Si la zurda mágica de Maradona era capaz de transformar la pelota en un poema, la pierna derecha de Pafundi apenas si se daba maña para convertirla en un aforismo de Narosky. En su cédula se podía leer: Amílcar Evaristo Pafundi. Pero sus amigos lo llamaban “Algarrobo”, “Alga” o “¡Correte que estamos jugando, marmota!”. En la escuela futbolística siempre se llevó “Habilidad, elegancia y estilo” a marzo.
Más allá de su afecto hacia la camiseta de su club – que no se discute- de sus 12 goles en contra- que no se discuten- y de su habilidad con la pelota –que cualquiera te los discute a muerte- consiguió lo que pocos futbolistas logran en un club, la continuidad. “Algarrobo” Pafundi fue record de continuidad en el banco de suplentes. Once años con el 13 en la espalda. Por eso lo llamaban cajero automático: era poco efectivo y nadie lo sacaba del banco.
“Algarrobo” era un distinto. Un jugador diferente a todos: un patadura indiscutible. Por eso era único, nadie pudo igualar la cantidad de goles que erró en su vida. Y la cantidad de años que hibernó en el banco. Ya desde que llegó al club, de muy joven, proveniente del Deportivo Guaymallén, a cambio de 4 cajas de alfajores que pagó el propio club mendocino para desprenderse de él, sorprendió. “Lo hice jugar 45 minutos pero me bastaron 30 segundos para darme cuenta que era un burro”, comentó alguna vez el entrenador de inferiores. Pero la obsesión por mejorar y la mera casualidad de que su abuelo era el presidente de su nuevo club, ayudaron a que hiciera una carrera enarbolando la bandera del fútbol austero de genialidades.
Alternó malas y muy malas. La hinchada estaba dividida: una mitad lo odiaba y la otra lo ignoraba. En 1985, ante la lesión de siete de sus compañeros, le tocó jugar cuatro partidos seguidos: esa fue la época más trascendente de su carrera.
Y a pesar de que más de una vez se quedó atragantado en el paladar del hincha del club, el reconocimiento le llegó tarde: aquella vez en que fue considerado, junto a un nogal chaqueño y un roble misionero, como una las tres mejores maderas de nuestro país.
Una perlita, una rareza en su carrera fue aquel único gol convertido en un clásico contra el Sportivo Fantoche, cuando en una jugada muy confusa la pelota cae bombeada en el área, pega en su muslo izquierdo y entra mansa y callada al arco. El propio Pafundi pedía la revisión de la jugada, no podía creer que había convertido un gol en su vida.
Los hombres que peinamos canas, y aquellos que nos las teñimos, recordamos ese instante único de su debut. Fue una tarde del 21 de marzo de 1985 cuando Pafundi inició un romance con el banco de suplentes que duraría once años. Al colgar los botines, “Algarrobo” siguió ligado al club de siempre. Primero como utilero, luego como porrista, cocacolero y mozo del bufet.
Si Ángel Clemente Rojas tenía cierta desfachatez dentro de la cancha, Pafundi la tuvo para insistir en llamarse futbolista.
Nunca estuvo en el “cenit” del fútbol. Tampoco sabía qué significaba la palabra cénit. Es que Pafundi no fue un tipo inteligente dentro de la cancha o fuera de ella. Tal vez sería más justo decir que la claridad de su pensamiento alumbraba casi tanto como una vela de cumpleaños.
Hoy se cumplen 20 años de una fecha memorable, de inmensa alegría para los amantes del juego limpio, vistoso y ofensivo: el día en que Pafundi dejó el fútbol. En realidad el fútbol lo había dejado a él. Olvidado, como quien arroja un barbijo descartable en el container de los objetos no reciclables.
Su nombre no fue sinónimo de habilidad pero sí antónimo de talento. Fue simplemente Amílcar Evaristo Pafundi. El “Algarrobo de la gente”.