Había escrito un texto sobre La ley del más fuerte de Fassbinder, una de mis películas favoritas. Fue una elección fácil, pero ayer, literalmente ayer, hace menos de 24 horas, se produjo un encuentro, así no más, sin querer, por la magia del destino y mi torpeza de siempre para organizar agenda (cancelé al pedo una simpática merienda virtual con mi amiga Alix por una supuesta reunión que no tenía). Ayer temblé, una especie de épico extraordinario me movió el piso. A las siete de la tarde, no tenía nada que hacer y pensé, “bueno, miro una película… miro cualquier cosa y me duermo temprano.” Mi primer impulso fue algo más pochoclero, me seduce la idea del entretenimiento banal, pero –como me suele pasar– no encontré nada del mainstream que me atrapara. Entonces recurrí a los clásicos, “alguna de la golden era” pensé, “una con Bette Davis o Henry Fonda”, claramente, Jezebel: dos grandes actores dirigidos por nadie más y nadie menos que William Wayler.

Jezebel se trabó en el minuto quince, ayer internet no estaba andando bien. Me enojé y finalmente recurrí a un viejo disco que un amigo paraguayo me había regalado unos años atrás. Lo nombró “films que nunca veremos”. Hice un sobrevuelo de los títulos: Lo ves como eres, 1939 - Mario Mattoli / Paseo por una guerra antigua, 1948 - Luis García Berlanga / Petulia, 1968 - Richard Lester / Maestro de esgrima, 1950 - Masahiro Makino… Entre más de 50 títulos me lo encontré otra vez: mi queridísimo William Wayler.

El año: 1949. El título: La heredera.

¡Ah, no… no, no, no! Ayer a las nueve menos diez fui testigo de una de las perlas más preciosas de la historia del cine, así lo digo… Su brillante y finísima combinación entre actores y director, su elegante técnica cinematográfica, sus osados planos cerebrales –la capacidad de entrar en el mundo mental de los personajes–, la profundidad y complejidad de su relato que viene envuelto en una aparente y fluida simplicidad; por donde la mires, La heredera es impecable. Un desborde de emociones en todos los sentidos.

New York, siglo XIX. Catherine (la fantástica Olivia De Havilland), una solterona tímida y poco agraciada es seducida por un joven llamado Morris (el hermoso Montgomery Clift) en un baile de sociedad. En cuestión de días ella se enamora de él, pero el rechazo de su desconfiado padre (el excelente Ralph Richardson) pone a elegir a Catherine entre su inmensa herencia y su matrimonio con el apuesto joven.

Digámoslo, la sinopsis no dice mucho, suena a una romántica más, argumento trillado, claro, claro… pero no, no. Les hablo de una obra maestra que se apoya en detalles y pliegues al narrar con una tensión psicológica (sin resultar histérica), que transita entre la inocencia y la ambigüedad, haciendo confluir (y confundir) el egoísmo y la protección, la manipulación y la traición, la venganza y la determinación, en un devenir excepcional de un personaje menospreciado en busca de dignidad. ¡En serio les digo!

Las condiciones están dadas: si Catherine se casa pierde su herencia, ahí estaría también la prueba irrefutable de su amor. Si Morris la ama no le debería importar la herencia. A ver, uno diría que es obvio, el bello Montgomery sólo quiere su plata, sí, claro, es la heredera del hombre más rico… Pero la película hace una causa, con astucia y delicadeza, de la incerteza de los sentimientos del jovenzuelo. Es una máquina generadora de falsas expectativas que se sostiene y se acumula a lo largo de todo el relato. Suena molesto, lo sé, pero mientras miraba la película no podía dejar de pensar, “pará, pará, pará… no puede ser que el tipo no la quiera, no me parece que sea sólo un perverso interesado más… mirá, mirá cómo la mira, es tan bueno, le toca el piano y le canta en francés: "Plaisir d’Amour". ¡Él la ama y su padre es un tirano que no quiere entender! Les juro: William nos convence de las dos cosas.

Tuve que pausar la película, me sentí demasiado involucrado de golpe, me invadió una angustia tremenda, una especie de tristeza morbosa y contradictoria. Fumé un armado en la terraza mirando al cielo, ayer no había nubes. Lo único que necesitaba, aunque me pareció confuso, era un especie de happy ending y por segundos me arrepentí de no haberme drogado con una pochoclera cualquiera, una que no me hiciera pensar ni sufrir. Todo esto ayer che, todo esto en una película. Tras un largo suspiro, decidí seguir. 115 minutos de adrenalina pura, así fue, ¡non stop! ¡Y qué happy ending, qué cosa, por favor! La culminación de los hechos superó cualquier expectativa posible. No seré spoiler del grandioso e inesperado final de La heredera, pero sólo digo que la crueldad es parte del patrimonio heredado y a veces la venganza puede ser tan necesaria como el perdón, porque si existe el placer y el amor, no se los puede tener juntos. ¡Qué película!

No podría dejar de mencionar que el reparto también cuenta con la magnífica Miriam Hopkins, que Olivia De Havilland ganó el premio de la Academia por su performance y que La heredera es una fenomenal adaptación de la novela Washington Square de Henry James, que, pobre, no tuvo la chance de ver la maravilla que hicieron con su obra.

La verdad es que amo a Fassbinber, pero haberme encontrado con La heredera me generó emociones tan especiales que me pareció un acto generoso compartirla. El texto sobre La ley del más fuerte se lo mandé a Alix para que lo lea mientras merienda sin mí.

Terminó La heredera, acto seguido, la volví a poner.


Sacha Amaral es guionista y realizador brasileño, radicado en Argentina. Se recibió en la Universidad Nacional de las Artes - UNA - donde actualmente da clases de dramaturgia. Su primer largometraje como guionista, Adiós entusiasmo (2017), tuvo su estreno mundial en la Berlinale 2017, ganó la competencia en FICCI (Cartagena) y en el BAFICI 2017 (Buenos Aires). Su primer cortometraje Grandes son los desiertos formó parte de la competencia de cortometrajes del BAFICI 2019. Su último cortometraje Billy Boy formó parte de la selección de Cinefondation del Festival de Cannes 2021.