Juegos de amor y de guerra se erige como obra pionera en abordar uno de los acontecimientos más silenciados de la historia argentina y más caros –por su carga erótica y política–: el escándalo de los cadetes del Colegio Militar en 1942. Y el mérito es que lo hace de forma tangencial para hablar de un tema mayor: el odio y el desprecio de clases como identidad de la política y de la sociedad local y la hipocresía de las clases dominantes más conservadoras.
La por momentos brillante dramaturgia de Gonzalo Demaría rescata algunos de los hechos reales que han logrado ser documentados e inserta otros que forman parte del mito y de la tradición del relato en torno al sonado escandalete que en su momento puso en tela de juicio la tan mentada virilidad de los militares.
Así se nos relata como jóvenes cadetes eran seducidos y reclutados en la zona del Puerto (sobre todo la adyacente a las calles Independencia y Paseo Colón) por una modelo cuyo nombre de guerra era Sonia y que era la carnada para posibilitar que las bellezas uniformadas fueran conducidas al departamento de Barrio Norte donde eran esperados ansiosamente por otros hombres con los que se les ofrecía tener sexo. En Junín 1381 según cuentan las crónicas y los archivos periodísticos y policiales se sucedían las orgías que, al decir de María Moreno “mezclaban el color rosa con el que popularmente se asocia a la cultura gay con el verde oliva con el que se asocia popularmente la disciplina militar”. Por supuesto ocupan un lugar en la obra las fotografías de los cadetes en poses sensuales o en actos voluptuosos vestidos solamente con la gorra del Ejército, el cinturón u otra prenda asociada al poder castrense. Esas imágenes tomadas seguramente en momentos de fuego y pasión fueron luego catastróficas a la hora de ser utilizadas como pruebas en el juicio. Aparece como personaje Celeste Imperio (muy buena performance de Sebastián Holtz), que en el expediente policial verídico lejos del paradigma del género autopercibido es nombrada como alias de un imputado ruso.
Sin embargo todos los elementos aparecen de manera marginal: a partir de la lectura del expediente por parte del capitán (Luciano Castro) o de sutiles escenas que se suceden a los laterales o en las sombras del escenario. El centro parte de un hecho real: el suicidio de uno de los cadetes intervinientes en las fiestas negras que provenía de una familia tradicional. Interpretado sensualmente por Santiago Magariños se convierte en el chivo expiatorio de la tragedia argentina. Su muerte no es explicada a partir del escándalo de su homosexualidad o de su participación (que al menos fue de “activo” en las orgías y siempre acompañado por la trans según revelan las fotos) en la festichola sino como vergüenza de otras hipocresías de su clase social de pertenencia.
Andrea Bonelli, la Madre, se erige en malvada protagonista, en el monstruo absoluto casi sin matices que encarna todas las perversiones de la clase ligada al comercio agroexportador y a la forma de dominación oligárquica. Logra una buena química de desprecio y de deseo mutuos con el Capitán a quien denigra por ser hijo de un inmigrante y a quien no puede evitar someterse sexualmente (la fascinación y la repulsión de las clases hegemónicas hacia los advenedizos y hacia los cabecitas negras que tan bien supo explorar Manuel Puig en Boquitas pintadas). De esa unión entre el poder militar que se siente heredero de San Martín y la última reserva de la Nación y que se siente asqueado al verse manchado por la sombra de la homosexualidad (no puede soslayarse que el escándalo fue aludido como una de las causas del golpe de Estado de 1943 que derrocó a Castillo) y de esa oligarquía que se encuentra cada vez más aislada encontramos las raíces de todos los odios –de clase, de etnia, de sexualidad– que desde el siglo XIX hasta la actualidad se resignifican y cobran nuevas formas y producen nuevos monstruos.
Juegos de amor y de guerra de Gonzalo Demaría. Dirección: Oscar Barney Finn. Sábados a las 22.30, Centro Cultural de la Cooperación. Corrientes 1543.