“Son como gusanos. ¿Qué tipo de gusanos? Como gusanos, en todas partes. El chico es el que habla, me dice las palabras al oído. Yo soy la que pregunta. ¿Gusanos en el cuerpo?”. Las primeras palabras de Distancia de rescate, el libro de la escritora argentina Samanta Schweblin publicado en 2015, marcan el norte. Un norte posible. El título en inglés de la novela, Fever Dream, hace hincapié en esa particular instancia del sueño durante un brote febril, cuando la pesada vigilia del cuerpo a la defensiva se entrevera con imágenes, sonidos y sensaciones que ofrecen la percepción de pertenecer a otro universo. El título original, en tanto, refiere a un miedo muy humano, el de toda madre atenta a los peligros que acechan la seguridad de esa criatura surgida de su interior, midiendo a la distancia el tiempo disponible para salir al rescate. ¿Y los gusanos? No hay nada de literal en ellos (¿o sí?), pero la sensación de ser invadido por algo indescriptible requiere de metáforas que puedan paliar en la incertidumbre sombría. El diálogo interior (¿o acaso incluye un interlocutor externo?) es respetado casi al milímetro en la primera escena de la adaptación cinematográfica del texto, que acaba de presentarse en la Competencia Oficial del Festival de San Sebastián. Dirigida por la peruana Claudia Llosa, la realizadora de la multipremiada La teta asustada y Madeinusa, y protagonizada por la española María Valverde y la argentina Dolores Fonzi, Distancia de rescate tendrá su lanzamiento en todo el mundo en Netflix, el próximo miércoles 13 de octubre. Como la novela en la cual se basa, el film –cuyo guion fue escrito en tándem por Llosa y Schweblin– encuentra a la protagonista visitando un paraje agreste junto a su pequeña hija. En la pantalla, Amanda (Valverde) es una joven madre de origen español de vacaciones en la Argentina, a la espera de la inminente llegada de su marido. Durante esos días aparentemente plácidos de verano se produce el encuentro con Carola (Fonzi), madre a su vez de David, de quien todos dicen que es un chico raro. A tal punto que ni la propia Carola parece reconocerlo, consecuencia directa de un hecho del pasado, una enfermedad que pudo acabar con la vida del pequeño. Punta de un ovillo que incluye acontecimientos aparentemente triviales pero definitivamente extraños, que el relato recorre y desenreda a la manera de un rompecabezas. Apuesta de Netflix al cine autoral latinoamericano, la película descorre el velo de la(s) realidad(es) y construye una fábula misteriosa que, de a poco, se va tiñendo de tonos fantásticos, que rozan incluso la posibilidad del terror. Y los miedos, desde luego, los concretos y aquellos que sólo pueden advertirse de soslayo, como si fueran fantasmas intangibles.
“Me pregunto si podría ocurrirme lo mismo que a Carla. Yo siempre pienso en el peor de los casos. Ahora mismo estoy calculando cuánto tardaría en salir corriendo del coche y llegar hasta Nina si ella corriera de pronto hasta la pileta y se tirara. Lo llamo ‘distancia de rescate’”. La definición de Amanda se lee en la novela y se escucha en la banda de sonido de la película. Y aunque Carla ahora se llama Carola los miedos siguen siendo los mismos. “Fue una amiga peruana la que me pasó el libro, cuando recién se había publicado. Lo leí de corrido en una sentada y fue una de esas cosas de la vida que te atraviesan, de una manera muy emocional. Tuve la sensación inmediata de querer hablar con Samanta Schweblin, de conocerla, y proponerle adaptar la novela, algo que nunca había hecho en mis películas previas”. Desde Barcelona, Claudia Llosa inicia la conversación con el recuerdo de origen del proyecto, que finalmente fue rodado por completo en locaciones chilenas (la película es una coproducción peruano-chileno-hispano-estadounidense), aunque respetando la geografía argentina presente en la ficción original. Nacida en Lima en 1976, hija de madre artista y padre ingeniero, sobrina del cineasta Luis Llosa y del escritor Mario Vargas Llosa, Claudia vive desde hace dos décadas en España, desde donde pudo iniciar una carrera como directora de cine con Madeinusa (2006), película que recorrió los mil y un festivales, seguida de la aún más prestigiosa La teta asustada (2009), que coronó su carrera internacional con una nominación a los premios Oscar. En este último título ya estaban presentes ciertas cuestiones ligadas a la maternidad y a sus miedos más profundos y viscerales, territorio que volvería a recorrer con su primer largometraje en idioma inglés, Aloft (2014). “Ya había tocado muchos de los temas presentes en el libro, pero sentí que allí se trataban de una manera novedosa. La verdad, fue un flechazo, y creo que tardé más en escribir el email que le envié a Samanta que en escribir junto a ella el guion. Bueno, tal vez no fue tan así, pero lo cierto es que ella me respondió de inmediato y al poco tiempo nos juntamos por primera vez para conversar”.
