Fue un viernes. Eran tres hombres con sus figuras a contraluz, dando la espalda a las dos palomas que jugueteaban al último sol de tarde que resplandecía en los ventanales de la Biblioteca Argentina: el periodista y escritor Horacio Vargas, el escritor y periodista Sebastián Riestra, y Alejandro Toguchi, presidente de la Asociación Japonesa de Rosario. Si bien Vargas me había anticipado, en carácter ultra confidencial, de qué se trataría la "sorpresa" que nos tenía prometida desde un mes antes, lejos estaba de imaginar que al fin de la velada vería el... ¿objeto o el ser? más asombroso con el que me hubiera encontrado jamás; algo que no logro categorizar en ningún reino de ningún mundo. 

Primero habló Toguchi, compatriota del biografiado por Vargas. El doctor Katsusaburo Miyamoto (dijo en nombre de su comunidad) no tenía una relación muy estrecha con la misma. Su historia se habría perdido en el olvido de no ser por el trabajo del biógrafo y su concreción en este libro, gracias al cual "se cierra un círculo". En la pantalla se veía en escala gigante la tapa de la obra; entonces comprendí que el círculo rojo que rodea el título, incluyendo parte de la figura del Dr. Miyamoto, es el sol de la bandera de Japón.

El título, Mi obra maestra, fue diseccionado por el siguiente orador. Riestra habló de su amistad con el autor, que se remonta "a comienzos de los años ochenta" y que celebró con un poema de Guillaume Apollinaire, ajustado de sisa para la ocasión. Y exploró la ambigüedad de aquel pronombre que, si bien denota la proeza bioquímica lograda por Miyamoto con el cadáver de su esposa rosarina (y con los de varios animales), connota una referencia posible al libro mismo, acaso venida "del inconsciente de Horacio Vargas", es decir, de la zona de su psiquis que funciona más allá de la conciencia. 

Corriendo a sabiendas el riesgo de disgustar a los escritores presentes, casi todos de la generación de ellos dos (entre otros: Miguel Mori, Marcelo Scalona y Pablo Gavazza, autor de una novela breve sobre el mismo tema, Una momia en Rosario, publicada por la Editorial Municipal de Rosario), Riestra diferenció a su amigo de los literatos de sangre aguada y lo definió como un hombre que camina las calles de la ciudad que ama, cuyos "mitos" construye (en sus biografías de Fito Páez, de Fontanarrosa y del Rosario) gracias a que se va volviendo cada vez más escritor sin dejar de ser el periodista de siempre. Y lo emparentó con dos linajes: el nacional de Roberto Arlt, el local de Facundo Marull.

Después habló el autor, agradeciendo ante todo su buena fortuna de haber obtenido el archivo del doctor Miyamoto, que preservó y le cedió la familia Oliva, con quienes pasó el doctor su último año en Rosario antes de regresar a su país. Y se lanzó a leer en voz alta pasajes del libro, como si fuera la banda sonora de una película, infundiendo vida a cada personaje de los diálogos y monólogos del relato novelado. "Biógrafo" fue uno de los nombres del cine, dato que viene a cuento. Actor no reconocido, histrión natural o quizás hasta médium, su lectura me inspiraba una idea. Pero antes, va la "sorpresa". 

La momia argentina del siglo XX. Biografía de Katsusaburo Miyamoto, el doctor que embalsamó a su mujer, dice el subtítulo, con dos palabras elegidas a falta de mejor término existente. El verbo "embalsamar" se queda corto, aunque literalmente haya sido eso: inyectar un bálsamo. "Decía que tenía un sistema de eternizamiento, no era una momificación", cuenta en la página 137 del libro uno de los testigos entrevistados por Horacio Vargas. 

En la ciudad de San Lorenzo, donde Vargas presentó su libro el mes pasado, se lo conoce a Miyamoto como "el japonés que salvó el pino", dado que entre 1956 y 1958 revivió con inyecciones de una fórmula secreta al pino declarado histórico porque bajo su sombra el General José de San Martín redactó el parte de una batalla decisiva de la Guerra de la Independencia, el 3 de febrero de 1813. "Alma vegetativa" y "hormona auxesina" son dos nombres de la fórmula secreta de Miyamoto que rescata en su libro Vargas, quien recibió una negativa cuando (traductora mediante) le pidió a un nonagenario nieto del doctor que se la revelase. En esa ocasión, el autor hizo un alto en su lectura en el auditorio del Complejo Museológico "Pino de San Lorenzo" y avisó: "Esto está preparado", mientras con paso marcial subía a escena uno de los dos granaderos que habían flanqueado hasta el momento el escenario. El granadero leyó con emoción patriótica sincera el parte de batalla de San Martín. Luego se retiraron.

Seguro de superarse a sí mismo en espectacularidad, Vargas cerró el libro en la Biblioteca y abrió una caja de cartón. De ella extrajo, ante la mirada de un público mayoritariamente maduro que se puso a sacar fotos al unísono con sus celulares como turistas japoneses en el Louvre, eso que vi sin saber qué vi. Sí sé quién: era Ginito, el perro de Miyamoto. 

Enroscado con naturalidad como si durmiera, del tamaño de un gato, cubierto de su pelaje color miel que algunos se animaron a tocar, con ojos que brillaban sin ser de vidrio sino los suyos originales, Ginito no estaba ni vivo ni muerto. Era otro estado, uno que Miyamoto creó en la soledad de su laboratorio doméstico de Rosario. El público no dijo "oh", como había previsto el escritor, sino "ah". Un "ah" de ternura, como el que inspira un animalito vivo. Las pequeñas patitas de Ginito, cruzadas una sobre otra en la pose natural que él mismo había tomado; su hocico fino y sus orejas suaves inspiraban ternura y algo más profundo, un sentimiento que me llevó horas descifrar. 

Esa noche, en mi casa, me brotaban lágrimas de emoción al sentir que había visto a un animalito regresado de la muerte, vuelto a la vida... ¡pero estaba muerto! ¿Estaba muerto? Al otro día encontré las palabras. El prodigio del alquimista Miyamoto consistió en infundir a un cuerpo muerto la sustancia de una vida sin conciencia. Miyamoto aisló la esencia de la vida para sostenerla eternamente, sólo que sin la conciencia que suele acompañarla. La vida misma: eso vi, eso vimos en Ginito. Lo que nos une al planeta, lo que perdemos al morir. Ginito lo había perdido y su amo se lo había devuelto, pero sin despertarlo de su sueño. Así estará Teresa Colombo de Miyamoto en la Facultad de Medicina de Rosario.

Y Vargas, al escribir la biografía de aquel genio incomprendido, emuló su modo de hacer, su poética. No confeccionó la taxidermia de una ficción, dejando sólo la piel de la realidad y rellenándola con invenciones, sino que tomó los documentos y testimonios de unos hechos tan extraordinarios como olvidados y les inyectó la auxesina vivificante de una escritura literaria. Además de esta obra, donó cartas de Miyamoto al museo de San Lorenzo donde lo presentó. Ahora quiere donar a Ginito al Museo Ángel Gallardo. Que un perro sea parte de un archivo me recuerda a esa frase de Derrida: un archivo es lo que no necesito alimentar. Ojalá se lo adopten y Ginito se convierta en una mascota rosarina entrañable; como el perro Mendieta, pero con un cuerpo de verdad.