Publicada un par de años antes que Rayuela (1963) de Julio Cortázar y seis antes que Cien años de soledad (1967), Sobre héroes y tumbas (1961) forma parte de esa constelación de novelas latinoamericanas que constituyeron la piedra basal de un modelo de contar la realidad de nuestros países, a través de una inusitada mirada que, desde Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo, José María Arguedas y Alejo Carpentier, combina los sueños, lo diurno, lo nocturno, la fantasía y la historia.

La crítica coincide en que Sobre héroes y tumbas es una especie de “novela fresco” donde se escribe la historia social y particular de personajes cuyos perfiles, además de mostrar rasgos profundamente argentinos, responden a fisonomías universales. Una historia de amor entre dos jóvenes casi adolescentes, Alejandra y Martín, que se encamina desde la amistad, el compañerismo y la seducción hacia espacios de una relación pasional y de alto erotismo, en un marco social que describe la nostalgia de las viejas familias argentinas, cuyos antepasados se remontan a las guerras de la independencia y a los adelantados, capitanes y gobernadores de la conquista y la colonización de España. La protagonista, Alejandra Vidal Olmos, la hermosa y rebelde joven que despierta el profundo amor de Martín, recuerda en gran medida, por su procedencia social, a la bella Beatriz (nombre muy simbólico por cierto), la evanescente e inalcanzable mujer que enamora al narrador personaje de La bahía de silencio (1940), de Eduardo Mallea. En Sobre héroes y tumbas, novela existencial como la de Mallea, Alejandra Vidal Olmos se plantea como una joven mujer dispuesta a derribar los prejuicios de su clase y, al mismo tiempo, como una implacable crítica de la nueva burguesía, especialmente porteña, clase de nuevos ricos snobs que solamente se preocupan por la moda y el placer en un marco de superficialidad y egoísmo. Sin embargo, Alejandra, por necesidad económica, pues su familia está arruinada, debe adecuarse a los códigos de esa clase media frívola, acepta el rostro “boutique” y , como Teodelina Villar, en el cuento “El Zahir” de Jorge Luis Borges, es capaz de acordar con los mandatos del mercantilismo burgués, de las revistas del espectáculo y la moda; pero con no disimulado desprecio y hasta rencor por una sociedad que ha olvidado su historia, la que será recuperada en el sueño-vigilia del abuelo Pancho, quien narra las vicisitudes de sus antepasados durante las invasiones inglesas, en las guerras de la emancipación en los ejércitos americanos comandados por San Martín y Bolívar y finalmente en los enfrentamientos entre unitarios y federales. Como un excurso lírico, la voz narrativa evoca la marcha de Lavalle hacia el norte, en los desérticos paisajes del altiplano de Salta y Jujuy, perseguido por Oribe, marcha que es una poética evocación de la historia de un país que intenta borrar su pasado de un modo inexplicable. Como en un contrapunto, la evocación de la marcha de Lavalle hacia el norte, hacia Jujuy , junto a la hermosa Damasita Boedo, dama salteña que lo acompaña hasta el fin, su asesinato y el triste destino de su cuerpo descarnado en Huacalera, son símbolo del pasado, dice el mismo Sábato, de ese particular pasado sudamericano que Buenos Aires intenta borrar. La marcha de Martín, el joven enamorado de Alejandra, hacia la Patagonia, luego de los bombardeos de Plaza de Mayo en 1955 y la quema de las iglesias, hacia la “cifra del sur”, diría Borges, marca el futuro, el territorio promisorio del trabajo y las nuevas generaciones.

Como contracara del equilibrado Bruno (el lado “diurno”) surge la figura extraña, inmensa y a la vez siniestra de Fernando Vidal Olmos (el lado “nocturno”), el padre de Alejandra y que será el narrador-protagonista de la tercera parte de la novela: “Informe sobre ciegos”. Fernando Vidal Olmos pertenece a una vieja familia argentina y su texto se constituye como el diario de un paranoico, donde narra los contratiempos que debe afrontar a causa de una secta secreta y peligrosa: “la secta de los ciegos”. Ese periplo, esa historia propia de un delirio persecutorio, lo llevará, como lo cuenta desde el comienzo, a descubrir los enigmas de la existencia y una verdad insoslayable que conduce a la muerte.

Salta y Sobre héroes y tumbas 

La bella Alejandra reúne en sus ojos, su boca, su cabellera oscura, sus maneras, su modo de andar, el pasado mestizo de la Argentina: españoles, indios, ingleses y negros parecen hablar en ella, fisonomía que el narrador relaciona con los rostros de antiguas matronas y, por sobre todo, con el rostro de Trinidad Arias, dama salteña y de quien Alejandra es descendiente.

Los rostros misteriosos, “invisibles” como aparecen en la novela, ¿tienen que ver con los fantasmas que Sábato siempre reconoce en su escritura? Fantasmas de fantasmas, velo final que este gran escritor descubre a través de su narrativa, clave, cobertura de palabras, sueños y fantasías que ocultan “eso” que no se pueden nombrar y que Fernando Vidal Olmos atisba en un instante de éxtasis, de revelación.

