Volvamos a hablar de batalla cultural, aunque ellos nos quieran hacer hablar de lo que inventan todos los días. Ellos son los funcionarios, los jueces, los periodistas que sostienen a Macri. Volvamos a hablar de lo que estamos seguros, de lo que sabemos qué es, de lo que nos importa, de lo que amamos. Y amamos, con obstinación, con rabia, con ternura, con pasión, que los miles y miles de afrentados hasta el límite que puede soportar la condición humana, las madres, las abuelas, los familiares, los hijos, jamás hayan pedido ni buscado revancha ni venganza. Amamos ese surco que dejó abierto el genocidio porque sólo por ese surco de amor se podía evitar que la historia argentina repitiera su cíclico encantamiento con la muerte.
El enorme error político que cometió el gobierno acelerando a la Corte que él mismo diseñó, nos dio la oportunidad de enfrentarnos de pronto, vertiginosamente, con ese capítulo de la batalla cultural que está ganada. Y está ganada no por el kirchnerismo, no por Cristina, no por los últimos tres gobiernos, que fueron los primeros de la democracia en llevar adelante políticas de Estado para juzgar en el marco del Estado de Derecho a los responsable del genocidio.
Está ganada porque la sociedad argentina supo, gracias a los juicios por delitos de lesa humanidad, y supo en la letra fría, precisa y detallada de los expedientes, que estos delincuentes a los que tres jueces pretenden aplicar esta reducción de pena caprichosa y absurda, cargan sobre sus hombros y su conciencia algunos de los crímenes más aberrantes de los que se enteró la humanidad. Que han torturado niños delante de sus padres. Que han metido picana en la vagina de prisioneras, que han adormecido a miles para tirarlos vivos al río y al mar, que han cavado enormes fosas en las que tiraron cadáveres sin nombre, que robaron bebés y después mataron a sus madres. De eso estamos hablando y eso lo que los juicios probaron y a eso de deben las condenas y por eso esos delitos son de lesa humanidad. Porque han sido tan execrables que el solo relato pormenorizado de cualquiera de las miles y miles de historias documentadas ofenden la dignidad humana de quien quiera que las oiga, porque es imposible escucharlas sin experimentar el horror en los poros.
“Desaparecieron los que tenían que desaparecer”, decía una de las señoras que concurrió a la marcha macrista del 1 de abril, a la que fue Cecilia Pando. El macrismo ha incorporado siempre a gente vinculada con la represión, Lopérfido empezó esta ola con su negacionismo, le siguió Macri diciendo que los derechos humanos eran “un curro”, le pusieron su toque los legisladores del PRO posando el 24 con pancartas que decían “Basta de negocios con los derechos humanos”, vino el fallo de la Corte Suprema, siguió el Secretario de Derechos Humanos Avruj diciendo que había que acatar el fallo de la Corte, en fin, todos sabemos que es mentira que el PRO no haya estado de acuerdo. Y todos advertirmos que una vez más, el PRO ha chocado contra la realidad que niega.
Sin embargo, esta vez fue demasiado lejos. El “si pasa, pasa” se internó en la revulsión colectiva que se manifestó sin grieta, compacta, segura, identitaria: hay muchos argentinos que pueden llegar a creer que no son capaces de fabricar una silla como la gente, pero es muy diferente a obligarlos a creer que son personas dispuestas a defender a hombres que cometieron atrocidades inenarrables y jamás se arrepintieron, y todavía hoy retienen información para que aquellos muertos tengan su tumba.
Ayer fue un buen día para ser argentino. Después de tanto dolor, de tanta injusticia y tanta violencia institucional desatada en los últimos meses, esos pañuelos en cientos de miles de cabezas fueron un manifiesto sobre la identidad que no sólo les fue robada a quinientos bebés hace cuarenta años. Nos fue robada nuestra identidad como pueblo. Y ayer dijimos no te confundas, Macri, que somos éstos.