En diciembre de 2017, empecé el TRH (Tratamiento de Reemplazo hormonal) con Testosterona. Todavía no me nombraba chabón trans, era lesbiana y quería profundizar en una estética más masculina. Algunos de los efectos secundarios del tratamiento podían ser los niveles altos de colesterol y la tendencia a lesiones. Por ese motivo y porque siempre amé el ejercicio físico (desde los 12 años juego fútbol, corro hace algunos años también), consideré practicar algún deporte que englobara gran parte de la musculatura, para controlar el peso y también para liberar los subidones de energía que me generaba la testosterona.
A los nueve meses de haber empezado con la testo, encontré a Eva por Facebook, a cargo del Mamba Team, quien fue luego (y es todavía) mi profesora de kickboxing, un deporte que combina el boxeo con “las patadas más efectivas de todas las artes marciales”, como diría el manual. Le comenté con gran inseguridad mi construcción identitaria (en desarrollo, ya que yo comenzaba a habitar la no binariedad) y me tranquilizó al instante; nos entendimos, porque yo no quería exponerme como trans y tanto Eva como yo creemos que el acceso al deporte debe ser democrático, independientemente de las identidades, pero también cuidando las particularidades. Entendiendo, también, que los deportes de contacto (Boxeo, Kickboxing, Muay Thai, etc.) están culturalmente destinados a varones cis, ya que es donde se mide la fuerza, la valentía, la resistencia… todas características atribuidas a la masculinidad hegemónica. Eva alentaba esa apertura y el acceso y así empecé.
De vestuarios y pronombres
Me encontré con el mundo cis-sexista en todo su esplendor. El término cis habla de las personas que no tienen drama con el género que les fue asignado al nacer. Al pisar el gimnasio por primera vez, la persona de la recepción me dijo: “Ahí a la vuelta están los vestuarios”. Primer obstáculo: definir a cuál ir. Fui al de hombres (ya fue). Pero me encontré con un chabón (asumo cis) que me miró raro y por eso jamás volví a ir a ese baño. Me cambié de ropa en el baño con inodoro en vez del banco de vestuario y salí lo más rápido que pude. En la clase, nadie me preguntó los pronombres y se me asumieron femeninos. Yo tampoco supe decirlos, porque no lo había pensado ni siquiera para mí. Pero claro que ser leído en clave binaria (o varón, o mujer) y que se me haya asignado, nuevamente, mujer, me dejó atontado. Lo dejé pasar.
Ese día Eva no podía dar la clase, la dio un compa que también era profe, pero de todas formas me quedé porque el ambiente era lindo y yo estaba, como siempre, manija.
Con el tiempo, algunas pibas me fueron preguntando cosas como: si mi nombre era gaita, si tenía novia, quién era el hombre o la mujer en la relación, y un montón de boludeces más. Entiendo que quizás para quien no conoce de nuestros mundos, las preguntas parecen válidas y hasta interesarse en la otra persona, pero ese es justamente el quid de la cuestión: somos nosotras, nosotros y nosotres quienes terminamos dando explicaciones, educando, exponiéndonos, tramitando los procesos de les demás junto con los nuestros. También, descubrir y habitar un cuerpo en constante cambio, acomodarme a él, me hizo concentrarme en no más que eso durante un año y medio. Solo pensaba en eso. Hacía las técnicas como podía, tenía miedo del verano porque hacía calor y no quería que se me viera el corpiño si usaba musculosas, por lo que muchas veces entrené con buzo o campera. Cuando me veían así, algunos me preguntaban si quería cortar peso (bajar de peso para prepararse para una pelea) o hacían comentarios como “mucho frío, ¿no?”. Como odio dar explicaciones, decía que sí.
Eva fue una gran amiga en todo el proceso, dialogando y acompañando. La primera vez que me bañé, en el vestuario de mujeres, me esperó del otro lado de la cortina, gaita baby trans. Luego decidimos empezar a rendir cinturones, porque soy tan inseguro como orgulloso. Le pregunté qué poner en la parte de los datos de la libreta de exámenes que otorga la Federación Argentina de Kickboxing. Me dijo que pusiera mi nombre y habrá sido una de las primeras veces que escribí “Simón” sin tener el cambio registral realizado. La pregunta no es si escribir el nombre; es, como siempre, si van a pedir documento para constatar que sea el mismo, que noten que no es, tener que explicar la Ley de Identidad de Género y largos etcéteras que terminan distrayendo la atención de lo que una, uno o une fue realmente a hacer al lugar, que es simplemente rendir un examen.