También Salta es evocada en la figura de Fernando Vidal Olmos. El narrador dice que el porte de ese hombre misterioso, elegante y reconcentrado le evoca a un “muchacho Cornejo de Salta”. La obsesión por lo ciegos de Vidal Olmos, implica el horror a la ceguera, que en su infancia se representaba por los ojos de los pájaros a los que cazaba y martirizaba, un comportamiento que nos recuerda la crueldad de “La leyenda de San Julián el Hospitalario” de Flaubert y a algunas leyendas y fábulas del folklore del noroeste argentino que tienen que ver con las aves y su magia, como aquella del caburé o el rey de los pájaros.

Y en ese magnífico excurso lírico de la novela que es la Marcha de Lavalle, como contrapunto histórico a la existencia contemporánea y juvenil de Alejandra y Martín, surge la figura femenina, audaz y abnegada de una joven mujer salteña: Damasita Boedo, la amorosa compañera que seguirá a Juan Lavalle hasta el fin…

Sabemos que Ernesto Sábato estuvo viviendo varios meses en Salta, ya que por su anti-peronismo no soportaba lo que ocurría en Buenos Aires. Se hospedó en la casa de una conocida familia salteña y, cuando ocurrió el golpe de estado de 1955, pudo contemplar la terrible división de los argentinos cuando vio en la cocina a las empleadas domésticas y a las cocineras que lloraban por la caída de Perón mientras en la sala se brindaba por el fin del gobierno peronista.

La marcha de Lavalle en Sábato y Raúl Aráoz Anzoátegui

La épica y poética marcha de Lavalle hacia el norte en Sobre héroes y tumbas es, como dice su autor, un símbolo del viaje al pasado, a la Argentina de las guerras por la independencia y de las guerras civiles, una Argentina fuerte, a veces cruel; pero siempre cargada de heroísmo. Las provincias del norte representaban ese rostro épico para Ernesto Sábato: el pasado patriota y abnegado, dolido y a la vez indómito, inclaudicable, mientras que Buenos Aires iba perdiendo la noción de patria, la noción de independencia y se tornaba servil ante el canon burgués y capitalista, primero europeo, luego norteamericano. Ese ámbito norteño y patriótico se advierte en una extraordinaria elegía que publicó el poeta salteño Raúl Aráoz Anzoátegui en 1941 y que está dedicada precisamente a Juan Galo de Lavalle.

La “Elegía a Lavalle” está estructurada en tres partes:

1- Anuncio de la tragedia cuando las tropas marchan hacia Jujuy, por “la herida del monte”; mientras “los potros dibujaban un muro de neblina”; en medio de los campos resecos que responden al “martillar” de los cascos de los caballos.

2- El general Lavalle es muerto por una bala que atraviesa la puerta de la casa de Bedoya en San Salvador de Jujuy.

3- El cuerpo de Lavalle es despojado de su carne en la capilla de Huacalera para facilitar la retirada a Potosí.

Estas instancias son las que marca la voz narrativa de Sobre héroes y tumbas en la célebre secuencia épica dentro del marco novelístico, y que luego fue musicalizada por Eduardo Falú.

Dice el poeta Aráoz:

(…)

La mitad de su sombra se quedó acompañando

su carne desgarrada que anidó en Huacalera;

mientras sobre el caballo, jirones de sus huesos

despedían terribles a sus últimas breñas.

Lavalle en otra tierra contra la luz madura

y entre las resonancias de otros ríos salvajes.

Siete días de marcha para salvar su muerte,

muerte que sólo lleva lamita de Lavalle.

(…)

Raúl Aráoz Anzoátegui pertenecía al grupo de La Carpa, junto a Manuel J. Castilla, Raúl Galán, María Adela Agudo, María Elviara Juárez, José Fernández Molina, Sara San Martín, Nicandro Pereyra, Julio Ardiles Gray, y otros/as. A principios de la década del 40, este grupo (apoyado por artistas e intelectuales relacionados con la Universidad Nacional de Tucumán), propuso una poesía comprometida con la tierra y el hombre americano, con la lengua y la cultura sudamericana. Este sentimiento continental torna a la producción de esta generación como depositaria y portavoz de un mundo que había sido obliterado por la literatura del Río de la Plata.

Con la sensibilidad del novelista, Ernesto Sábato supo escuchar y plasmar las formas y expresiones de ese mundo, de esa “Argentina invisible” en su Marcha de Lavalle, siempre hacia el norte, el lugar de la historia del país y de América del Sur.

Durante décadas Sábato y Aráoz Anzoátegui mantuvieron una gran amistad y, en el mismo año 2011, ambos emprendieron el camino de la eternidad, Sábato, a pocas semanas de cumplir los cien años, un 30 de abril en Buenos Aires; Raúl, un 24 de octubre, en medio de la luz primaveral de su casa de Limache, en la Salta que lo viera nacer en 1923.  

*Escritora, premio Casa de las Américas de Cuba 1993.