La Justicia Federal de Campana procesó a tres policías retirados por la Masacre del Río Luján, que tuvo lugar en abril de 1975 y es investigada como crimen de lesa humanidad. Se trata de la primera medida concreta de avance en esta causa que comenzó en 2013 sobre los responsables de los asesinatos de cinco militantes montoneros que fueron acribillados a quemarropa, interceptados tras robar un camión. El objetivo del operativo era repartir la carga del convoy, que transportaba alimentos, en barrios pobres de Campana, Zárate y Escobar. Sus muertes, entre las que se cuenta la del padre biológico de la vicejefa de Gabinete, Cecilia Todesca Bocco, fueron fraguadas bajo un falso “enfrentamiento”, por lo que los imputados también deberán afrontar el cargo de encubrimiento.
El viernes pasado, el juez federal Adrián González Charvay procesó con prisión preventiva a los policías retirados Hermes Vicente Acuña y Carlos Urbano Leguizamón por considerarlos responsables del homicidio de Carlos Tuda, Luis Bocco, Carlos Lagrutta, Carlos Molinas y Guillermo Rodríguez, hechos que consideró crímenes de lesa humanidad. A Samuel Bunge Diamante, oficial retirado de la misma fuerza, lo procesó por encubrimiento al “dejar de comunicar” el hecho a las autoridades pertinentes. A los tres se los embargó por 10 millones de pesos. Si bien fueron indagados en otras causas, es la primera vez que los tres son procesados por delitos de lesa humanidad cometidos antes de la dictadura cívico-militar.
Acuña y Leguizamón integraron las comisiones policiales que persiguieron y balearon a los militantes montoneros en la masacre --el primero era subinspector y el segundo cabo de la Comisaría 3ra de General Sarmiento--. Bunge Diamante, oficial entonces de la Comisaría de Campana, fue integrante del grupo de policías que llevó a cabo la “investigación” posterior al hecho que derivó en el expediente judicial titulado “muerte en tentativa de robo”.
Cuarenta y seis años después, la justicia federal consideró que quedó probado que las víctimas fueron “ultimadas en estado de indefensión”, hecho del que actuaron los efectivos de las comisiones policiales. Y también que Bunge Diamante “instruyó el sumario ocultando que las muertes de las víctimas se produjeron en estado de indefensión como consecuencia de ser ultimados con posterioridad a que cesaran de disparar y manifestaran que se rendían, y no a causa del tiroteo o enfrentamiento armado”.
Las cinco víctimas integraban la tendencia revolucionaria peronista y confluían en la militancia fabril desde la que Montoneros intentó ganar las comisiones internas sindicales de las fábricas de la zona de Zárate, Campana y Escobar. Por entonces, la zona ampliada estaba convulsionada con el paro en Villa Constitución y la represión feroz de fines de marzo a los obreros del cordón fabril litoraleño y ellos no eran ajenos, sino más bien activos participantes.
La masacre de Río Luján
Recién arrancaba el 12 de abril de 1975 cuando un grupo de militantes montoneros, a bordo de dos Ford Falcon, interceptaron a un camión que transportaba alimentos en la ruta 9 y lo desviaron por la Ruta 4 rumbo al Río Luján, territorio de la localidad bonaerense de Campana. El objetivo del operativo era tomar la comida que transportaba ese convoy para repartirla en los barrios pobres de la zona, incluidos los de Escobar y Zárate. En un momento tomaron un camino de tierra para poder parar y cambiar las patentes. Era la madrugada y en la oscuridad del campo observaron que dos vehículos los seguían por la 4.
Alberto Badino estaba a cargo de manejar el camión interceptado. Según la transcripción de su testimonio en el expediente, “inmediatamente empieza a recibir disparos en el camión que venían de esos autos y que correspondían a la policía. Por la distancia y por la fuerza de los impactos en la puerta del camión, supo que el grupo oponente poseía armas largas automáticas; armamento mucho más pesado que el que tenía su grupo”.
Antonio Fernández es el otro militante sobreviviente. De aquella primera ráfaga de disparos se llevó herido un pie. González Charvay rescató de su declaración testimonial que, en ese momento “quien estaba al mando del operativo policial les ordena rendirse”. Fernández podía caminar, así que avisa a sus compañeros que va a emprender la retirada. El resto se desarma y levanta las manos en señal de rendición. Sabían que serían fusilados. A los pocos metros, Fernández “pudo escuchar 15 o 20 disparos (...) en ese momento se dio cuenta de que los habían fusilado”, figura en la causa.
Al otro día, los principales diarios del país fraguaron en sus tapas los asesinatos de Carlos Tuda, Luis Bocco, Carlos Lagrutta, Carlos Molinas y Guillermo Rodríguez como el resultado de un “enfrentamiento”. La información, por supuesto, provenía de la Policía. Badino y Fernández, ambos responsables del impulso inicial de la investigación judicial en 2013, dejaron en claro en sus testimonios que tal enfrentamiento fue imposible. Según informes forenses, las víctimas recibieron entre 4 y 9 disparos cada una. Todas, a excepción de Rodríguez, impactos en la cabeza.
A la causa se sumaron las querellas de la familia Bocco --la vicejefa de Gabinete, que tenía 4 años cuando asesinaron al “Flaco Tito”, como le llamaban a su padre; sus dos hermanos Fernando y Gerardo, y su mamá Alicia Raquel Werberg Karlton-- y la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Badino falleció. José Rodríguez, hijo de una de las víctimas, no pudo sumarse como acusador, aunque celebró con emoción el paso dado por la Justicia Federal.
“Años de dolor y bronca, años de esperar. Esto se celebra, pero se sigue por los miles que faltan”, sostuvo en diálogo con este diario. Su mamá Alicia Castillo es una de ellas: fue sucuestrada al día siguiente del asesinato de Guillermo en su casa de Zárate. La mantuvieron secuestrada en la Comisaría de Campana junto a su bebé de 15 días --José, de 4, y su hermana Eva, de 2, quedaron al cuidado de una vecina--, donde la torturaron, la vejaron y sometieron a simulacros de fusilamiento a ella y a su hijo. Su secuestro fue el único operativo “exitoso” que las fuerzas de seguridad desplegaron durante las horas siguientes a la masacre del Río Luján en los domicilios de cada una de las víctimas, dato que revela que el operativo que los acribilló no fue obra y gracias de la Policía bonaerense, sino que contó con una coordinación superior.