Cuando en octubre de 1969 vio la luz In the Court of the Crimson King, el circuito de rock londinense se rindió casi todo a sus pies. Por tomar dos casos al paso, Pete Townshend se refirió al disco debut de King Crimson como una extraña obra maestra, y Tony Banks, entonces al piano en Genesis, no pudo terminar su whisky en un bar británico, porque la boca abierta fue para el asombro que le provocó verlos tocar en vivo. Y así, varios músicos –y de no poco peso- quedaron estupefactos ante ese genial manifiesto prog, que venía a mostrar algo nuevo en el rock cuando casi todo estaba por hacerse.
No faltaban motivos, claro: el disco era mágico y misterioso. Pendulaba en un amplio arco de tensiones y a nada se parecía. Los psicodélicos Pink Floyd o Soft Machine podían serle familiares, pero muy, muy lejanos. Bandas protoprogresivas –Egg o The Nice- literalmente le llevaban el cetro al rey. No se había oído jamás una perfección técnica tal. Tampoco esa moderada violencia sónica, guiada por el sesudo trabajo del joven Robert Fripp en las guitarras, y por el arsenal instrumental de Ian McDonald con epicentro en el mellotrón. Equidistante a un lado de la línea flower power-Woodstock, y al otro de la veta Doors-Velvet Underground (por nombrar dos ramas fuertes de la era) el circunspecto Fripp hacía poco por entrar en sintonía con la época.
Pero empezar así suele tener un revés: mantenerse. Sobre todo si al segundo disco –In the wake of Poseidon—, el guitarrista se queda sin McDonald, y Greg Lake se deja tentar por el súper grupo que tenía en mente Keith Emerson, y achica su participación. Lo que devino entonces no fue igual. El sucesor de la ópera prima carmesí no tuvo las mismas luces y, si bien hubo muy buenos trabajos posteriores –con nombrar Islands y Larks tongues in aspic alcanza y sobra-, hubo que esperar unos años para que emergiera el segundo trabajo verdaderamente insurrecto de Mr. Fripp. Hubo que esperar el cambio de piel para que llegue Discipline, el disco que este 22 de septiembre cumple 40 años.
En 1974, tras cinco años, siete discos y variopintos cambios de formación, el guitarrista detectó obstáculos insalvables, “vampíricos”, entre banda y público, disolvió Crimson, y se cobijó en un período más anónimo, introspectivo. Se refugió en los conocimientos del enigmático escritor griego George Gurdjieff; fundó el Guitar Craft, movimiento formador de guitarristas; camufló su nombre por el de Dusty Rhodes -¡un luchador de catch!- para girar anónimo con Peter Gabriel; se dejó acompañar por él, Peter Hammill y Tony Levin en Exposure, su disco debut solista; grabó otro bajo el nombre de God Save the Queen/Under Heavy Manners. Formó luego League of Gentlemen, banda un poco a contramano de su seriedad endémica -en línea con el posterior Let the power fall- y la piel efectivamente cambió.
Discipline, producto de las evoluciones de Fripp, configuró entonces el segundo disco verdaderamente sorprendente, parteaguas y revolucionario de King Crimson. “Lo importante son las cosas que uno logra, no los planes que se traza para hacerlas. Si, por ejemplo, yo quiero salir de esta habitación, puedo salir por la puerta, tirarme por la ventana o atravesar la pared. Pero eso no es lo importante, sino el resultado. De cualquiera de las tres maneras que elija, voy a salir de la habitación, que es lo que me interesa”, dijo Fripp con el disco fresquito, para explicar una mutación estética en la que palabras como innovación, búsqueda, intrepidez e inconformismo volvían a sonar cercanas. Trazaban la trama musical de este disco al que siete piezas realmente geniales le alcanzaron para encerrar un mundo único. Fascinante.
