El día después de las elecciones PASO con un resultado muy negativo para el oficialismo, el Banco Central compró 15 millones de dólares, tuvo escasas intervenciones en la plaza de dólar futuro, el dólar blue bajó poco más de 2 por ciento y algunos operadores del mercado desarmaron parte de sus posiciones dolarizadas para pasar esos fondos a pesos para aprovechar la mayor renta que obtienen con la tasa de interés.
Este comportamiento de la actividad en el sensible mercado se concretó en uno de los meses (septiembre) históricamente más críticos para la estabilidad cambiaria por una cuestión estacional de menores liquidaciones de divisas.
El detalle de la evolución de la plaza cambiaria en el día después de una durísima derrota del oficialismo es una referencia ineludible en comparación a lo que sucedió en una circunstancia similar, en agosto de 2019, siendo Mauricio Macri Presidente de la Nación.
La reacción de entonces fue el desgobierno de un día eterno, provocando una megadevaluación con el consiguiente shock inflacionario y pulverización de los ingresos de la mayoría de la población.
Analizar uno y otro momento, en estas horas de euforia de la inmensa red de derecha política y mediática, puede parecer fuera de registro con la engañosa idea de que se trata de un atajo para hablar de la herencia y no de las carencias de la actual administración.
Pero es precisamente esta concepción conservadora la que obtura la reflexión acerca de las debilidades de las tareas realizadas y de la fragilidad en la construcción de una épica de la gestión en pandemia.
El manual del marketing político-electoral señala como dogma que lo importante para entregar a la población es una actualidad aliviada en el frente económico y ofrecer un horizonte de esperanza para mejorar esa posición relativa en términos de bienestar social.
El interrogante que la craneoteca dedicada a ordenar las campañas políticas no brinda respuesta es cómo entregar un presente desahogado y un futuro de expectativas positivas si no se precisa y enseña a las mayorías vulnerables -pobres, clases medias en retroceso, pequeños comerciantes e industriales- de los impresionantes condicionamientos que dejó el pasado.
Las restricciones para la expansión del gasto público para atender las urgencias económicas y sociales de la mitad de la población, la fragmentación y fragilidad del mercado laboral, la desarticulación del entramado productivo y la inmensa carga de deuda, además de arrastrar la mochila del FMI como acreedor y auditor, son potentes limitantes de este presente y del futuro deseado.
Esto no significa aprobar a libro cerrado de que se hizo todo bien o que no se pudo hacer más y mejor, sino que, además de haber necesitado más de audacia en la política de ingresos, el gobierno de Alberto Fernández requiere elaborar un relato sobre el destino económico de desarrollo e inclusión social y, en especial, las dificultades para alcanzarlo.
Para ello, como cualquier plan que necesita un buen diagnóstico para una mejor instrumentación, resulta imprescindible saber cuál es el punto de partida. Es una secuencia de tres pasos: pasado, presente y futuro. Si uno de ellos está ausente en el mensaje, la comprensión del proyecto político con sus respectivos objetivos económicos queda incompleta, carencia que tan bien sabe aprovechar la derecha para autoexculparse del desastre que deja en cada uno de sus ciclos políticos, siendo el último hace apenas dos años, y para poder presentarse a la sociedad como una opción renovada.
El desafío para enfrentar a una derecha liderada por la conducción política del poder económico es coordinar épica de gestión con audacia en medidas económicas dirigidas a atender las necesidades del amplio universo de población castigada por el modelo neoliberal que promete regresar.