Son historias que se vuelven a contar una y otra vez, porque se sabe que funcionan. El joven-oruga que vive en la oscuridad hasta que deviene mariposa. El padre largamente ausente que vuelve al reencuentro con su hijo, huérfano de madre. Una enfermedad terminal que acaba por sellar un lazo. La consagración final del don nadie, devenido artista exquisito.
¿Y si son historias mil veces contadas, contadas de nuevo como quien pulsa botones, por qué prestarles atención? Porque los actores creen en ellas como si fueran nuevas, como si fueran verdaderas, y así nos las hacen creer, con la compañía de una cámara que los acompaña con intensidad. Viva es una película irlandesa filmada en Cuba, producida por Benicio del Toro, escrita por Mark O’Halloran (Calvario, 2014) y dirigida por el irregular Paddy Breathnach (El crimen desorganizado, 1997). Jesús (Héctor Medina), un joven peluquero, peina las pelucas de Mama (Luis Alberto García), dueño de un club nocturno de La Habana, que presenta espectáculos musicales a cargo de drag queens. Clásicos inoxidables de la canción romántica caribeña, en la voz de Blanca Rosa Gil y Rosita Fornés, de alguna foránea como Massiel ¡y hasta Cacho Castaña!, interpretados por maquilladísimos caballeros en drag, que hacen lip sync.
Jesús palía las dificultades económicas con algún rebusque como taxi boy, mientras sueña con ponerse el vestido y subirse al escenario. Pero no se anima a pedírselo a Mama. Hasta que se anima, la misma noche en que va por allí un hombre que resulta ser su padre, el ex boxeador Ángel, bastante venido abajo (Jorge Perugorría, con una panza que antes no tenía y un tórax de toro). Como puede verse, el guion es una suma de lugares comunes. Y encima Mark O’Halloran, que en Calvario había escrito el ídem de un cura católico, les pone a padre e hijo los nombres que les pone, vaya a saber por qué. Pero todo eso es barrido por las actuaciones –fieras, viscerales, en el caso de Medina delicadísima, en el de García de una imponente presencia natural– y por la proximidad de la cámara, que tiende a encerrar a sus personajes en espacios apretados, contra el fondo de las paredes descascaradas de La Habana. La fotografía de Cathal Watters es otro de los puntos altos, con colores saturados, muchos dorados en los atardeceres y contraluces y siluetas en el club nocturno, donde el timidísimo Jesús deviene Viva, la dama que lleva al público al delirio.