Mucho más que dos
Me costó mucho entender que era (¿o debía?) ser un chabón. Me sentía raro guanteando con varones, por un lado porque de por sí, si unx no hizo nunca deportes de contacto, querer pegarse con otra persona es un flash. Por otro, porque no me siento ni creo ser por más que lo intento, un chabón como otros. Siento que no llego nunca, un esfuerzo vano (me pregunto, mientras escribo esto, si todos los varones cis se sienten iguales entre ellos o creen que deberían serlo, o si creen que deberían ser mejores, deportivamente hablando). Por otro, porque haber sido socializado como mujer, exponerse a los golpes por parte de (en su gran mayoría) chabones (asumimos cis porque nadie dijo lo contrario), me volteó la cabeza como un cross.
Con el tiempo fui teniendo charlas cotidianas con mi profe Eva sobre cómo preparar un espacio que, sin ser separatista, pudiera ser cómodo para el gran espectro LGTBI+ que quisiera acercarse. Armamos dos clases abiertas a colaboración, algunxs compas se acercaron.
También, a medida que pasaba los exámenes de cinturones (rendí tres, el negro es el séptimo), intentaba cuestionar el binarismo obviamente cisexista del deporte. Los exámenes son tanto prácticos como teóricos. En uno, el profesor me preguntó sobre las categorías que se consideran para las peleas amateur que, como todas, se dividen en peso y género. Ya de por sí, las de varones son 12. Las de mujeres son 6. ¿Por qué? Porque se considera que, al haber mayor cantidad de varones practicando el deporte, se necesitan más categorías. En cambio, al haber menos mujeres, las divisiones son menos. No es secreto, si nos ponemos a ver la UFC, notamos rápidamente que, en 10 peleas, una o con suerte dos, son de mujeres. No es necesario llevar al escenario internacional esta cuestión: alcanza con acercarse a cualquier torneo de deportes de contacto, las peleas de mujeres suelen ser abruptamente menores en cantidad que las de varones. Y aunque estos deportes han tenido un gran crecimiento a nivel competitivo como profesional, sigue habiendo una gran desigualdad con respecto al espacio que se les da a varones y a mujeres (en todos los casos, asumimos cis): con respecto a oportunidades, sponsors, difusión.
Si pensamos en oportunidades, nuestras comunidades travesti, trans y no binarias, no aparecen ni siquiera en el mapa: nuestras dificultades estructurales como el acceso al trabajo, a la salud, a la vivienda y demás, son obstáculos para acceder a cosas concretas como equipo (guantes, bucales, vendas, tibiales, pagar la cuota de un gimnasio, suplementos deportivos) o elementos que nos ayudan a sentirnos más cómodos, cómodas y cómodes (pienso en binders, por ejemplo).
Volviendo al examen, al contestar bien, le pregunté si podía hacer un comentario: imponer categorías binarias alejaba a otras identidades como personas no binarias o travestis del deporte. Se quedó helado. Me agradeció titubeando e inmediatamente le fue a contar a Eva que yo dije algo que ella venía diciendo hacía ya bastante tiempo en las reuniones de cinturones negros.
Con el pasar del tiempo, me fui enamorando del deporte: de la exigencia física, de su dificultad, de la complejidad. Le pregunté a Eva si para pelear tenía que definirme como hombre o mujer, y me dijo que, acorde a las reglas, sí. Yo seguía trabajando mi identidad, pero entendí que, ya teniendo barba y una imagen cada vez más hegemónicamente masculina, producto del deporte y la testosterona, si quisiera pelear sería contra hombres. Me aterraba la idea pero más me llamaba el desafío y finalmente lo hicimos.
Cuestión de peso
En el año 2019 hice una exhibición (es una pelea donde no gana ni pierde nadie) como para ir acercándonos lentamente al ring. Me preparé como si fuera una pelea, con la diferencia de que no tenía que llegar a un determinado peso, porque no era necesario. De todas formas lo hice, como para tantear cómo sería ese proceso, pero sin la presión de darlo, ya que esa suele ser una exposición muy fuerte, se dice que esa es la primera pelea que hay que ganar: llegar bien al peso de la categoría. Claro que todo lo que está de más, suma peso (remeras, pantalones, a veces también ropa interior), por lo que si une peleadore llega muy jugade, suele pesarse en paños menores. Esa vez no fue necesario hacerlo pero tendría que tenerlo en cuenta si iba a competir.
En el ring, el árbitro chequeó que estuvieran todas las protecciones. Me preguntó si tenía inguinal, a lo que, entrando en crisis, respondí que no, que tenía vagina, que era trans. Nos quedamos los dos helados. No sé qué sucedió luego pero empezó el asunto y quedó ahí.
