“Me dedico a hilar, a tejer. Yo aquí hago las cosas yo sola, nadie mete mano en mis cosas, nadie. Mi trabajo es mío”, dice Francisca mientras la cámara filma los movimientos que hacen sus dedos acanalados y sus uñas de tejedora. Como un cuerpo que baila, la hebra fina en manos de Francisca da trompos temblorosos en equilibrio perfecto, una piruette tras otra, luz de luna y niebla -lana de cordero en verso de Elizabeth Bishop- desenredada con clamor de ovillo en busca de una forma nueva que serpentea husos y madejas.
La hilandera de Belén, la Belén de Catamarca, es una de las tejedoras argentinas que se nombra cuando lo que se nombra husmea raíces de telares y arte de exportación. Divisa sigilosa de creatividad, Francisca Borja Domínguez dibujó en lienzo tramado herencia, talento y sabiduría. ¡Cómo no querer que la piel sienta un poncho creado con sus manos! Muchos años anónima -como lo siguen siendo las tejedoras de los pueblos que la patria esconde- Francisca es égloga y semblanza en la enmienda de los homenajes que muestran a una mujer con pelos largos blancos y un cuerpo en apariencia frágil, con perfil húmedo de arrugas reales y surcos con gestos vivos, posando con ofrendas, doblando sus ponchos o hilando fibra de vicuña (su especialidad), de oveja, de llama y de alpaca.
Lejos de la duplicación de escenas que los obituarios repiten, los ojos festejan unas fotos que @gabrielaleonardfotografia le hizo a Francisca en 2016. Colores tierra con arcoíris próximo muestran el anular derecho con tres alianzas (dos de color oro y una de color plata en el medio) que puntea un pentagrama en el aire. Enlazados en los otros dedos de Francisca, como si fueran las cuerdas flexibles de un instrumento afinado, los segmentos de hilo vislumbran la forma que la mirada atenta de la tejedora inventa. Las yemas de sus dedos (el mayor y el pulgar) se unen en un roce perfecto que enlaza por un rato la urgencia y la delicadeza invulnerable. Tradición y ensueño.
Francisca nació en el norte del valle semiárido y a los veintiún años se enamoró de un artesano del telar, Ramón Antonio Contreras. Tuvieron doce hijxs y un centenar de nietxs, bisnietxs y tataranietxs. Su casa sobre la ruta 40, mojón de pelusas coloridas, era el paso obligado en la ruta de las tejedoras. Ver su obra, verla a ella. En 2014 ganó el Premio Mayor de la Fiesta Nacional e Internacional del Poncho con uno de finísima vicuña tejido en telar criollo. Cuatro años después, el Fondo Nacional de las Artes premió su trayectoria. Ella vino a Buenos Aires y sus ponchos viajaron a ferias y se exhibieron en exposiciones nacionales e internacionales.
Francisca, que crió a sus hijxs hilando, aprendió a tejer desde niña porque su mamá le enseñó el oficio, un oficio colmado -cuando lo abarrotado no es sinónimo de hartazgo- de significación emocional y portador de dones ancestrales vinculados a la creación del tejido y a su confección, memoria e identidad de abuelas, madres y nietas hacedoras de una economía familiar sostenida por las mujeres de la casa. Tejen desde que se recuerdan y tejen para no olvidar, para mantener viva la cultura que aprendieron y por supuesto, para ganar dinero. Son parte de una hueste de mujeres de diferentes lugares de la Argentina que trabajan con inmemorial sabiduría solas en sus casas o reunidas con otras mujeres en cooperativas. Un telar en cada patio con perfume a anís y nueces. Tejen la ilusión confiada y el silencio. Son las dueñas del hilo de oxígeno, del hilo fantasma y de todos los hilos en el punto justo en que dejan de serlo.
Francisca fue una de esas mujeres y lo sigue siendo entre los troncos de un telar de algarrobo negro que una mujer acciona en busca de la secuencia que mejor pueda pegarse, como se pegan las yemas de los dedos, al amor sin pérdida, al amor constante.