Los días transcurrían casi siempre sin novedad. Las pantallas de televisión reproducían las estadísticas, iguales a sí mismas, con ligeras variantes o con saltos espectaculares que marcaban diferencias entre provincias o entre países.
Las órbitas nacionales e internacionales habían inaugurado una narrativa cruel, contando la cantidad de contagiados y de fallecidos: la pandemia exhibía su ferocidad y la vida doméstica se interrumpía por la visión de números agitados permanentemente en las pantallas, aunque no hubiera interés en mirarlos. Las cifras irrumpían en la cotidianidad de manera persecutoria, más allá de la elección personal o la selección de un programa. Aun los más frívolos interrumpían sus transmisiones para infiltrar una nueva estadística que informaba la aparición de más muertos en una misma región.
Los epidemiólogos extranjeros exponían sus experiencias (que no resultaban tranquilizadoras) y los locales se daban a conocer presentando las prácticas recogidas en sus lugares de trabajo.
Los expertos describían la relación de otras enfermedades con los contagiados de covid y aportaban novedosas estadísticas: más números que se sumaban a los clásicos de la pandemia.
La vida familiar se vio alterada por la falta de trabajo; por los niños y niñas en la casa, alejados de las escuelas; por las parejas que permanecían juntas todo el día, carentes de las pausas que aportan las ausencias por las horas laborales. Todos debieron acomodarse a una convivencia inesperada y de difícil digestión.
Con los aportes llegados del exterior (TV y periodistas que reiteraban las informaciones sin difundir novedades que pudiesen interesar), el clima doméstico se enrareció. Tensión, malhumor, sobresalto si las estadísticas mostraban un virus demasiado cercano, miedo, a veces terror, alerta ante cualquier estornudo y pavor si un catarro o una gripe golpeaban la vivienda familiar.
De pronto, el cielo comenzó a aclararse. Las presentaciones televisivas dejaron de escupir números fatales para retroceder a sus programaciones habituales. Fue horrible la época de la crisis pandémica, tanto por lo que sucedía como por los recuentos que diariamente amenazaban con ahogar a los habitantes de la casa con su rugido de cifras imparables. Algunos técnicos afirman que esto fue necesario para que la gente se enterase de lo que sucedía, pero me pregunto si se logró que hubiera personas más informadas.
Un buen día, esos números no nos acompañaron más con el énfasis inicial y la vida comenzó a cambiar en todo lo que relacionado con la pandemia.
Las personas se liberaron de las ataduras que las habían maniatado en distintas áreas de sus vidas y comenzaron a visitar los parques y a recorrer las calles sin barbijo, como si la pandemia hubiese quedado atrás y en el olvido, porque sintieron renacer la alegría que se había apolillado.
Pero, ¿es posible que se sienta un renacer de la vida --la variante Delta del virus aún está entre nosotros--, como si no quedase memoria de quienes fuimos entonces, cuando la covid nos amenazaba?
Los psicólogos, sociólogos, politólogos y psiquiatras consultados dividen sus opiniones. Hay quienes afirman que seremos mejores después de atravesar la experiencia de la pandemia. Otros sostienen que seremos iguales, pero tendremos mayor conciencia de nosotros mismos. Muchos aseguran que habremos aprendido más acerca de quiénes somos. Lo que queda en el aire es preguntarse si podemos transitar tan fácilmente desde los días de pesadilla con tantos muertos a nuestro alrededor y renacer fácilmente a la alegría, o si la sombra de tanta pérdida y el recuerdo de tanto dolor no dejarán huella en el ánimo cotidiano, como cuando se regresa de una guerra.
No sería válido amargar los días del renacimiento, pero las preguntas no son tan solo capital de los filósofos. Tal vez nos quede una serie de ellas, si se trata de pensar en el pasaje desde una lucha cotidiana hasta el regocijo de los días claros, no ensombrecidos por estadísticas oscuras. Pensar en el tiempo que se tardó en encontrar las vacunas y en las poblaciones que aún no cuentan con ellas; en los contagiados que se fueron de la mano del no-retorno sin poder despedirse de sus amores; pensar en las soledades inauguradas por la pandemia...
La postpandemia nos encontrará mejores, iguales o peores, y quizás nos halle dispuestos a renacer con alegría, como quería Schiller en los versos que Beethoven inmortalizó con su coro del final de la Novena Sinfonía:
¡Oh amigos, dejemos esos tonos! ¡Entonemos cantos más agradables y llenos de alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!