“Crecí en modo mapuche, soy una cantora mapuche”, así se presenta Carina Carriqueo, la piel oscura, las manos finas, la mirada atenta. Usa aros y collar de plata, orfebrería que es mensaje y símbolo de su cultura: los aros o “chahuay” son de forma trapezoidal “por la cadera de la mujer”. El collar “es un trailonco”, dice por el ornamento que se utiliza como vincha y dibuja en su frente el lugar donde se posa el colgante. Habla despacio, podría decirse que entona las palabra con la cadencia de quien escucha su propia voz. En la historia de los pueblos originarios hay "pobreza y discriminación" pero también "orgullo, dignidad" y la certeza de saber "quien es uno", desde donde construye esa "huella para los que vienen" y para "que nos conozcan mejor", afirma.
Carina Carriqueo nació en Bariloche. Los Carriqueo eran parte de las familias “que andaban con Sayhueque”, cacique de “el país de las manzanas” --como se conocía a la zona neuquina--, quien se entregó en 1885 en el hecho que marca el final de la “mal llamada Campaña del desierto” define. “Los Carriqueo venimos cultruneros y cantores” cuenta. Ella aprendió de sus abuelas recetas ancestrales y las formas de cantar en lengua. “En mapudungum”, puntualiza. También aprendió el secreto de las hierbas, a montar a caballo, a recorrer los cerros. Así transitó el reconocimiento de su identidad mapuche que hoy le permite difundir esa forma de vida en presentaciones donde combina música y relatos. En festivales musicales, en colegios, bibliotecas, universidades.
“Compongo y vivo investigando sobre nuestra música, soy de andar a caballo en la cordillera visitando a mi gente. Y participo de las rogativas, las ceremonias ancestrales, sobre todo en Los Toldos”, cuenta, en la entrevista con Página/12. Vive en General Pinto, provincia de Buenos Aires. De paso por la ciudad de Buenos Aires, para el cierre de una serie de conferencias sobre cultura mapuche, que en forma virtual convocó en doce reuniones a 1500 personas desde la plataforma de la Biblioteca Nacional, abre su abanico de relatos y entrega, entre leyendas y recuerdos de infancias difíciles, una singular percepción sobre los pueblos originarios en la actualidad.
“La palabra mapuche abarca un pensamiento y una forma de ver la vida que sirve para entender quiénes somos”, explica. “Lo que trasciende a la historia y al tiempo” la convoca. “El sentido del ser, como parte de la naturaleza, en un tiempo circular y no lineal como el occidental, nos orienta”, afirma. Su propuesta invita al conocimiento, desde la transmisión oral. Y su propia historia estructura el relato.
Carina Carriqueo canta y cuenta sobre lo que sabe, lo que conoce, lo que hace: “Fui siempre curiosa, aprendí platería, soguería, a tejer. Mi mamá hila y hace telar, y aprendí a hilar en uso, porque cuando les hablo a los chicos de hilar, no puedo contar algo que solo vi. Distinto es cuando uno se sienta y lo hace, y dice: ¡miércoles que lleva tiempo el telar! ¡Y el trabajo de hilar, es enorme!” exclama.
Su mayor vocación es el canto. “El ülkantun es el canto en lengua acompañado de un instrumento, en mi caso el cultrún” explica. “Pero esto de cantar y tenerme sola como protagonista en el escenario es una responsabilidad”, comparte. Su familia es cantora “y cultrunera”, describe, aludiendo al uso del cultrún, el instrumento ritual de su pueblo. “Esto me vino de ahí, de la estirpe, del espíritu que no se pierde”, afirma. “Las abuelas me piden que no se olvide nuestra historia y nuestra lengua. Los viejos van muriendo, vamos quedando los de mediana edad y me asusta un poco esa responsabilidad --reconoce--. Para que esto no se olvide se necesita compartir, cosa que hago con el público, y con quienes quieran aprender”.
Ser cantora
“Soy cantora mapuche porque son las raíces más fuertes que tengo, vengo de familia mapuche tehuelche, por parte de padre y de madre --explica--. En casa la abuela hablaba mapuche. Yo la escuchaba, pero en esa época hablar estaba prohibidísimo, la infancia se vivía con vergüenza, nadie quería ser indio. Mi papá y mis tíos entendían, pero en la escuela eran muy maltratados, era castigado hablar en lengua, más la portación de cara, ya era mucho”, recuerda.
Trae el pasado al presente y cuenta: “Mi mayor afinidad fue con mi abuela materna, Ana Quillaqueo. Su apellido significa ‘tres senderos’. Todo apellido mapuche tiene significado en la naturaleza”. Carriqueo significa “senderos verdosos”. Eso les cuenta a los estudiantes cuando hace una presentación. Su síntesis entre pasado y presente sigue una línea de continuidad tras la búsqueda de "la huella que se quiere dejar, para los que vienen”. Y a cada paso, en su relato, las anécdotas ilustran sobre la subsistencia espiritual y material.
