La marcha hacia Plaza de Mayo tuvo sentido incluso después de la sanción de una norma correctiva en las dos cámaras. En solo una semana –de un miércoles a otro– la mayoría aplastante de la sociedad argentina logró una respuesta política del Congreso ante el fallo de la Corte Suprema que iba contra todo el derecho internacional de los derechos humanos. 

La veloz reacción parlamentaria bastaba por sí misma para justificar una celebración colectiva de la autoestima. Por la repulsa general, cuando se juntaron los primeros grupos camino a Plaza de Mayo la Cámara de Diputados ya había dado media sanción a una norma que excluye del dos por uno a los delincuentes de lesa humanidad. El Senado se apresuró a sesionar y concluyó en una votación unánime de 57 a cero. ¿Había que hacer la marcha igual? Un exorcismo no viene mal cuando los demonios andan sueltos y anidan en el propio Estado. La marcha fue convocada como un acto de protesta y reclamo. Convalidó las dos cosas –la protesta y el reclamo– y además indicó una multitudinaria señal hacia el futuro: con ciertas cosas no hay chiste.

La sentencia del miércoles 3 de mayo fue más que un simple tecnicismo acerca del cómputo de los días que los represores deben pasar en prisión. Plasmó la indiferencia del máximo tribunal ante lo que significa un crimen de lesa humanidad en la jurisprudencia mundial y en la historia argentina. 

Tras el fallo se envalentonaron los represores encerrados. Jueces convencidos de que el terrorismo de Estado fue una ficción ya estaban prontos a dejarlos en libertad. Y así pensaban seguir. Pero llegó el mandante y mandó a parar.

Mauricio Macri obtuvo los votos necesarios para ser Presidente. Sin embargo, no los suficientes como para convencer al 80 por ciento de los argentinos de que, como dijo él mismo, “hay que terminar con el curro de los derechos humanos”. 

El mandante, o sea el país con una población jaqueado por el aumento de tarifas, la recesión económica y el miedo a perder el empleo, quizás comprendió que interrumpir la revisión judicial del terrorismo de Estado no es solo un gesto hacia el pasado: entraña un riesgo para la vida cotidiana. 

El fallo de la Corte Suprema firmado por Carlos Rosenkrantz, Horacio Rosatti y Elena Highton atacaba la seguridad jurídica con su galimatías. De ahí en adelante cualquier conducta individual o colectiva tendría consecuencias penales y civiles imprevisibles. Cero certeza. Cero futuro. Cero justicia. 

La actitud frente a los crímenes de lesa humanidad no configura un mundo separado de la vida cotidiana. El derecho internacional de los derechos humanos establece las obligaciones que los Estados deben respetar cuando pasan a ser partes de los tratados internacionales. Es obligatorio para el Estado argentino en cualquiera de sus tres poderes no beneficiar a criminales de lesa humanidad que mataron, secuestraron torturaron o robaron bebés como parte de un plan sistemático. Y también es obligatorio, según la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, proteger los derechos humanos y realizarlos. Protegerlos “exige que los Estados impidan los abusos de los derechos humanos contra individuos y grupos”. Realizarlos significa, para el Alto Comisionado, que “los Estados deben adoptar medidas positivas para facilitar el disfrute de los derechos humanos básicos”. 

Violar el derecho internacional de los derechos humanos es un camino de ida. La Corte Suprema ya quiso desconectarse del sistema humanitario en su fallo sobre el Caso Fontevecchia el 15 de febrero último. La mayoría, que entonces también integró Ricardo Lorenzetti, votó contra el acatamiento de un veredicto de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre libertad de expresión. Juan Carlos Maqueda se expresó en disidencia. 

Si los tres poderes del Estado insisten en recorrer el camino de ida que sale del derecho internacional de los derechos humanos, no habrá vuelta atrás. La Argentina retrocedería un paso todos los días. Podrían caerse las condenas por delitos de lesa humanidad, los principios de razonabilidad en las tarifas, el derecho a trabajar que establece el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales o la garantía que asegura “el disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental”.

El Poder Ejecutivo no fue categórico en su condena del terrorismo de Estado. Demostró no entender cuál es el nivel irreversible de conciencia democrática de la Argentina. Ante esa postura la Corte Suprema pareció creer con su fallo del miércoles 3 que todo daba lo mismo. El escándalo fue tan grande que hasta el oficialismo debió sumarse al rechazo social. Estaba pagando un costo demasiado alto.

Todo no da lo mismo.
Por eso el Congreso se apuró.
Por eso hubo marcha.
Por eso el de ayer no fue, como el 3, un día de miércoles.

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