–¡Yo quiero entender, no creer! No debemos afirmar lo que no se logra demostrar. Quiero que Dios me tienda su mano, vuelva su rostro hacia mí… y me hable.
–Él… no habla…
–Clamo a Él en las tinieblas, y desde las tinieblas nadie contesta a mis clamores.
–Tal vez no haya nadie…
–Pero, entonces, la vida perdería todo su sentido. ¡Nadie puede vivir mirando a la muerte y sabiendo que camina hacia la nada!
–La mayor parte de los hombres no piensan ni en la muerte y ni en la nada…
Antonius Block había vuelto a Suecia después de estar diez años en las Cruzadas. Una misión en nombre de Dios, donde el éxito se medía con sangre. La Iglesia le concedía a los soldados la indulgencia a cualquier pecado si este servía a los intereses religiosos. El cristianismo avanzaba desde hacía siglos hacia Oriente Próximo y el norte de África con el Rosario en el brazo y la espada en la mano. Así lo determinaba la Guerra Santa.
Pero en su vuelta a casa, tras una década de servicio, Europa comienza a ser raleada por la peste negra, la pandemia más devastadora de la historia. La Edad Media se manifiesta oscura e inviable; despótica y trágica. Y muchos pueblos se convencen de que se trata de un castigo de Dios. Entonces deciden compensarlo con sacrificios. Los pestilentes se azotan a sí mismos, agudizando la agonía y apurando el final. Y, por si no alcanzara, mandan a la hoguera a mujeres acusadas de brujería o blasfemia. Antonious Block regresa a su castillo entre piras y cadáveres. El humano, como ser, pierde el centro de la existencia. Y se reconfigura todo su esquema de creencias e ideales.
Durante la más de hora y media que dura "El séptimo sello", Ingmar Bergam pone en el semblante de todos sus personajes la misma pregunta inquietante: ¿Cuál es el sentido de nuestras existencia cuando ya no hay nada en qué creer? La falta de respuesta atraviesa toda la película como una daga que se nos quedará clavada por siempre. Y eso se debe a que la duda es representada en un personaje a la vez omnipresente y ausente: Dios. El misterio sobre la moral y la trascendencia. Sobre ayer, hoy, y después de hoy. Antonious Block vuelve ganador de las Cruzadas, pero lleno de interrogantes acuciantes. Y el tiempo se vuelve arena. La ansiedad humana hace su jugada.
La imposibilidad de ver o certificar la existencia de Dios engrandece la figura de otro de los protagonistas centrales de la obra maestra de Bergman: la Muerte. Quien, por el contrario, aparece a cada rato. Y hasta da la cara. Se presenta con forma humana, vestida de pies a cabeza. Apenas se le ve el rostro, pálido pero severo. Habla con su boca tanto como con sus silencios. O con su simple mirada. Y su presencia se impone impostergable: ha llegado la hora.
Pero su antropomorfia, al mismo tiempo, es un recurso para dar lugar a cierta ilusión de paridad con ese humano al que se le agotó el tiempo. La Muerte se le presenta a Block cuando el caballero estaba ya a pocos kilómetros de su castillo, refrescándose en una playa pedregosa sobre el Mar Báltico. Y, pese a que advierte que no concede prórrogas, acepta el desafío humano. “Negras y blancas hay, como en el ajedrez, solo que la vida en juego está esta vez”, explicó alguna vez Pil Chalar en “Más allá del bien y del mal”, canción de Los Violadores inspirada tanto en el libro de Nietzsche como en la película del director sueco.
A pesar de que el desenlace es inevitable (en la película, en la vida) Antonious Block imagina una estrategia que le da esperanzas de triunfar. La Muerte, claro, es muy hábil. Aunque, al cabo de varios movimientos, no logra quitarle ni una sola pieza. Block comienza a manejar el tablero. Pero eso no parece conformarle. La partida transcurre en una determinada dimensión del espacio y el tiempo, mientras que la vida del caballero medieval discurre por otra, en una simultaneidad irreal pero verosímil. Y, en esa contemporaneidad ilusoria —o no tanto—, la película avanza al ritmo del ajedrez.
Block sella la derrota lejos del tablero, sin mover una sola ficha. La postal de "El séptimo sello" es la del caballero y la Muerte iniciando la partida con un elemento indispensable para la profundidad de la escena: el mar de fondo, oteando hasta el horizonte. Pero la que mejor explica y da sentido a todo lo que ocurre antes y después, acaso sea aquella en la que el caballero se confiesa en una iglesia. Cinco minutos en los que la narrativa se expondrá con su máxima visceralidad oral y gestual: la sangre aún tibia de las Cruzadas, una peste estragando a la humanidad, muchas preguntas, un encapuchado al otro lado de una reja y Dios presente… con su silencio
“Quiero confesarme y no sé qué decir… mi corazón está vacío”, comienza diciendo Antonious Block ante el desconocido confesor. “El vacío es como un espejo puesto delante de mi rostro. Y, al contemplarlo, siento un desprecio profundo de mi ser. Por mi indiferencia hacia los hombres y las cosas, me he alejado de la sociedad en la que viví: ahora habito un mundo de fantasmas, prisionero de fantasías sin sueños”. Block comienza a aflojarse. Entonces, arremete: “¿Por qué la cruel imposibilidad de alcanzar a Dios con nuestros sentidos? ¿Por qué se nos esconde en una oscura nebulosa de promesas que no hemos oído, y de milagros que no hemos visto?”.
El caballero no para de vomitar su angustia: “¿Qué va a ser de nosotros, los que queremos creer… y no podemos? ¿Por qué no logro matar a Dios en mí? ¿Por qué sigue habitando en mi ser? ¿Por qué me acompaña humilde y sufrido, a pesar de mis maldiciones que pretenden eliminarlo de mi corazón? ¿Por qué sigue siendo, a pesar de todo, una realidad que se burla de mí… y de la cual no me puedo liberar?”.
El confesor lo analiza, improvisa algunas respuestas escuetas y le pide detalles. Entonces Block le cuenta de la partida de ajedrez. “Es una prórroga que me da la oportunidad de hacer algo importante (…), una acción única, que me de la paz”. Y revela su estrategia invencible. Del otro lado de las rejas, un rostro se muestra por primera vez. El caballero queda cara a cara con la Muerte. El destino de la partida está sellado. Aunque, técnicamente, aún no terminó.
- Me has traicionado. Tratas de engañarme. Pero cuando nos enfrentemos de nuevo… yo encontraré una salida.
- Nos veremos pronto… seguiremos jugando…