En el corazón de Nepal, sobre una de las laderas de la cordillera del Himalaya, se erige un palacio real. La construcción trepa entre las nubes y la vegetación y su elevado campanario señala el límite con el abismo, el hueco que aguarda al borde de un acantilado. Además de la imponente naturaleza y sus fuerzas exuberantes, el palacio atesora una historia de muerte y misterio. Fue cobijo de las pecaminosas escapadas de los reyes con sus concubinas, territorio de un erotismo impregnado en los murales y en las habitaciones secretas, baños de aguas perfumadas y ritos de amor prohibido. Srimati Rai (Gianni Gonsaves) fue su última residente, abandonada por su amante con un hijo recién nacido y el arrobo de la locura que la condujo al salto final hacia el vacío. El palacio fue cerrado, el fantasma de Srimati Rai apenas adormecido.
Narciso negro es una historia de arribos y regresos, inspirada en la novela de Rumer Godden y sus aventuras en el Oriente más lejano. Publicada en 1939, la epopeya de una orden de monjas anglicanas hacia el corazón de Mopu y sus secretos ardientes tuvo su virtuosa adaptación en 1947, en aquel despegar del cine inglés después de la guerra alimentado por la maestría visual de Michael Powell y la exquisita escritura de Emeric Pressburger. La miniserie de FX (que apareció en estos días en el catálogo de Star+) rinde homenaje a aquel exuberante artificio en la observación de la naturaleza pero ensaya una intensa reescritura del conflicto, que excede la disputa entre la razón y los sentidos, entre la ambición del Imperio Británico y la resistencia a su dominio. Escrita por Amanda Coe y dirigida por la danesa Charlotte Bruus Christensen, la nueva Narciso negro explora la misma materialidad de los deseos en su dimensión más oscura, sumergida en las regulaciones horarias y el dogma cristiano, desplazada por el orgullo de su efectiva custodia.
La hermana Clodagh (Gemma Arterton) es la líder designada por la Madre Superiora Dorothea (Diana Rigg en su último papel antes de su muerte en septiembre del año pasado) para la misión a Mopu. Residentes en Darjeeling, en la India británica, las monjas deberán trasladarse al palacio real cedido por el General que gobierna la región para fundar un colegio conventual, misión en la que una orden de monjes alemanes ha fracasado recientemente. El desafío no es solo contra la inclemencia del tiempo y la austeridad de la morada sino también contra la fe de los habitantes del lugar, que resiste frente al cristianismo. Pero Clodagh confía en su firme vocación y su entrega absoluta; la misión es una prueba para su propia convicción y también para el futuro de la orden de Santa Fe. De su reducida comitiva, integrada por las hermanas Brionny (Rosie Cavaliero), Philippa (Karen Bryson) y Blanche (Patsy Ferran), la joven hermana Ruth (la extraordinaria Aisling Franciosi) es la que ofrece el inquietante contrapunto a la severidad y el rigor de Clodagh, dotada de un destello de duda que se hace germen de un intenso despertar en las secretas profundidades del palacio real. ¿Es el fantasma de Srimati Rai el que regresa en la voz de Ruth, en las llamas de sus ojos entornados?
Son varios los obstáculos que encuentra la orden Santa Fe a su llegada al Himalaya. Primero, la presencia de un “hombre santo” en el camino, secreto orador de la comunidad para su protección y su buenaventura. Luego las hostiles condiciones climáticas, la falta de suministros y el deterioro edilicio, la resistencia de los lugareños, las convivencia con los dictámenes políticos del General gobernante. Pero hay algo más que asedia desde las profundidades, un aire espeso y viscoso que invade día a día el sentir de las monjas, sus humores controlados, su vocación de servicio. Un delegado de ese poder correoso e invisible es el señor Dean (Alessandro Nivola), un empleado del General destinado a la asistencia del convento, comulgante sui generis de ese poder ubicuo que encarna la naturaleza y sus extrañas fuerzas. Lo que comienza como una disputa por el diseño del templo y el trasfondo de la creencia con Clodagh cobra forma en una subterránea tensión sexual que subvierte día a día ese intento de disciplina y orden, un deseo que escapa a toda sublimación, que asoma desde esos muros silenciados con sus murmullos incesantes.
La versión de Powell y Pressburger, una de las cimas del arte de la dupla junto a Las zapatillas rojas (1948), se afirmaba en una atmósfera de colores intensos y ominosos que coqueteaba desde el melodrama con el horror. La lánguida silueta de Deborah Kerr desplazándose por los corredores del palacio ancestral, sometida a las voces fantasmales de su propio deseo reprimido, era un claro eco de los relatos góticos con algo de la subversión cínica de la posguerra que detectaba los apetitos sexuales bajo las vestiduras de una orden religiosa. La apropiación de Coe y Bruus Christensen elige otro recorrido, aquel que sitúa la historia de fantasmas apenas como un paraguas para descubrir el ascenso de aquello que debía permanecer escondido. El Himalaya no solo pone en tensión el racionalismo conquistador del colonialismo inglés, la hegemonía del orden cristiano y la fuerza del hombre sobre la naturaleza, sino la misma condición de las mujeres como pasivos objetos de deseo: son sus mismos cuerpos los que se descubren como sujetos de una iniciativa que les era negada.
“Desde que llegamos, lo único que pienso es en la belleza de las cosas. Es demasiado. El aire es demasiado claro. Se puede ver demasiado lejos. Es como si las montañas nos estuvieran mirando, y no Dios”. La belleza que asusta hasta la huida a la hermana Philippa no es cálida y armoniosa sino febril y devoradora. Un dios pagano situado en ese mundo esquivo a los mandatos de la religión, que asoma con su rostro de espléndida morbidez. El perfume que da título a la novela de Godden, y a las adaptaciones que le siguieron, condensa esa esencia ambigua de todo significado. Un aroma oscuro y embriagante, que viaja de la Europa mundana y adquiere su mortal efecto en los jardines salvajes donde se arrancan las flores. Clodagh asiste a la imperiosa emergencia de aquello que siempre creyó bajo control, mantenido a raya por los autoflagelos nocturnos, los ayunos esporádicos, los rezos matutinos. Ese aire tan claro que lo deja ver todo es lo que más asusta, el que ha corrido los velos de las prohibiciones y la firmeza de los límites. El que muestra ese infinito que la creencia solo podía haber imaginado.