Carlos Monzón y Emile Griffith protagonizaron hace exactamente 50 años en el Luna Park, la pelea más importante que haya tenido lugar en la Argentina. Nunca antes y nunca después, pasó por nuestro país un boxeador de la jerarquía de Griffith, ex campeón mundial de los welters y de los medianos. Fue el primer gran combate del santafesino en condición de campeón del mundo y la segunda defensa del título que el 7 de noviembre de 1970 le había ganado a Nino Benvenuti en Roma por nocaut en el 12º round y que había retenido derrotando al mismo Benvenuti por abandono en el 3º asalto, el 3 de abril de 1971 en Montecarlo. En medio de un estadio repleto y enfervorizado, Monzón ganó por nocaut técnico en el 14º y penúltimo round y tuvo su primera cita importante con la historia. Esa que aún hoy sigue señalándolo como el más grande boxeador argentino de todos los tiempos.
Fue un acontecimiento muy grande. Tan grande que Juan Carlos Lectoure, el matchmaker del Luna Park, debió dejar de lado su tradicional negativa a la televisación en directo de las peleas que se hacían en Corrientes y Bouchard y aceptar el pedido/orden que el presidente de la Nación, el general Alejandro Agustín Lanusse, le bajó desde la Casa Rosada para que todo el país pudiera ver la pelea en vivo a través de Canal 7. De hecho, fue el primer combate por un título mundial que se transmitió en vivo. Lectoure siempre creyó (y falleció pensando así) que la televisión era un enemigo suyo. Y que su mayor negocio era colgar en las boleterías el cartel de "no hay más localidades". Tan equivocado no estaba: hace 50 años, con una noche de Luna lleno, Tito pagaba las bolsas de los boxeadores, los gastos de apertura del estadio y encima, se quedaba con una buena ganancia. Si la gente se quedaba en su casa viendo la pelea por televisión, había menos para repartir.
Y aquella vez hubo mucho más para distribuir. Amparada por el prestigio de Griffith, la televisión de los Estados Unidos compró los derechos para la transmisión en vivo. Pero puso una condición: la pelea por el título debía comenzar antes de las 17.30 horas de Nueva York. Por esa razón, el campeón y su desafiante subieron al ring a las 18.20 de aquel sábado de hace medio siglo, un horario totalmente desusado para el boxeo. El estadio se abrió a las 14 en punto y desde las primeras horas de ese sábado, mucha gente, con y sin su entrada, daba vueltas por la zona. Los boletos se habían agotado en la semana y se percibía en al aire, la vibración de un hecho histórico que sólo dos protagonizarían y del que serían testigos 17 mil personas en las tribunas y millones detrás de los televisores.
Era otro boxeo y las bolsas que ambos cobraron (Monzón se llevó 120 mil dólares y Griffith, 25 mil) hoy las perciben boxeadores de segundo orden, sin la trayectoria de ambos. Monzón no era lo que terminó siendo después, no tenía el magnetismo de Nicolino Locche, ni el carisma de Ringo Bonavena y todavía se lo miraba con recelo. Como si tuviera exámenes por rendir. Griffith, en cambio, era respetado y hasta temido. A su 33 años, ya había sido campeón mundial de los welters y de los medianos y aunque empezaba a recorrer el tramo descendente de su carrera, estaba en condiciones de frenar el ascenso de Monzón.
Cuando Griffith trepó al ring del Luna con un elegante pantalón de terciopelo azul y una eminencia, Gil Clancy, en el rincón, una silbatina le perforó los oídos desde los cuatro costados. Cuando subió Monzón, con pantalón celeste y Amílcar Brusa por detrás, la ovación resultó ensordecedora. Quien esto escribe, de pie junto con su padrino en la tribuna popular que daba a la avenida Corrientes, sentía que a los 13 años tocaba la historia con la punta de sus dedos adolescentes. El corazón le galopaba en el pecho, y los ojos y los oídos no le alcanzaban para ver todo lo que había que ver y escuchar todo lo que tenía que escuchar.
Monzón hizo su pelea, la que le convenía a él y no, la que, a los gritos, le reclamaba la multitud. Le cedió la iniciativa a Griffith y lo trabajó de contragolpe, imponiendo su mayor alcance con la izquierda seca y recta en punta y la derecha martillando detrás. Fue un trámite cerrado y frío, sin grandes estallidos emocionales en el que Monzón fiel a su estilo, sin espectacularidad pero con terminante eficacia, fue demoliendo round a round a Griffith hasta que en el 14º (en aquel entonces las peleas por títulos mundiales iban a 15) y después de sacudirle el mentón con una derecha terrible, acorraló al estadounidense en un rincón y le tiró toda su artillería. Griffith se agachó y estuvo 30 segundos recibiendo golpes sin lanzar ni uno solo. Fue la señal que necesitaba el árbitro mexicano Ramón Berúmen para detener las acciones y decretar la victoria de Monzón por nocaut técnico. Monzón le había ganado a un grande a lo grande. Sin dejar dudas. El campeón empezaba a ser mirado como tal.
La multitud salió del estadio y se abalanzó sobre los canillitas que voceaban la séptima edición que los vespertinos de entonces, La Razón y Crónica, sacaron con las primeras fotos y comentarios del histórico combate, el más grande que se haya realizado alguna vez en la Argentina. Aquella tarde de sábado de hace 50 años fue el principio de muchas cosas buenas y malas que vinieron luego y que llevaron a Monzón a conocer la gloria y el drama por la misma vía. Pero esa es otra historia. Y el final ya todos lo conocen.