Construida sobre el ineludible molde de la realidad, la segunda película como director del actor Daniel Hendler, El candidato, cuenta la historia detrás de la construcción de un candidato político. Pero no de uno surgido de las entrañas de la política misma, de sus aparatos generadores de cuadros, sino de otra especie, una muy de moda en estos tiempos: la del extraño, el hombre que llega desde afuera, no sólo libre de los vicios de la política tradicional (la vieja política), sino bien dispuesto a despegarse de ella, a renegar incluso de sus aristas ideológicas formales en pos de generar el espejismo de una alternativa de apariencia novedosa. Pero ese es apenas el disparador de una historia que recorrida sotto voce (aunque no tanto) por otros relatos que la van complejizando en lo narrativo, pero que también enriquecen su imaginario cinematográfico. Porque si bien El candidato empieza como una comedia ácida y lacónica en torno del protagonista y la red de criaturas que lo rodean, de a poco se va convirtiendo en una tensa intriga política que nunca se resigna a perder la gracia.
No sorprende que Hendler maneje con soltura los hilos que mueven ese tipo de comedia a cara de perro. Ya había mostrado algo de eso, pero en una versión más amable, en su opera prima Norberto apenas tarde. Pero se trata además del género en el que él mismo se ha hecho famoso como actor, desde que en una famosa publicidad de principios de la década de 1990 le diera vida a Walter, un chico criogenizado en los 80 como parte de un experimento. La gracia de aquel spot residía en el hecho de que Walter se despertaba en los primeros años del menemismo y no entendía qué era lo que estaba pasando, por qué en tan pocos años las cosas habían cambiado tanto. La campaña pertenecía a una de las compañías telefónicas recién privatizadas que promocionaba, tempranamente, los beneficios de un cambio que hoy no sólo es el motor del protagonista de su película, sino de aquellos políticos en los que Hendler se ha inspirado para crearlo.
Más sorpresivo resulta su buen manejo de la trama de intriga que, aunque es cierto que se va tejiendo a partir de los códigos y recursos de la farsa, no carece de tensión y se sostiene de forma verosímil hasta el final de la película. Martín Marchand es hijo de un empresario famoso, nene bien que ya pasó hace rato la barrera de los 40, quien con su decisión de impulsar un nuevo espacio político también intenta generar un camino que lo saque de la sombra agobiante de su padre pero sin perder los beneficios del poder, sino más bien lo contrario. Para ello contrata a un grupo de especialistas en comunicación para comenzar con la tarea de construir su nuevo perfil público.
Ya en la primera reunión, que se desarrolla en la palaciega estancia de la familia Marchand, se produce el choque inevitable, cuando un joven diseñador gráfico intenta profundizar con una franqueza que parece inocente (pero quizá no lo sea tanto), en el perfil político que impulsará la iniciativa del candidato. El episodio, breve pero inquietante, no sólo aporta en términos de construcción dramática, sino que pone en evidencia que el principal objetivo en el trabajo de construcción de una imagen no pasa tanto por saber qué es lo que hay que mostrar, sino más bien en cuáles son las cosas que se quieren ocultar.
Curiosamente, aunque el eje de su construcción está puesto en la cuestión de las apariencias, de lo que se oculta y lo que se muestra, e incluso sobre la oposición entre lo abierta y lo veladamente ideológico, El candidato es una de esas películas en las que si algo ladra y mueve la cola, seguro es un perro. Aunque Hendler es uruguayo y su relato tanto puede estar ambientado a uno u otro lado del Río de la Plata, lo cierto es que las características de los personajes aluden de forma directa al infierno de la política argentina. Incluso el director y guionista se ha encargado de dejar pistas elocuentes, como las iniciales del nombre de este empresario que apoya su candidatura en la idea de lo nuevo como virtud (Neo es el nombre de tres letras que ha elegido para su partido). O llamar Eloisa a la verborrágica madrina política de Marchand, quien a pesar de esa letra que sobra se parece bastante a la gran Doña Corleone de la política argentina. Aunque las referencias no carecen de gracia, tal vez en esa disimulada explicitud se encuentra el punto más flojo de una película que consigue hacer de lo ambiguo su mejor bandera.