“El mercado empresarial no toma mujeres. Los sindicatos que deberían defendernos no lo hacen, sino todo lo contrario, si nos buscamos un laburito por fuera hablan con la empresa para que no nos contraten. Tenemos un nivel de violencia zarpado desde lo empresarial y sindical. Conozco muchas compañeras que los propios dirigentes gremiales les han propuesto sexo o plata para conseguirle un embarque”, dice Lucía de Pascuale. Es buza profesional, la única en toda Latinoamérica que posee la mayor categoría de buceo, puede llegar a sumergirse hasta 300 metros de profundidad respirando mezcla artificial. Con mucho esfuerzo y después de 17 años de estudio, alcanzó esta calificación, sin embargo, hace más de un año que está desempleada. En todo el país hay 40 varones con su misma categoría y cobran mil dólares por día cada vez que realizan una labor.
Lucía intentó implementar diversas herramientas para conseguir un empleo, reunió a las 10 buzas que hay en todo el país para que la Asociación de Buzos Profesionales impulse la contratación de mujeres en las empresas, al menos un cupo, cuando en cada obra se emplean entre 10 y 30 personas “El gremio desestimó los artículos de género que presenté. Me atacó en el grupo de agremiados y también en una carta pública que envió a las empresas. A partir de ese momento no me llamaron más de ninguna empresa, me dejaron en la calle sin un mango”, cuenta.
Luego de ese episodio, Lucía se puso en contacto con trabajadoras del sector marítimo, fluvial y lacustre que se encontraban intentando acceder a un empleo. En cada una de las historias que escuchó se repetía el mismo patrón: todas hablaban de los abusos sexuales y acosos que sufrieron por parte de sus compañeros y la discriminación de las autoridades de los gremios. A esas situaciones le seguían la falta de acceso a la Justicia: “Ninguna de nosotras puede pagar un abogado estando desempleada. Hay una denuncia de una marinera que fue violada a bordo, nunca tuvo contención ni de Prefectura ni de su gremio, la violencia que vivimos es muy grande”.
Lucía nació en Jujuy, cuando cumplió 17 años se mudó a Buenos Aires, a los 18 ya era buza y se mudó al sur en busca de un empleo que no consiguió en la Ciudad. Durante 10 años trabajó en la pesca artesanal de mariscos que se realiza bajo la modalidad de buceo. Vivía en un campamento y dormía en una casilla rodante, era la única salida laboral que tenía, precarizada y sin ningún derecho laboral. “Sin ART, sin un seguro de vida, buceando con descompresión, algo que está prohibido por Prefectura porque no hay una cámara hiperbárica para respirar. Tuve accidentes de descompresión, donde me tuvieron que meter desmayada bajo el agua con el regulador en la boca para reavivarme, a varios compañeros les pasó y algunos perdieron la vida”, detalla.
La Asociación de Mujeres de la Actividad Marítima, Fluvial y Lacustre es un grupo que reúne a más de 60 de trabajadoras del mar de todo el país, Lucía es una de las impulsoras. Se organizó para elevar los reclamos de las trabajadoras y denunciar las múltiples formas de violencia que sufren. Muchas de ellas son jefas de hogar que hoy no pueden acceder a un trabajo formal por ser mujeres, a pesar de contar con una formación profesional.
Hace un año presentaron una nota al Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad exponiendo su situación, recién el 11 de agosto pasado recibieron una respuesta y reunión mediante se comprometieron a trabajar en sus demandas. Antes tocaron sin éxito las puertas del Ministerio de Trabajo, de la Defensoría del Pueblo y del INADI.
Años atrás, Lucía embarcó contratada por una empresa noruega, una de las pocas que realiza tareas de saturación donde lxs buzxs se sumergen a 300 metros de profundidad. Sin embargo, a pesar de estar capacitada para el puesto tampoco le permitieron realizar esa tarea.
“Fui ninguneada por compañeros y supervisores, me decían en la cara ‘a vos no te vamos a mandar a hacer esto porque sos mujer’. Estuve 10 años en la pesca, levanté más toneladas de mariscos que cualquiera de los buzos que estaban en ese barco, manejé lanchas, llegué a bucear ocho horas por día”, cuenta Lucía. Nada de eso parecía ser suficiente, al desprecio hacia su formación le siguió el acoso: “Todos te insinúan que quieren tener sexo y cuando expuse esta situación con el capitán me dijo ‘si yo hablo va a ser peor, no subimos más mujeres’”.
Ese es el modus operandi en alta mar: la amenaza de castigo como disciplinamiento para quienes se animan a denunciar y el pacto de silencio entre caballeros que los convierte en cómplices de las violencias.
