“Un código rojo para la humanidad”. El secretario general de la ONU, António Guterres, no podría haber resumido mejor la conclusión que se desprende del informe publicado por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) a principios de agosto. Catástrofes naturales, escasez de agua, migraciones forzadas, malnutrición, pandemias, extinción de especies: está científicamente establecido que la vida en la Tierra, tal como la conocemos, se transformará ineludiblemente por el cambio climático.
América Latina se proyecta como una de las regiones del mundo más afectadas. Las olas de calor, la disminución del rendimiento de los cultivos, los incendios forestales, el agotamiento de los arrecifes de coral y los eventos extremos del nivel del mar serán cada vez más intensos. De hecho, el futuro ya está aquí. Las peores sequías en 50 años en el sur de la Amazonia y el récord de huracanes e inundaciones en Centroamérica son la nueva normalidad que espera a la región.
Todavía hay una ventana de oportunidad para evitar lo peor, limitando el calentamiento global a 1,5°C en comparación con la era preindustrial. Pero la ventana está por cerrarse. Se necesita urgentemente descarbonizar las economías, acabar con la deforestación, reducir el consumo energético y desarrollar masivamente las energías renovables.
Llevar a cabo esta revolución tiene un coste. No sólo para financiar los planes que acaban de anunciar Estados Unidos y la Unión Europea de reducir a la mitad sus emisiones de carbono para 2030, sino también para ayudar a los países en desarrollo, cuyas economías están devastadas por la pandemia, a hacer lo mismo.
Tasa mínima
El dinero existe, hay que buscarlo donde está: en las cuentas escondidas en paraísos fiscales de multimillonarios y multinacionales que, durante décadas, han eludido parte de sus impuestos. De hecho, la administración Biden propone gravar los beneficios de las filiales extranjeras de las multinacionales estadounidenses con una tasa del 21 por ciento. La iniciativa estadounidense pretende acabar con la carrera a la baja en el impuesto de sociedades.
Las tasas impositivas nominales mundiales sobre los beneficios de las empresas han caído desde una media del 40 por ciento en la década de 1980 hasta el 23 por ciento en 2018. Esto significa menos recursos fiscales para financiar servicios públicos como la educación, la sanidad, la igualdad de género o la lucha contra el cambio climático. A este ritmo, el impuesto de sociedades podría reducirse a cero en 2052.
Relanzadas por decisión de Estados Unidos, las negociaciones para reformar el centenario sistema fiscal internacional acaban de dar un primer paso, bajo la égida de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), calificado por sus firmantes de "histórico". Sin embargo, estas nuevas normas se aplicarían a menos de 100 empresas en todo el mundo, ya que sólo afectan a las que facturan más de 20.000 millones de euros y obtienen beneficios superiores al 10 por ciento. Además, se exime al sector financiero.
Peor aún, los países deben comprometerse a abandonar los impuestos a las empresas digitales, privándose de valiosos recursos. Esto explica que dos grandes economías africanas, Kenia y Nigeria, se hayan negado a respaldar el acuerdo. Pero eso no es todo. El acuerdo de la OCDE prevé la adopción de un impuesto global con un tipo mínimo del 15 por ciento.
Esto está muy lejos de la ambición estadounidense del 21 por ciento y aún más del 25 por ciento que defiende la Comisión Independiente para la Reforma Fiscal de las Empresas Internacionales (ICRICT), que integran los economistas Joseph Stiglitz, Thomas Piketty y Gabriel Zucman, entre otros.
A pesar de lo desigual del reparto propuesto por la OCDE, una tasa mínima mundial del 25 por ciento aportaría a los 38 países más pobres casi 17.000 millones de dólares más al año que una tasa del 15 por ciento, suficiente para vacunar al 80 por ciento de su población contra el Covid-19.
Las negociaciones continúan hasta octubre y un grupo de países ricos, sobre todo Estados Unidos y Alemania, y países en desarrollo como Argentina, Sudáfrica e Indonesia están decididos a luchar por una reforma más justa. Una mejor fiscalidad de las multinacionales es también una oportunidad para evitar un calentamiento global de consecuencias devastadoras para la humanidad.
* Abogada, miembro de la Comisión Independiente para la Reforma Fiscal de las Empresas Internacionales (ICRICT) y ex vicepresidenta de la Comisión de Investigación sobre Blanqueo de Capitales, Evasión Fiscal y Fraude del Parlamento Europeo.