Mi primera y hasta ahora única pelea fue en enero de este año, luego y antes de la fase 1 de cuarentena. Pensaba tanto en eso (en el trabajo psicológico, en lo divertido que me resulta exponerme a golpear y ser golpeado en un ring) como en el terror de ir al baño del lugar donde se realizaba el evento y encontrar solo mingitorios, que tuviera que vestirme delante de otros varones, que en la revisación médica me pidieran el DNI, que no me dejaran pelear en remera y tuviera que hacerlo con el torso desnudo como las reglas lo establecen. Antes, tenía que dar el peso en la balanza. Recuerdo decirle a Eva que no tenía que llegar a 57 kilos, tenía que llegar como mucho a 56,500, considerando medio kilo de ropa que no me iba a sacar, porque no iba ni en pedo a quedarme en corpiño delante de los chongos de miles de clubes. Con ese objetivo en la cabeza, bajé más peso del necesario. Todo salió bien y al otro día fue mi primera pelea.
En algún momento de marzo, pude decir, en el grupo de whatsapp (como pude), que por favor no utilizaran más pronombres femeninos conmigo (ella) sino masculinos (él), y que si yo me había equivocado con alguien por favor me lo hicieran saber. Ocurría muchas veces que si entraba alguien nuevo a entrenar, mis compañeros me trataban en femenino y la persona nueva no entendía nada. Con muchos no hubo problema pero a dos o tres les importó tres carajos, lo cual hizo que antes de ir al gimnasio empezaran a agarrarme ataques de pánico y decidiera, finalmente, y muy a mi pesar, luego de hablar con Eva, tomarme un tiempo para operarme de mastectomía (sacarme las tetas) y ver cómo me sentía luego. Esa operación estaba en trámite desde diciembre del año pasado pero no llegaba a concretarse, cuarentena y estudios mediante.
Sin decirle nada a ninguno de mis compañeros, sin haberle dicho jamás que era un chabón trans (aunque todos lo sabían), quizás medio puto (eso no sé si lo sabían), sabiendo que hablaban de mí, simplemente dejé de ir.
¡Uníos!
Cuando hablamos de la dificultad de habitar espacios culturalmente heterocis, hablamos de este tipo de situaciones: de cuerpos inimaginados, que tienen que ocultarse o directamente preferir no habitar esos lugares, de no poder exponer nuestros deseos disidentes, de pensar veinte veces a qué baño ir, en cuál una, uno o une no la va a pasar tan mal, preferir no pegarse una ducha después de entrenar dos horas, temer realizarse el apto médico porque ¡terror! al sistema de Salud. Soñaba con no tener que militar el deporte, con ser uno más, con pasar desapercibido, pero no puedo: es necesario que cambiemos la forma en que nos clasifican, que destruyamos el binarismo y el heterocispatriarcado en los gimnasios, basta de esperar que seamos todos iguales, basta de ponernos etiquetas, basta de separar los vestuarios por géneros basados, en realidad, en la genitalidad.
Sueño también con un cinturón negro, con ser un profesor trans, con que haya miles y miles de personas de la tribu practicando un deporte porque es un derecho humano, porque es justo, porque es lindo, divertido, desafiante, sano, y no tener que armar espacios separatistas solo porque habitar los espacios establecidos terminan en angustias y exclusiones. Basta de esa pelotudez de ir a medirse la masculinidad, muchachos. Es un deporte, nadie es más puto o menos hombre, o más poronga o más cagón. Cagarnos a trompadas consensuadamente y cuidadamente no es un imposible.
Sueño con una asamblea con compas trans, no binaries, queer, maricas, tortas, travestis donde podamos hablar de lo que nos incomoda y cómo actuar, porque solas, solos y soles no cambiamos nada. Tenemos que derribar el binarismo en las instituciones deportivas, cambiar el mundo del deporte y del deporte de contacto específicamente. Vemos constantemente cómo, por ejemplo, en los juegos olímpicos, las competidoras se quedan afuera por tener la testosterona más alta que lo que marca la norma blanca, europea y biologicista. Está genial armar espacios donde excluyamos a varones cis si así lo deseamos, pero también estaría espectacular acceder a los mismos derechos que ellos, sin dar explicaciones, sin ser criaturas mágicas extrañas, porque lo que sucede en realidad es que no nos imaginan, y cuando nos tienen en frente, no saben qué hacer con nosotres; en parte también, porque exponemos que el mundo no es eso tan fijo e inmutable como parece que es. Por eso, travestis, trans, no binaries, tortas, maricas, mostrxs kickboxers del mundo: ¡Uníos! Y como dice mi profe: apropiémonos de los espacios.