesis de un accidente- se habían estrellado contra las Torres. Un televisor en lo alto de uno de los amplios pasillos de la planta baja de la ONU repetía sin cesar las imágenes del segundo avión estrellándose a las 9.03 contra la segunda torre, la torre que habíamos visto explotar nosotros desde el tren pero sin darnos cuenta que allí se había estrellado un avión. Entonces sí que las piernas me temblaron por primera vez. Busqué mi celular y traté de llamar a mi marido. Pero los celulares no funcionaban, entre otras cosas porque se habían caído las antenas que estaban encima de las torres.
Periodistas o no, a todos nos mandaron al subsuelo de la ONU porque se temía un ataque a ese edificio, sobre todo luego que se supo que otro avión se había estrellado contra el Pentágono y un cuarto había caído en Pensilvania. Como periodista, con todo lo que estaba pasando, no me podía quedar encerrada en el subsuelo. Logré enfilarme por una puerta lateral, sin que me vieran los guardias, y llegar a mi oficina que estaba vacía. Trabajé por horas sin parar. Pero en un cierto punto llegaron varias guardias y casi tratándome como una irresponsable cuando el edificio había sido ya evacuado, literalmente me echaron.
Volver a casa no fue fácil tampoco. No había subtes, ni taxis, ni micros y tampoco trenes disponibles. Como yo, decenas de personas caminaban hacía los distintos puentes que rodean Manhattan con la esperanza de encontrar después algún medio de transporte. Desde el Queensboro Bridge, tuve por primera vez la horrible sensación de las torres caídas y del humo y las cenizas que invadían toda la zona. Ningún auto entraba a Manhattan. Todos salían y a veces se paraban para cargar a algún caminante que se lo suplicaba. Muchas mujeres caminaba descalzas, con los zapatos de taco alto en la mano y tirando pertenencias por cualquier lado.
Por suerte, después de algunas horas encontré un tren en Long Island que me acercó a casa. El tren estaba lleno, con mucha gente de pie, cosa rara en esos trenes normalmente. Un hombre que estaba al lado mio dijo ser un obrero de la construcción que estaba trabajando en un edificio cercano a las Torres desde donde vio gente que se tiraba al vacío desde los pisos incendiados. Al principio, confieso, creí que exageraba. Después se demostró que era verdad.
Los días siguientes fueron aún más aterradores. El trabajo me llevó varias veces a las zonas cercanas a las Torres Gemelas. La gente se podía acercar sólo hasta una cierta distancia porque el sitio estaba circundado de barreras y lleno de montañas de escombros en los que los expertos buscaban los restos de las víctimas. En algunas zonas como Union Square, una plaza verde muy cerca de la zona del desastre, los familiares de los desaparecidos, que no habían tenido noticias de ellos, habían puestos grandes tableros de pie donde pegaban fotos y mensajes pidiendo ayuda e información sobre sus seres queridos. También se veía a ex combatientes de Vietnam que cantaban con la guitarra contra todas las guerras posibles de las que ya se hablaba.
Entre los desaparecidos había numerosos latinoamericanos que trabajaban ilegalmente en las Torres, varios en un restaurant que estaba en la cima. Pero como trabajaban con un nombre falso y un falso “social security number” -documento obligatorio cuando se trabaja en USA- proporcionado por mafias que abusaban de ellos, sus nombres no aparecieron jamás en la lista de los fallecidos. Se habla de un total de 2.996 víctimas en los atentados del 11 de septiembre. Pero el número de muertos nunca es definitivo. Serían 2.753 las víctimas de las Torres, 1.647 identificados con nombre y apellido. Dos de ellos en 2021.
Cómo cambió Estados Unidos y el mundo
La sociedad estadounidense cambió en ese momento y sobre todo en Nueva York. La gente se hizo muy desconfiada. Miraba de reojo, sobre todo a los que tenían piel oscura o simplemente café con leche, por que según ellos, podían ser terroristas. La venta de armas creció enormemente. Y algunos hasta construyeron refugios antiatómicos subterráneos.
Estados Unidos que a menudo se había llevado el mundo por delante, ahora había sido herido en lo más profundo del corazón, en la esencia misma de su capitalismo del que las Torres Gemelas eran el símbolo más precioso. Mientras duró el miedo se sentía una gran inseguridad. Pero en cuanto en el horizonte apareció la posibilidad de una guerra para castigar a los presuntos osados, el pánico se aplacó. Pienso en las luces de tres colores, como un semáforo, que aparecía en la pantalla del televisor, para indicar los niveles de alerta que tenía que tener la población. Si querían lograr que la gente se quedara quietita en su casa aterrorizándola para que el gobierno pudiera hacer una guerra sin que nadie protestara, lo consiguieron. Hay que agregar a esto los atentados con ántrax, un polvito venenoso que llegaba por carta. Se supo después que la campaña de atentados con ántrax en la que murieron tres o cuatro personas, nació en un laboratorio militar de Estados Unidos. Pero al principio se dijo que era otra vía del terrorismo islámico.
Recuerdo también las sucesivas sesiones del Consejo de Seguridad de la ONU a las que asistía como periodista acreditada en la que los países miembros discutían sobre si lanzar o no la guerra contra Afganistán -respecto de la cual ninguno tuvo dudas- y contra Irak, para acabar con el terrorismo. En la sesión del máximo organismo de la ONU sobre Irak, Estados Unidos y sus aliados mostraron “pruebas” de que el país medioriental tenía “armas de destrucción de masa”. Todos los expertos de la ONU que habían visitado Irak decían lo contrario. El Consejo de Seguridad finalmente no autorizó la invasión de Irak pero Estados Unidos y sus aliados la hicieron igual. Años después el entonces secretario de estado de Estados Unidos, Colin Powell, confesó públicamente que había mentido ante el Consejo de Seguridad sobre la existencia de armas de destrucción de masa en Irak.
Mientras tanto, desde el 11 de septiembre el resto del mundo, América Latina y África principalmente, desapareció de las noticias mundiales que sólo hablaron durante meses y hasta años de los países musulmanes “fuentes de terrorismo”, según Estados Unidos y sus aliados.