A veinte años de la tragedia del 11S los distintos informes oficiales sobre el atentado sobre las Torres Gemelas de Nueva York suscitan un fundado escepticismo. Presionado por las protestas de familiares de las víctimas, múltiples organizaciones sociales y varias redes de científicos estadounidenses (ingenieros, arquitectos, físicos, etcétera) Joe Biden emitió un decreto por el cual ordena desclasificar los documentos y las evidencias en poder del Departamento de Justicia en un plazo máximo de seis meses. Quienes esto exigen están convencidos de que el Informe final de la “Comisión Nacional sobre los ataques terroristas contra Estados Unidos” oculta mucho más de lo que muestra. Por ejemplo, ¿cómo entender qué la fuerza aérea estadounidense, que en los meses anteriores al 11-S había realizado 67 intercepciones exitosas de vuelos errantes, permitiese que ese día los cuatro aviones utilizados por los terroristas pudieran desviarse de su itinerario sin que ninguno fuera interceptado, aún después de conocido lo ocurrido en las Torres Gemelas? El que impactó en el Pentágono se mantuvo fuera de su ruta durante 40 minutos sin ser molestado por ningún caza norteamericano, una de cuyas bases, la Andrews, está localizada a pocos minutos del Pentágono.
Tampoco se examina en el Informe la sospecha de la temprana muerte de Bin Laden pocos años después del atentado. Este padecía de graves problemas renales y por ser diabético era insulino-dependiente, lo que lo obligaba a ser dializado regularmente, cosa harto improbable –por no decir imposible- estando oculto en las agrestes cuevas de Afganistán. Supongamos que pudo lograrlo por unos años, pero en una entrevista concedida a la BBC la ex Primera Ministra de Pakistán, Benazir Bhutto (2 de noviembre del 2007), dijo que Osama Bin Laden fue ultimado después del 11S. No deja de ser una lúgubre coincidencia que aquélla fuera a su vez asesinada poco después de hacer esta revelación (el 27 de diciembre), y que el video de la entrevista fuese luego censurado por la BBC.
Suspicacia
¿Cómo explicar el estruendoso silencio del Informe sobre la suerte corrida por la Torre 7 del complejo del World Trade Center, que misteriosamente se desplomó a las 16.56 del mismo 11S y sin que hubiera sido impactada por un avión. Ese edificio albergaba entre otras agencias del gobierno federal algunas oficinas del Servicio Secreto de la Casa Blanca, de la CIA, del IRS (la agencia impositiva del gobierno federal) y la unidad de lucha contra el terrorismo de la ciudad de Nueva York. La forma como se derrumbó esa torre de 47 pisos se ajusta nítidamente al modelo de la “demolición controlada”, lo que supone la detonación de poderosas cargas explosivas estratégicamente instaladas en los cimientos del edificio que lo tumban en “caída libre”. Testigos presenciales entrevistados en el documental “Punto de Inflexión”, de la plataforma Netflix, aseguran haber escuchado una tremenda explosión segundos antes del derrumbe de las Torres 1 y 2, algo completamente incoherente con las explicaciones oficiales que insisten en que fueron los aviones quienes ocasionaron la caída de las mismas. Además, ¿cómo explicar la caída de la Torre 7 -separada de la 1 por la Vesey Street y la enorme Torre 6- y sin que esta última hubiera sufrido daño alguno, o que tampoco se derrumbara la Torre 4, casi pegada a la Torre 2?
Estas son algunas de las incoherencias que explican la incredulidad de amplios sectores de la sociedad norteamericana sobre lo que realmente ocurrió el 11-S. Suspicacia que se monta sobre las reiteradas mentiras de la Casa Blanca. El famoso Informe de la Comisión Warren de 1964 que “certificó” que a John F. Kennedy lo asesinó un lobo solitario, Lee Harvey Oswald, ha sido despedazado por los críticos y considerado una burla al pueblo de los Estados Unidos. Hay muchos otros antecedentes que sería largo enumerar aquí: el “sorpresivo e inesperado” ataque a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, no fue ni lo uno ni lo otro porque los servicios de inteligencia de Estados Unidos sabían de la partida de la flota imperial japonesa hacia el Pacífico Oriental y cuyo único objetivo militar era aquel apostadero de la Flota del Pacífico. Pero la indignada reacción de la opinión pública ante el ataque japonés le permitió a Roosevelt contar con el consenso popular para entrar a la Segunda Guerra Mundial.
Bin Laden
Incredulidad que se potencia ante la famosa cacería y muerte de Osama Bin Laden en Abbotabad, Pakistán, casualmente pocos meses antes de cumplirse los diez años de los atentados a las Torres. ¿Cómo es posible que el hombre más buscado del mundo estuviera en una conspicua construcción en esa ciudad, muy cerca de un cuartel militar, sin un numeroso grupo armado de militantes que lo defendiera, que nadie saliera de la casa cuando uno de los helicópteros que transportaba a los Seals de la Marina se desplomara e incendiara sobre la medianera de la casa, o que estuviera desarmado cuando lo enfrentó su captor y no utilizara a una mujer que había en la casa como escudo humano? ¿Era o no Bin Laden? Jamás lo sabremos porque hasta hoy el gobierno de Estados Unidos no aportó una sola prueba que permitiera identificar al occiso y para colmo lo arrojó al fondo del mar. En el ya referido documental uno de los testigos afirma que se “lo reconoció” por sus orejas, método harto incierto y poco usual de identificación de personas. Pero, claro, para Washington mantener durante diez años la ficción de “un asesino suelto” era un brillante pretexto para hacer más digeribles sus planes guerreristas y la enorme expansión del gasto militar. Y para comenzar una larga guerra en Afganistán que sería un preludio a la invasión de Irak para apoderarse de las enormes riquezas petroleras de ese país. A tal efecto la Casa Blanca, mentirosa serial si la hay, acusó a Saddam Hussein de poseer o de estar desarrollando “armas de destrucción masiva”. Esa mentira fue repetida hasta el cansancio por toda la “prensa seria” de Occidente (en realidad, una corrupta cloaca mediática que manipula inmoralmente la información y que dice lo que los amos del mundo le indican). Tiempo después, Colin Powell, ex Secretario de Estado de la Administración Bush, confesaría que se había basado en información falsa cuando afirmó ante la opinión pública internacional y el Consejo de Seguridad de la ONU que “había armas de destrucción masiva en Irak”.
Lo cierto es que, veinte años después de los atentados, la transparencia del gobierno de Estados Unidos y su confiabilidad como actor internacional quedaron irreparablemente lesionados. El 11-S desató una orgía guerrerista sin precedentes desde la época de la Guerra de Vietnam que redituó fabulosas ganancias al complejo militar-industrial-financiero (recordar que todas esas guerras se financiaron con préstamos, no con alza de impuestos) y alimentó la vana ilusión de que éste sería el “siglo americano”. Sueño convertido en pesadilla con la desastrosa huida de las tropas de Estados Unidos cuando Kabul cayó en manos del Talibán.