Sindicalismo patriarcal
Gisela González es oficial de máquinas fluviales, en 2012, a sus 24 años, egresó de la Escuela Nacional Fluvial. Conoce cada uno de los sistemas a través de los cuales funciona un buque. Proveniente de una familia de muy bajos recursos, significó un gran sacrificio poder completar su formación. De lunes a viernes viajaba a la cinco de la mañana de Longchamps a Constitución para llegar a las 7 a la escuela con las monedas justas. A veces le sobraban unos pesos para comer, otras no y los sábados viajaba a la Bahía de Núñez, en Ciudad de Buenos Aires, para completar las prácticas de natación y remo.
La formación de Gisela no fue totalmente gratuita, debía pagar una cuota de $300 pesos, su mamá enfermera de profesión la ayudaba con lo que podía. Cuando estuvo lista para embarcar entró al mundo del gremio: “Nos dijeron que teníamos que afiliarnos, ponernos en una lista laboral y el gremio se encargaría de darnos los embarques. Después de esperar muchos meses conseguí un embarque en un buque pesquero”, cuenta.
Luego de ese primer viaje no volvió a conseguir otro trabajo y tuvo que abandonar el mar “como les pasa a muchas compañeras, desisten de su profesión y eligen otra carrera u otro trabajo, para mí fue muy difícil porque extrañaba todo lo que había estudiado, lloraba cuando sentía el olor del mar. Soñaba con el mar.”
Gisela junto fuerzas y volvió en 2019, renovó los cursos para navegar que se vencen cada cinco años, se anotó nuevamente en lista, y tuvo una reunión con el secretario general y el adjunto del Sindicato de Conductores Navales y le prometieron un empleo. Esperó varios meses y como seguía sin trabajo viajó a Mar del Plata en busca de un barco.
Ilusionada con la promesa de un empleo, Gisela rompió la alcancía de su hijo y juntó la poca plata que tenía en el bolsillo para comprarse un pasaje. “Cuando llegué el secretario de la seccional me dijo ‘tenés que ponerte en lista’, le expliqué que viajé porque me habían prometido un trabajo y que estaba pasando una necesidad económica pero no le importó. Estuve durmiendo 40 días en el puerto, comiendo de lo que me daban los marineros.”
En medio de esos días de angustia lejos de su familia y durmiendo a la intemperie, conoció a un grupo de marinerxs con lxs que empezó a patear los muelles para hacer changas, 12 horas por día con currículum en mano para conseguir un puesto. Una semana después logró embarcarse en un empleo temporario como primera oficial. Mientras tanto la seccional del Mar del Plata, que la había dejado en la calle, la hostigaba por buscar trabajo con lxs marinerxs. Gisela denunció esta situación ante el secretario general de Buenos Aires, y la situación empeoró.
Una mañana el secretario de la seccional de Mal del Plata la interceptó en la calle y comenzó a gritarle, Gisela tuvo pánico y cuando terminó su contrato temporario abandonó la costa, regresó a su casa y denunció el hostigamiento ante el INADI. Su situación económica empeoraba y su compañero tampoco contaba con un empleo formal. “Pedí mi libertad laboral y me la negaron. Cuando me llamaban de una empresa para embarcar al día siguiente me decían ‘el gremio nos dijo que no’. Todo esto me desencadenó estrés y anemia aguda y ni siquiera tenía obra social.”
El día que llegó al INADI Gisela denunció además otra situación que vivió en 2014 cuando tenía 25 años: “Era muy joven y nueva en el ámbito laboral, en ese momento no supe que hacer ni a donde denunciar. Me subí a un barco y el primer oficial de cubierta se metió en mi camarote e intentó violarme.
En mi mameluco siempre llevaba una navaja porque en la escuela me enseñaron que teníamos que tener una herramienta cortante por si nos enredamos los pies o necesitamos cortar algo de urgencia, nunca imaginé que la iba a usar para una situación así. Mientras el oficial me bajaba el cierre del mameluco saqué la navaja y le dije ‘si me tocas un pelo te abro la garganta hasta los huevos’. El tipo se puso blanco y se fue. Yo no podía respirar de los nervios”.
Al día siguiente Gisela relató la situación ante el jefe de máquina de la embarcación, cuando llegó a oídos del capitán él le dijo riendo “qué hacemos jefa”. Cuando se bajó del barco Gisela denunció el abuso ante el secretario general del gremio, la respuesta que recibió fue: “Gracias a Dios no pasó a mayores”. Gisela tenía miedo, estuvo un año sin poder navegar luego de ese episodio.