Tan conforme quedó el inconformista Fripp que logró lo que nunca: mantener una misma formación durante tres años y tres trabajos, y permitir una horizontalidad compositiva solo asimilable a las épocas de In the Court…. Cada pieza funcionó a la perfección. Encajó en un engranaje perfecto cuyo funcionamiento no hubiese sido posible bajo otra sinergia musical. Adrian Belew, quien venía de foguearse con el Frank Zappa de Sheik Yerbouti y los Talking Heads de Remain in light, aportó incontables texturas sonoras con sus guitarras y sus loops de voces. Tony Levin, actor en Peter Gabriel I y II al igual que Fripp, imprimió a fuego el sonido de su bajo y, en especial, del Chapman stick. Y un ex Crimson -Bill Bruford- terminó de configurar el sólido cuarteto que replicaría en Beat y Three a perfect pair.
El retorno del rey carmesí se gestó a principios de 1980, a instancias de Fripp y Bruford, bajo el premonitorio nombre de Discipline. Avisó el guitarrista antes de volver a la denominación original: “Discipline hace la música que King Crimson podría hacer en 1981, pero es una historia diferente”. Otra pista la ofreció, tras la conversión nominal, en la contratapa del disco: "La disciplina nunca es un fin en sí mismo, solo un medio para un fin". Tales claves ofrecen la llave conceptual para abrir el mundo de un disco único.
Siete temas, apenas. Pero de tanta intensidad intrínseca, de tanto volumen sonoro y creativo, que se arriesga poco si se afirma que está entre los mejores de las historia del rock. Mil motivos lo gritan. Uno de tantos: sus brumas étnicas. Orientales, negras, tercermundistas. Entre ellas, la calma y lunática “Matte Kudasai”, donde los ecos asiáticos de Belew inventan un mundo a través de las exploraciones del slide, y Fripp rubrica la búsqueda con sus notas sostenidas. Otra es la cáustica y criminal “Thela Hun Ginjeet” que, ralentizada por guitarras, voces y pulsaciones, suena a animalada abismal. Y la tercera de vena paraoccidental: “The Sheltering Sky”, el mejor tema del disco.
La sensación prima facie apenas se deja deslizar la púa sobre el vinilo es que no hay mejor opción que usarlo “de cortina” mientras se lee El cielo protector, libro escrito por el viajero beat Paul Bowles en 1949, que la banda tomó como referencia para componer este instrumental. Pieza musical y libro congenian entonces en imágenes que, tomadas literalmente, explican la reciprocidad estética sin necesidad de recurrir a un texto. Eso de los “sollozos terribles de los sueños que sacuden como un terremoto”, que Bowles pinta en la página 17 coincide con algo que Fripp tenía como leit motiv: toda creatividad estaba motivada por el dolor interior. Otra imagen, la de la “polvorienta cinta de la vía láctea”, hermanaba a su vez con el Robert cósmico, que no necesitaba drogarse para encarar viajes de tal tipo.
La parte por el todo que concentra “The Sheltering Sky” adquiere más relevancia aún por ese sonido gamelan que parece acompañar al trío Kit-Tunner-Port –personajes principales del libro- en su travesía de posguerra por los ríspidos e intrigantes paisajes de Africa del Norte. Ese desplazamiento onírico por la rocosa y abismal Casbah, por las dunas cada vez más altas del Sahara, por las montañas negras de Boussif, o por las nubes de polvo en la ruta hacia Ain Krorfa, que Bowles escucha como una “brillante lámina de sonido en el aire” configuran la argamasa de imágenes sobre las que el cuarteto se apoya para edificar un relato musical hipnótico, placentero, sencillamente perfecto.
Otro motivo vector es el occidental. El de las tensiones celosamente distribuidas –el orden dentro del caos- que encierran como en otro todo al resto del disco. “Indiscipline”, montada en un ensamble de guitarras lacerantes que se alternan entre riffs y solos, convive con su contraparte (“Discipline”), atravesada por compases mutantes y grooves demoledores. Del mismo tronco estético se desprenden también “Elephant Talk” y “Frame by Frame”, las piezas que abren el disco. La primera, atravesada por los efectos de Belew (la guitarra que suena como elefante), y basada un alegato contra los opinólogos mediáticos que calza perfecto en los días que corren. La segunda, portadora de una dinámica arrolladora, un gran estribillo y un tremendo final.
Eso fue, es y será Discipline: perfección, contundencia y belleza. Otra extraña obra maestra.