Dos datos titilan en la pantalla mientras el domingo languidece y el lunes no promete más que un destilar lento de la amargura: casi un cinco por ciento de voto en blanco en la provincia de Buenos Aires, 13,65 por ciento de votos para Javier Milei en la Ciudad de Buenos Aires. Además, claro, de los resultados generales de las PASO que le devuelven la centralidad a una fuerza política cuyo gobierno dejó exhausta a la mayor parte de la población, sosteniendo sobre los cuerpos más precarizados de esta sociedad el peso de una deuda que se arregló no sólo con el macrismo y el resto de sus figuras sino con los grandes empresarios, con los mercados, con el establishment; todas palabras que se suelen escuchar en los medios y que sin embargo no representan exactamente cuerpos. ¿Qué son los mercados? ¿Quiénes son los que mueven el precio del dólar según su humor político y arruinan la sopa que se cocina en cada casa? A los mercados no se les puede poner una cara nítida, pero sus efectos se ven, contantes y sonantes en la mesa diaria.
Javier Milei no es la cara de los mercados. Pero habla en su nombre, en nombre de su libertad. Y anoche cosechó una buena cantidad de votos en la Ciudad Buenos Aires, esta ciudad donde es posible fumarse un porro en Palermo pero no en la 21-24. ¿Fue una sorpresa? ¿Qué distancia hay entre el discurso de María Eugenia Vidal diciendo “se metieron en nuestras famlias” -en relación al gobierno y la gestión de la pandemia- y el de Milei pregonando la libertad pero posicionándose en contra del aborto aun cuando ya sea una ley y no debería ser materia opinable? No es tanta. Ahí está en el centro la privatización de lo común, el individualismo, el conmigo -o con mi familia, ese territorio que se pretende privado- no te metas. Lo personal, pretenden, no es político
Javier Milei tiene como segunda en su lista y con muchas posibilidades de entrar a la Legislatura porteña si se mantienen estos datos en las elecciones de noviembre a una hija de la generación de los ’70 que dirige una ONG que niega el Terrorismo de Estado de una manera elegante y discreta, igual que ella misma. Victoria Villarruel, su hablar pausado, sus labios pintados, su lenguaje medido no defiende abiertamente a los genocidas, pero copia el discurso de los Derechos Humanos para cuestionar el consenso social sobre el Nunca Más.
María Eugenia Vidal tampoco defiende a la última dictadura cívico militar, pero por una cuestión de seguridad personal, cuando fue gobernadora de la provincia que dejó para mudarse a Recoleta, decidido vivir dentro de lo que fue un Centro Clandestino de Detención y Exterminio. Todo un gesto para subrayar cómo entiende la seguridad.
Que Milei le sacó votos a la derecha institucionalizada es la sorpresa. Ese tipo que se paseó por todos los medios durante los últimos años, que parecía un personaje “descontracturado”, ya no teme mostrarse como un león violento y rodeado sobre todo de varones jóvenes hábiles en promover noticias falsas y agitar fantasmas como el comunismo que después necesitan googlear para saber contra quiénes están luchando. Lo que no es una sorpresa es que la derecha institucionalizada que siente que ya está acariciando otra vez el gobierno y su monopolio de la violencia también ha dejado caer las mediaciones y amenaza con que “se van a tener que ir”, por ejemplo. ¿Y qué prometen? Un sálvese quién pueda en el que despedir trabajadores y trabajadoras sea sencillo y los mercados sonrían desde el cielo de las finanzas.
¿Cuánto perdimos en la pandemia? ¿Qué perdimos? Aun ahora que los números de circulación del virus que causa la covid y de camas ocupadas de terapia intensiva no parecen alarmantes, que “se abre” la vida social e incluso es posible ir a votar con algunas precauciones, la pregunta por lo perdido es acuciante. Es una pregunta larga, como las secuelas de la enfermedad que todavía no se conocen cabalmente, que excede incluso a todas las personas queridas que murieron en este eterno año y medio. Es la pregunta por lo común, por el otro, por la otra. El voto en blanco, el voto a Milei y a esos que se llaman libertarios, todos los votos que cosechó la derecha fueron sembrados también en esa desconexión que produjo la pandemia, en el extremo cansancio de los cuerpos que sí se imaginan cuando hablamos del peso de la deuda, que tuvieron y tienen que gestionar la urgencia, la del hambre, la de la falta de ese calor que da el encuentro con otros y con otras. El famoso no estás solo ni sola, estamos en el mismo río remando a contracorriente. ¿Cuánto le costó al gobierno la profundización de esa desconexión con la famosa foto del cumpleaños o el vacunatorio para elegidos? Esa exhibición de individualismo a ultranza, una operación mediática y política que también expone a la oposición en la capacidad de daño de sus aliados, es como un yunque en el bote que se empuja con demasiado esfuerzo y que ya lleva encima, corroyendo la nave, la pérdida del salario, las jubilaciones, la inflación y un mundo que se enciende en hogueras sobre bosques y humedales como una súpernova.
El tamaño de la crisis que atravesamos es inmenso, pero mucho más inmenso es cuando el peso cae sobre cada uno y cada una por separado en este mundo otro donde lo colectivo quedó al menos hackeado por el miedo, por la necesidad de reconstruir las nociones de cuidado y de comunidad y donde algunos cuerpos, los más precarizados, no dan más. Por eso hay que mirar al mismo tiempo y con la misma atención los votos a la derecha, los votos en blanco y los que ni siquiera se emitieron. Y de algún modo tensar la imaginación para poder reconstruir la idea de que es posible no sólo salir de la crisis sino también reconstruir comunidad, tener el deseo de tomar el cielo por asalto, la rebeldía contra la injusticia en lugar del pataleo por lo que no me dejan, sentir con fuerza el enorme capital de tener compañeras, compañeres y compañeros como refugio y potencia para diseñar la vida que queremos.