“Los gremios y las empresas no están capacitados en perspectiva de género para contener a las mujeres en estas situaciones. Se de otras compañeras que han vivido situaciones de abuso peores que la mía, amenazas, maltratos, no es solo violencia laboral, sino sexual, psicológica, no se respetan nuestros derechos y las convencen para que no denuncien, compran su silencio a cambio de un trabajo”, asegura Gisel.
Hoy a sus 33 años continúa profesionalizándose en el Astillero Río Santiago, cursando dos tecnicaturas: de control y automatización y otra de construcciones navales, en busca de un empleo efectivo.
El costo de ser mujer
Marina Saboularb atiende el llamado mientras respira el frío seco de Puerto Pirámides, un pueblo de menos de 500 habitantes ubicado en la Península de Valdez. Llegó haciendo dedo. Vive en Buenos Aires y viajó para visitar a sus compañeras de la agrupación, buzas cocineras y encargadas de cámaras que hacen turismo en los buques de Ushuaia.
Marina es fotógrafa y marinera, comenzó un proyecto personal donde registra a sus compañeras en alta mar. Nunca logró embarcarse como fotógrafa, cuenta que son puestos que solo les dan a los hombres. “A las mujeres la mandan a la cocina o a limpiar camarotes que es la categoría básica”.
Para llegar a ocupar puestos superiores les exigen acumular determinadas horas de navegación, algo muy difícil de conseguir cuando acceder a una embarcación es una odisea y dependen del gremio. Diez años después de recibirse Marina solo logró embarcar tres veces, mientras sus compañeros varones con los que cursó la carrera están todos empleados.
Ante la falta de acceso a un puesto, Marina se vio forzada a buscar embarque en bandera extranjera, lo que requiere mayor formación: “Tuve que estudiar un montón de idiomas y tener una segunda carrera. Los cursos que hacemos son avalados por la Organización Marítima Internacional (OMI).” Para embarcarse en aguas extranjeras, además necesita una libreta internacional que cuesta 500 dólares, vence cada cinco años y ya pasó los primeros tres años y medio sin embarcarse.
Al igual que todas sus compañeras, cuando se recibió debió entrar al circuito del gremio para conseguir un embarque. “Muchas empresas solo te emplean a través del gremio y todo muy entre comillas porque siempre toman hijos de, sobrinos de, nietos de. Es muy difícil hacerte un camino de otra manera. Y también lo que existe mucho en la jerga es que los compañeros te tienen que elegir. Es un ambiente muy machista, hay compañeras que me cuentan que tuvieron que encerrarse en un camarote para que no abusen de ellas”, relata.
La primera capitana
La señal de wifi en plena embarcación a 200 millas en mar argentino, cerca de aguas internacionales, dificulta la comunicación con la capitana Nancy Jaramillo. El clima no acompaña y el frío penetra los huesos. Nancy se toma un rato de sus horas de descanso para contar su historia, hace guardias de 12 horas y es la primera mujer capitana de pesca de Argentina.
De familia de bajos recursos, Nancy nació en Trelew y creció en una villa de Puerto Madryn, sin techo, lo único que tenían era un auto, donde vivieron durante un tiempo. Nancy reivindica su clase y recuerda los días en los que el único plato de comida que tenía era el que conseguía en el comedor del barrio. Su primer trabajo lo tuvo a los nueve años, vendía agujas e hilos en la calle. Después limpió casas, fue niñera, vendió carbón, dio clases particulares, trabajaba todo el día, pero la plata nunca le alcanzaba.
A los 17 tuvo su primer y único hijo, madre soltera, desesperada por conseguir un sustento económico se enteró de un curso para camarera de barco que brindaba Prefectura. Así comenzó su carrera para llegar al mar. Sin descanso trabajaba de mañana y estudiaba de tarde. Consiguió su libreta de embarque y en 1996, a sus 19 años comenzó su primera travesía a bordo como camarera en un ambiente muy hostil.
“Sufrí todo tipo de abusos e insultos, una noche mientras dormía un oficial entró a mi camarote, me tapó la boca, se me subió encima y me manoseó. Fue una situación espantosa, no tenía forma de defenderme. Al otro día me llamó el capitán para decirme ‘cómo una puta como yo podía ensuciar el buen nombre de un padre de familia’. El tipo se adelantó pensando que lo podía denunciar y le dijo al capitán que yo lo había provocado. Agaché la cabeza y no pude decir nada, se me caían las lágrimas, nadie iba a creer lo que había pasado realmente.”
Nancy juntó fuerzas y continuó formándose para ascender a marinera, no le fue fácil, dos años después llegaron también las primeras manifestaciones de discriminación, sus superiores le decían que no aceptaban mujeres, pero se plantó, insistió y logró rendir el examen para convertirse en marinera.
