Las recientes elecciones Paso han dejado un desconcierto generalizado, ganadores y perdedores parecen verse igualmente sorprendidos por el resultado y se precipitan los análisis para intentar arrojar un poco de luz al fenómeno.
Es evidente que estas elecciones suceden en medio de una crisis que tiene múltiples dimensiones, la primera y de alcance global es sin dudas la pandemia y su tratamiento; una segunda cuestión, y también de alcance planetario, es la gran crisis civilizatoria que atraviesa la humanidad y se expresa con un resurgimiento de las derechas fascistas en todo el mundo que encuentran en el odio la fuerza de su expresión.
Luego es necesario considerar las particularidades de la crisis en el ámbito local. La pandemia llega a nuestro suelo cuando se estrenaba un gobierno conformado por un frente que tenía el mandato popular de revertir el profundo deterioro económico y social que dejaba el gobierno de derecha neoliberal. Sobre llovido mojado, a la tremenda crisis de deuda, desocupación y empobrecimiento que deja la gestión anterior se suma la temida pandemia.
Sin un manual para proceder en un fenómeno de tal magnitud, fue necesario adoptar medidas restrictivas para cuidar las vidas, pero de consecuencias durísimas para una parte muy numerosa de la población; la economía y la subjetividad de muchísimos compatriotas se vieron seriamente dañadas.
Esta fue una elección forzada del tipo “la bolsa o la vida”, muchos --me cuento entre ellos-- estamos convencidos de que estas medidas han salvado miles de vidas.
No obstante, haber salvado la vida no genera una deuda de gratitud; con la vida a salvo, el problema empieza a ser, para cada quien, dónde le aprieta el zapato. Todas las medidas que se tomaron para paliar los efectos de la crisis de la pandemia y de la que venía de arrastre no fueron suficientes para contener el descontento, y esto se expresó en las urnas.
Una pregunta crucial, es ¿por qué no se refleja en votos el haber conseguido una vacunación a los niveles de los principales países del mundo, haber generado planes de emergencia para sostener los sueldos y asistir a los más castigados?
¿Se trata de ingratitud? No es mi especialidad la economía ni la política, de modo que esta pregunta apunta a las condiciones subjetivas que generan unas respuestas que parecen olvidar los antecedentes que produjeron determinadas consecuencias.
Freud --sí, otra vez Freud, una referencia para mí ineludible a la hora de ordenar mi manera de ver el mundo-- cuenta una anécdota que le sucedió cuando años después de haber concluido el análisis de la fobia del pequeño Hans --o Juanito para aquellos que conocimos la historia en la vieja traducción española de López Ballestero--, el muchacho lo visita en su consulta siendo ya un veinteañero y le confiesa que al leer el relato del análisis de aquellos tormentosos años de su infancia, éste se le antoja ajeno, salvo por el neblinoso recuerdo de un viaje, todo ha caído en el olvido. El viejo maestro compara este hecho con la experiencia de quienes están habituados a la técnica analítica y en medio de la noche despiertan por un sueño, lo someten al análisis y por la mañana tanto sueño como análisis han sido olvidados.
Recordé hace poco que el viejo zorro de Viena puso en serie la tarea de analizar, junto a la de educar y gobernar, por ser tareas imposibles. Un aspecto de esta imposibilidad está ligado a que son tareas inacabables, pero bien valdría reflexionar un poco más sobre lo imposible.
Lo imposible es una categoría de la lógica modal, Lacan la define como “lo que no cesa de no escribirse”. Desde esta perspectiva, no se trata entonces de unas tareas inacabables por lo inconmensurable de su dimensión, sino que son inacabables por imposibles, porque poseen un carozo intramitable y heterogéneo a cualquier práctica discursiva.
¿Qué extrañas razones pueden llevar a un hombre o una mujer a querer ejercer una de estas tareas?
Es obvio que se trata de personas que tienen algún tipo de relación particular con ese imposible, y sin duda, no será la misma en el analista, el educador y el gobernante, sino las tres cosas serían una sola y esto no es así de ningún modo.
Las tres prácticas hacen lazo social y en ese sentido nadie se educa, se analiza o se gobierna solo. Pero es necesario, cuando la tarea ha sido fructífera, que se abandone, que se olvide, al analista, al educador y al gobernante.
Para ejercer las tareas imposibles hay que estar preparado para la ingratitud.
Pero como hemos dicho, no es lo mismo ser educador, analista o gobernante, están animados por distintos deseos. Tienen una posición distinta respecto de la ingratitud.
No es este el espacio para ubicar aquella posición que técnicamente conocemos como “deseo del analista”. Solo diré que así como Freud ubicó respecto de Juanito el olvido como saldo de una tarea fructífera, el analista espera caer al final de la cura.
Por su parte, el educador, quien pugna por hacer de su tarea imposible, una tarea necesaria, tiene la posibilidad imaginaria de renegar de la ingratitud del discípulo, renovándolo curso tras curso.
¿Pero qué del gobernante?
Claro está que éste no espera su caída, y al menos en el campo de la democracia sus pergaminos no se renuevan indefinidamente.
Todavía no me queda claro qué puede llevar a una persona a querer ser un gobernante, tal vez haya que estar un poco loco.
En la antigua Grecia era una carga pública; los conciudadanos lo elegían y este no podía negarse a hacer ese servicio a la polis; como si hoy te llamara un juez a atestiguar.
Hoy esa práctica quedó en desuso, y por el contrario, es un individuo el que les pide a sus conciudadanos que lo erijan gobernante. O sea que no se trata tanto de que otros hayan visto en alguien una capacidad particular para conducir un tramo limitado de gobernabilidad, donde se plasmen determinadas demandas populares. Sino que hay quien se arroga esa capacidad a sí mismo, ciertamente hay que estar imbuido de una cuota importante de investidura narcisista para dar ese paso trascendental que implica pasar a la arena política en calidad de dirigente.
Estas condiciones libidinales no favorecen la tolerancia a la ingratitud, por el contrario libera fuertes montos de agresividad.
Desde esta perspectiva es paradojal el destino del gobernante. Está movido por un deseo de trascendencia y perdurabilidad, pero el éxito de una tarea bien hecha solo lo condena a la ingratitud y al olvido.
Quien pretenda permanecer en los primeros lugares dirigenciales sostenido en los logros realizados, solo puede esperar respuestas que renieguen de la deuda de esos logros. Es necesario renovar cada vez la dimensión de promesa que anima el deseo comunitario, de algún modo podríamos pensar que nunca hay reelección, que siempre se elige por primera vez, aunque se trate del mismo proyecto y de la misma persona, si se comprende y se puede comunicar a cabalidad la dimensión renovada de un proyecto comunitario, sin esperar gratitud por lo ya actuado, es posible reencausar el deseo del pueblo, en un proyecto colectivo de progreso que nos proteja contra el propio deseo de autodestrucción. Aspiro a que podamos lograrlo mas pronto que tarde.
Osvaldo Rodriguez es profesor adjunto Psicoanálisis Freud I. Facultad de Psicología UBA.