Las primeras fotos que tuvo para promocionar su espectáculo las consiguió por canje: “Había un fotógrafo de quinceañeras en el pueblo, y le dije: mira, yo no tengo un mango, pero hago excelentes tortas fritas”, recuerda y se ríe. “Gracias a eso comenzamos a hacer los videos con fotografías” . Así empezó su camino de cantora y “cultrunera”.
--¿Cuándo comenzó a revalorizar culturalmente el saber familiar?
--Se crece en modo mapuche, con medicina mapuche, valorando el canto, el tahil, que es un tarareo, un sonido que imita a la naturaleza. Y la misma porfía me llevó a transitar esta recuperación, porque en mis presentaciones me preguntaban: ¿por qué no canta otra cosa? Me pedían ‘algo que se entienda’ --se ríe--. Creo que al público hay que esperarlo, y el encuentro se produce. Por eso canto un tahil que me sale del alma y llega, es un canto que no espera ser un hit, es un canto de la naturaleza. Para cantar en castellano tengo que leer la letra, en mapudungum cierro los ojos y me sale.
--¿Cómo aprendió la lengua mapuche?
--Escuchando. Visitando abuelas, abuelos, familiares, saliendo con mochila y una botella con agua, recorriendo. Mi abuela materna vivió siempre en Chubut, en su ranchito con piso de tierra, cerca de El Hoyo, en la comunidad Pulgar Huentuquidel. Los Carriqueo eran de las familias que andaban con Sayhueque, después vino la conquista, las matanzas, el desparramo de las familias, y fueron a parar a tierras que no son fértiles. Eso lleva a tener que rehacernos, a contar nuestra historia, a ser fuertes para seguir.
--¿Cómo decidió llevar estos saberes a un escenario?
--Surgió naturalmente como algo para compartir, y empezó a juntarse gente para escuchar. Yo cantaba y entre el murmullo se iba haciendo un silencio, y el canto, que no tiene un estribillo, no es tradicional, me permite cambiar la letra por lo que siento, y se fue dando. En los años que llevo haciendo esto el público me ha regalado su respeto, en las escuelas con los chicos, en las universidades. Tengo mucho para agradecer.
--¿Y cuándo empezó a cantar, cómo fue el inicio?
--¿Solita con mi cultruncito? En un jardín de infantes. Porque antes, el 12 de octubre era la única fecha donde existíamos ‘los indios’ y nos invitaban. Así empecé, cuando me vi con esa libertad. Pero mi comienzo es en el quinteto vocal Chacayal y fue Jorge Sánchez quien me animó. Empecé con el thail, el canto sagrado que es a capella, después sumé el ülkantun, que se acompaña con un instrumento.
--¿Cómo toman los alumnos en las escuelas su presentación?
--Empiezo siempre en mapudungun y traduzco. Es muy emotivo porque cuando los chicos lo escuchan por primera vez hay risitas y es común que las docentes se pongan nerviosas. Yo les digo que los dejen, porque cuando empiezan a oír el canto, entienden. Y cuando escuchan las historias, las leyendas y todo lo que tenemos para ofrecer; esos niños que hasta entonces eran discriminados y que en ese momento discriminan también; prestan atención, y solos, entiende del respeto, y se empiezan a preguntan por sus raíces.
--¿Eso es parte de su motivación al cantar?
--Una vez una nena de una escuela rural, cuando me iba, se levanta del pasto donde estaba jugando y me dice: ¡Ey señora! Yo pensé que me había olvidado algo, la miro y me dice: ‘¡Gracias por decirnos quienes somos!’ Esos son los aplausos que busco. Esa riqueza surge en los encuentros donde se escucha con el corazón. Hacer que cada uno tome conciencia, busque sus raíces y quizá alguno pueda entender qué hace aquí, para qué está, y avanzar, para poder dejar una huella para los que vienen.
Cantar la propia historia
“Cuando era chica no tuve referentes, estuve muy sola en el campo y viví situaciones de discriminación todo el tiempo” recuerda. “Pero no me rendí, seguí adelante con mis ganas de cantar. Por eso trabajo con los niños, para ser esa mano tendida que yo no tuve. Es el trabajo que hago, de rescate histórico y cultural de mi pueblo” sostiene.
--¿En eso consisten sus talleres, como el que dio en la Biblioteca Nacional?
--Fue muy particular porque la Biblioteca Nacional respetó la oralidad de los pueblos originarios. Cuando de chica visitaba a las abuelas no había grabador, ni papel, era escuchar y aprender, de las pocas palabras y del silencio, mientras chirriaba la grasa de las tortas fritas. Ese silencio era esperanza, a la luz de una vela, porque no había luz. Me formé así, oralmente. La Biblioteca lo entendió y la devolución fue maravillosa, más de mil inscriptos de todo el país en las conferencias sobre cosmovisión, arte, nuestros símbolos, el canto, también los inconvenientes, la discriminación, la historia.