Los planos muy cerrados de pies, manos y rostros marcan otro norte, el del misterio central de la película. ¿Dónde está realmente Amanda? ¿Quién la arrastra en medio del bosque? ¿Cuáles son esos detalles que el niño, David, le pide que recuerde, como si la vida fuera un viejo cassette de video que puede rebobinarse una y otra vez para volverse a ver? Amanda y Nina llegan a destino escuchando “Ain’t Got No, I Got Life”, de Nina Simone, himno que se repetirá cerca del final y sobre los títulos de cierre en distintas versiones, como un mantra. Luego de atravesar extensos campos de soja y cruzar varios puentes sobre el río, madre e hija comienzan a acomodarse en la casa de campo; en ese momento conocen a Carola, que abre la tranquera y camina trayendo agua potable. El agua corriente no ha de beberse, pero la de los baldes es ideal para hacer limonada. Más tarde un cigarrillo en el auto de Amanda y el primer, extenso flashback dentro del flashback general: el padrillo tomado en préstamo, el golpe de mala suerte, la visita a la casa verde donde ocurren hechos increíbles pero posibles, el comienzo de una nueva vida para David, su madre Carola y su padre Omar (breve papel de Germán Palacios). La naturaleza vive en los personajes, se mete en ellos. Los animales también forman parte del paisaje humano, y a partir de una simple posición y ángulo de cámara, Omar y el caballo semental se transforman fugazmente en un centauro. “Cuando comenzamos a adaptar el texto junto a Samanta decidimos sacarlo del espacio de la habitación, y buscar cierta movilidad que nos ayudara a trazar un recorrido. Luego estaba el reto de transformar el diálogo de la novela en una voz en off, que suele ser algo peligroso. Pero me parecía necesario en la historia para lograr esa idea de viaje confuso, de urgencia, esa cosa febril que tiene la novela; por otro lado, permitía dialogar desde otra temporalidad con los hechos que pueden verse en pantalla. Lograr una suerte de resonancia, de cajas chinas, para esas dos mujeres que se conocen y empiezan a compartir secretos e historias dentro de otras historias. En el cerebro lo visual funciona de una manera muy distinta a lo auditivo, tiene otro tempo, y pensar y trabajar todos esos aspectos fue una de las cosas más lindas de la escritura del guion, que básicamente hicimos a la distancia, charlando en videoconferencias, ella con su mate y yo con mi café, compartiendo un único archivo de texto colaborativo”.
De trayectorias distintas pero igualmente extensas, María Valverde (uno de sus primeros roles protagónicos fue en el año 2006 en Melissa P., bajo las órdenes del italiano Luca Guadagnino) y Dolores Fonzi, que debutó en un papel central en Caja negra (2002), de Luis Ortega, funcionan en la pantalla, al mismo tiempo, como contrapuntos y reflejos especulares. La dirección actoral debió necesariamente tomar recaudos para proteger ese delicado equilibrio entre opuestos complementarios, entre esa cosa casi simbiótica que, por otro lado, “tiene componentes energéticos muy diferentes. Lo que me convenció de María a la hora de interpretar a Amanda está ligado a que ella logra ofrecer algo que conjuga la delicadeza y el control. Algo poco común, porque el control suele venir acompañado de algo más poderoso y frontal, pero que en el cuerpo, en la piel de María, se traduce en otra cosa, más dócil y fluida, etérea. Era algo importante teniendo en cuenta todo lo que tenía que atravesar su personaje. Con Dolores ocurrió algo similar y siempre quise que fuera Carola. Es un torbellino, hay algo en ella muy luminoso y al mismo tiempo abismal. Las dos se colocaron en un lugar muy generoso durante el rodaje, la una con la otra, y fueron muy respetuosas de mis necesidades como realizadora. La química que se generó fue especial”.
El origen del temor, del terror, es invisible a los ojos. Pero está ahí, presente aunque no se lo vea. De pequeño David se enfermó y la señora de la casa verde le lavó las manos con jabón hasta dejarlas impolutas, escena que a la luz del último año y medio de pandemia cobra un nuevo e inusitado sentido. Los peligros acecharon a Carola en el pasado y comienzan a cambiar ahora la vida de Amanda, que no puede impedir que sus dedos se abalancen sobre la manija interior del auto cuando Nina se acerca demasiado a la pileta. A lo lejos, sin que nadie lo note, David observa los hechos, hasta que llega el momento de formar parte de ellos, antes de hablarle al oído a la protagonista. En el pueblo otros niños comparten la rareza de David, u otros tipos de rareza, aunque nadie parece sorprendido o preocupado. “Me fascina el pensamiento mágico, lo ancestral”, confiesa Llosa. “Hay algo que está presente en la novela, y fuimos muy cuidadosas a la hora de conservarlo, que son los horrores de la vida real. Todo está anclado en un espacio realista, pero en paralelo se abre otro, que es el de Amanda como proyección de Carola, de sus miedos. Es la pesadilla de una mujer febril, que permite la posibilidad de entrar en otros espacios que no niegan el primordial, que es el real. Nos propusimos jugar con el género y permitir que las interpretaciones se solapen, sin negar ninguna. Me fascina eso que Samanta pone en palabras, ligado a los terrores de la maternidad, ese difícil equilibrio entre darles libertad a los niños para que exploren, se equivoquen y encuentren su propia individualidad, para que se conviertan en individuos, y esa necesidad de estar cerca para protegerlos, para evitar una desgracia, para cuidarles. Es una angustia muy identificable, que casi puede tocarse. Luego está ese otro miedo menos usual, más complejo, que es el de no reconocer al hijo como propio, el extrañamiento de lo familiar. Algo que roza lo fantástico, pero que está en cosas muy sencillas. La idea era evocar esos lugares ambiguos desde lo cinematográfico, que esa amenaza invisible entrara de a poco en los poros de la película. Y en los del espectador”.