“Encima una negra cabeza”
Nancy comenzó a acumular horas de embarque y en 2003 se presentó en la Escuela de la Armada para acceder a la patente de patrón costero. Para navegar como oficial en grandes embarcaciones se exigen dos patentes, a Nancy querían otorgarle solo una que sirve para pequeñas lanchas, a pesar de que acumulaba muchos años de experiencia, mientras que a sus compañeros varones que tenían unos pocos meses navegando, ya les habían otorgado ambas patentes. Recién en 2007, cinco años después, cuando cambió el director de la escuela, fue aceptada.
Cuando creía que todo se había solucionado pusieron en duda sus 10 años de navegación, abrieron una investigación y le exigieron que consiga en menos de dos meses documentos de las autoridades marítimas de Prefectura que probaran sus años en el mar. La acusaban de haber alterado su libreta, sin pruebas ni fundamentos, algo que jamás le sucedería a un varón. En menos de dos meses Nancy reunió toda la documentación y se graduó como oficial de pesca. Continuó embarcada. Sin embargo, aun con título en mano, le daban los trabajos más básicos mientras sus compañeros accedían a los cargos de oficiales.
Continuó su carrera, alcanzó el título de oficial y en 2011 volvió a la escuela para convertirse en capitana. “En 2017 cuando estaba por recibirme de capitán mi profesor Martínez me contó que el director de la escuela, un militar muy machista, le dijo ‘no quiero como capitana a una mina y encima una negra cabeza”, recuerda Nancy textuales palabras.
Ella estaba sobre capacitada para su puesto, antes de llegar a ser capitana ya conocía todos los oficios que se desarrollan en una embarcación: fue bodeguera, bajaba a estivar en una embarcación con 34 grados bajo cero y hasta fue marinera de cubierta, un puesto que tiene los trabajos más pesados. “Cuando mi profesor Martínez, se enteró que no me querían dejar entrar dijo que iba a realizar una denuncia pública por discriminación, gracias a él pude ingresar”, cuenta.
Nancy recuerda que el día que salió en su primer viaje como capitana de una embarcación la mitad de la tripulación se bajó porque decían que iba a hundir el barco. “Todavía siguen pensando que porque somos minas no nos da el cerebro o no estamos capacitadas. Salí a mi primera marea, me fue muy bien y pesqué un montón”, cuenta.
No solo pusieron en duda su carrera, sino que además tuvo que soportar incontables situaciones de violencia y abuso sexual. “Cuando trabaja como cocinera un oficial venía a manosearme. Cuando todos estaban afuera trabajando, me tapaba la boca y la nariz. Un día no aguanté más, le dije al capitán y su respuesta fue ‘¿no lo estarás provocando?’. No se puede hacer nada, si digo algo te van a echar a vos’.
“Un compañero me dijo ‘a ver cuando te pones calzas y nos mostras el culo’, yo le respondí ‘que muestre el culo tu mujer’, me pegó una piña y me dejó los dos ojos negros. Otro me dejaba todo el trabajo a mí, un día le dije que haga sus tareas como correspondía y me tiró una caja encima, me caí de dos metros y me quebré las muñecas, cuando lo conté al capitán le terminaron dando la razón a él. Me dijeron que estaba bien que me haya pegado porque yo no le podía dar órdenes.”
Nancy reconoce que esas situaciones la marcaron y la llevaron a vivir con miedo y angustia. “Hasta que dije basta y empecé a contactar a compañeras porque nosotras hoy como mujeres trabajadoras del mar no tenemos nada ni nadie que nos ampare. Por estar en un barco para los hombres ya estamos provocando.” La primera vez que un compañero le pegó había tres hombres más, ninguno la defendió
“Me fui sola a mi camarote a lavarme la cara porque la tenía llena de sangre. Sufrí mucho desprecio, me daba vergüenza decir que era capitán de pesca porque para la sociedad marítima una mujer es una vergüenza. Una vez un hombre me dijo que yo era la puta que abandonó a su hijo para ir a chupar pijas a los barcos. Es muy doloroso, llegó un momento que era tanta la agresión que no entendía porque me atacaban tanto. No conseguía trabajo en ningún lado, nadie me quería embarcar porque era mina.”
Hoy nota algunos cambios: “Este último año con tanta movida del movimiento feminista están empezando a contratar mujeres de a poco y hay un proyecto de la senadora Nancy González que establece embarcar un 30 por ciento de mujeres en los barcos pesqueros. Están empezando a aceptarnos porque no les queda otra. Son muchas las mujeres con libreta que quieren subir a un barco, estoy segura que cada vez van a ser más y serán grandes, marineras, camareras, oficiales, pero si no nos abren las puertas nunca vamos a poder ganar nuestro espacio. Queremos igualdad de oportunidades.”