--La conciencia de uno mismo se presenta como central en esta cultura...
--Sí, por lo circular, y porque entender el pasado permite caminar con seguridad hacia el futuro, ver hacia dónde vamos. No podemos reparar lo que pasó. No podemos reparar el sufrimiento, las matanzas, el maltrato, la discriminación. Pero puedo cambiar esa historia, no repetirla. Lograr que mis hermanos puedan crecer a mi par, llevar esto a través del canto, mantener viva la llama. Lo circular está hasta en la joyería mapuche que lleva la mujer, siempre está presente.
--¿Cómo ve la posición que asume la sociedad no mapuche en relación al proceso de autoreconocimiento del pueblo mapuche?
--Hay un cambio positivo, desde que yo era chica. Ser indio pasó de ser una vergüenza a un orgullo. Cambió el ser ‘indio’ por ‘ser gente de la tierra’ que quiere decir ser parte de la tierra. Pero no quiere decir que estamos regio. Falta muchísimo y se avanza lento. Lo más complejo es el tema de las tierras. Vivir en un territorio y no tener papeles, ver que nuestros abuelos van muriendo, los jóvenes se van a otro lado, y la tierra pasa a manos del que venga, duele. Los que vivieron siempre en su territorio están esperando esos papeles. Hay un reconocimiento de las comunidades, el relevamiento se está haciendo --por la Ley 26.160--, pero falta.
--¿Cree que en general la sociedad está más receptiva?
--Hay más aceptación, sí, pero ojo, aquel para el que seguimos siendo 'los indio brutos', no va a cambiar. Hay cabezas que no van a cambiar. Y uno no hace para ellos, pero a veces ven algo, me ha pasado en recitales que alguien se emociona por algo que escucha, y cambia algo. También me han visto con la vestimenta típica y me han dicho: ‘pensé que estaban todos muertos’. O ‘pensé que los habíamos matado a todos’. Aquella vez me di cuenta de que era inútil discutir. Es mejor hablar con quien quiera escuchar.
--Usted habla de “intento de exterminio”...
--Hoy se ve así, y esto comenzó con la apertura democrática. Ya con la creación de nuestra bandera, por parte de las comunidades. Su color negro es la tierra, el azul por el agua y el cielo, el rojo por el fuego y también recuerda a los que cayeron, a la sangre derramada de nuestros hermanos en la mal llamada Campaña del desierto. Además, tiene al sol, el antu. Mi trabajo apunta a mostrar la historia y al diálogo. Siempre y cuando nos den oportunidad de expresarnos, nos van a conocer mejor.
--Con los reclamos por las tierras se produce las mayores fricciones...
.-Con los cortes de rutas, sí, pero son nuestros hermanos y están luchando también por cuidar nuestro ecosistema. Temas vinculados a petróleo, contaminación, megaminería. A veces se desconoce esta parte, la cultural, que explica el porqué de todo: de la bandera, de salir a las rutas, de seguir peleando. En mi caso, la lucha y mi único arma, es el canto y la palabra. Desde este lugar hago y en la medida en que nos conozcan, puede venir el cambio. Yo no soy de salir con la bandera, pero yo soy la lucha, soy la causa y soy la razón de estar ahí, frente al público, cantando.
Las mujeres del pueblo mapuche
"Las abuelas son luchadoras, mi abuela se crio cerca del río y el río le llevó dos veces la casa, cerca de El Bolsón --recuerda Carina Carriqueo--. Todas sus amigas, sus vecinas son como ella: solas y con hijos. Una es carpintera, otra arregla cosas, entre ellas no necesitan hombres. Y no tienen miedo, a pesar de que hay noches donde alguno viene, y a los tiros grita: ‘váyanse indios de mierda!’. Vivieron tanto, pasaron tanto que nada las voltea, son fuertes. Yo si tengo miedo cuando voy a esos lugares sin luz, sin nada y escuchas que hay amenazas y tiros. Porque una cosa es hablar de las mujeres y otra estar ahí, sola en la montaña a la noche, y la amenaza del mismo hombre que hace lo posible para que nos vayamos de ahí. Por eso digo que la lucha, somos nosotras”.
Las rogativas
Según la época del año, el pueblo mapuche realiza ceremonias “para celebrar las etapas de crecimiento en armonía con la naturaleza”, explica Carina Carriqueo. En Los Toldos, donde hay una “gran concientización del pueblo mapuche” por ser el lugar donde viven los descendientes del cacique Coliqueo, se hace “el nguillatún”, rogativa de la que ella participa. “Se plantan las banderas, se prende un fuego y se gira a su alrededor, en sentido contrario a las agujas del reloj”, describe. “A la salida del sol se le agradece a la tierra, se le pide por la salud o por lo que queramos, se conecta uno mismo con la tierra. No hay un pastor, no hay una imagen que adorar. Uno va para conectarse con uno, agradecer lo vivido, aceptar lo que paso y tener la fuerza para seguir, no solo para uno, para todos”.