“Ya sé, ya sé, la virginidad es un constructo”, le dice Otis a Eric con su mejor tono de joven viejo y sus aires intactos de Mr Bean. Y así parece que estamos instalados nuevamente, cómodamente, en el espíritu de los comienzos de Sex Education, allá por febrero marzo de 2019: reconvertir las comedias teen de los 80 en un producto sofisticado que no subestima la adolescencia ni sobreestima la adultez, y de paso les habla a todes.
Por entonces, cuando arrancó en Netflix la serie creada por la británica Laurie Nunn, nos situamos en una postura libertino/ foucaultiana (por así decirle): afirmar la validez de hablar de sexo con franqueza y hasta aceptando la adopción de cierta pose con aires de superación, pero a la vez advirtiendo la trampa de esta verborragia. De tanto exponerlo, de tanto exhibirlo, los discursos que reivindican la sexualidad y el derecho a hablar de ello abiertamente, se pueden terminar volviendo inofensivos o, peor aún, quedar anclados en la tiranía de lo políticamente correcto. Por no decir lo que parece estar sucediendo ahora: azuzar el trapo rojo en la cara de la ultraderecha, que te devuelve el guante con violencia y brutalidad, sumiéndonos nuevamente en la sorpresa y la desorientación.
En eso estábamos cuando en la tercera temporada apareció el actor aparentemente ausente hasta ahora, agitando su banderita y pidiendo pista: la represión lisa y llana. Ahí estaba, agazapada. Pero no hizo su entrada de forma bestial. Fue gradualista.
Primero habló en nombre de la prudencia, de pasar a una astuta posadolescencia. Y razón no le faltaba: desde el verano Otis usa bigotito y, en líneas generales, los jóvenes protagonistas tienen 17 y están al borde de la graduación. En ese contexto, la llegada de la nueva directora Hope (Jemina Kirke) trajo un sensato llamado al principio de realidad. Nada de lo que se haya hecho bien va a cambiarse ni van a perder sus derechos adquiridos, promete. Solo propone fundir lo logrado en un espíritu colectivo que sea regido por la prudencia para lograr cambiar la imagen negativa que cayó sobre la Escuela Moordale, mantener alejada a la prensa y tranquilizar a los escandalizados accionistas del directorio.
Después de la más bien olvidable segunda temporada, la tercera plantea de arranque retomar la cuestión de origen: la confrontación de modelos de sexualidad libre y responsable frente a lo institucional, las falencias y desorientaciones de un sistema que, aunque bien intencionado (ponele), no sabe cómo estar a tono con los nuevos tiempos. La “escuela de sexo” instaurada por Otis (Asa Butterfield) y Maeve (Emma Mackey) llegó a su fin, pero los ecos del escándalo sexual no se han apagado. Hope, ex alumna de Moordale ahora devenida su nueva directora, al principio luce tan curtida como comprensiva y cool, y lanza el mensaje: no tengo nada personal contra la libertad, la educación sexual, las identidades autopercibidas y el lenguaje inclusivo (se diría que más bien todo eso le importa un pito) pero deben reconocer que la sex education se fue un poco al pasto.
Su mensaje es aceptado como una prometedora colaboración entre autoridades y estudiantes y obtiene el visto bueno de estos últimos. Pero poco después se desatará una incontenible ola neoconservadora (uniformes clásicos, diferenciados para varones y mujeres, sin lugar para no binarios, el himno de la escuela se canta ¡en latín!) que, como en la primera temporada, vuelve a poner a Sex Education en su mejor tradición: una interesante relectura de los años 80.
Aunque Gillian Anderson supo ser Margaret Thatcher en The Crown, aquí sigue siendo la lúcida terapeuta sexual Jean Milburn y el thatcherismo se trasladará intacto a Hope, cuando presionada por sus superiores, haga ceder el dique ante la ola neo conservadora.
Pero en este juego de roles y diversidades que propone Sex Education, el giro de la tercera temporada traerá un tema espinoso bajo el poncho. Las dos mujeres –la terapeuta sexual y la Directora- enfrentarán, cada una a su manera, un tópico inesperado y que esbozamos a modo de pregunta: ¿Es, ya definitivamente, la maternidad, un tema fuera de nuestra agenda? No me contesten ahora.
Y no se trata aquí de embarazos adolescentes. A sus 47 años, la mamá de Otis queda encinta. Y decide seguir adelante y armar una nueva familia con el no muy querible “fontanero” machista y patriarcal, su hija exótica enamorada de la chica gótica y, por supuesto, Otis. ¿Está haciendo lo correcto al traer al mundo un bebé que querría tener una madre mucho más joven? ¿Por qué complicarle tanto la vida a su entorno? ¿En qué quedará el mundo de libertad responsable que propugna? ¿Alcanza con atender con compasión y agudeza a la estudiante que sufrió violencia sexual de parte de un desconocido, y que ahora enfrenta las secuelas de rechazar su propio cuerpo y haber perdido el deseo?
Y, del otro lado –con borgeano amor por las simetrías- la directora Hope, además de empezar a desquiciar al alumnado con su creciente autoritarismo, se tortura a sí misma con unos tratamientos de fertilidad que a todas luces no dan resultado.
He aquí las dos posiciones y sus consecuencias. Éste es el nuevo gran ingrediente de la liberación sexual: tanto goce ha desembocado (o se ha estrellado) en una temática “tradicional”: lo mejor de nuestra vida, nuestros hijos.
Mientras por los flancos avanza la maternidad y el retorno de la represión lisa y llana como pedagogía ocupa el centro, después de un aparente letargo en el que Otis se dedica a regodearse en su algo sorpresivo carisma sexual y alimenta su narcisismo, Eric (Nouti Gatwa) viaja a Nigeria a enfrentar nuevos dilemas, crece a pasos agigantados el personaje del insondable Adam (Connor Swindells), y Maeve se hunde con verticalidad en su inefable mezcla de orgullo y prejuicio, otra vez la escuela teen se llenará de endorfinas y penes y vaginas en las paredes que aúllan graffitis ochentosos, de gritos de libertad y gemidos libertinos. La rebelión, si bien no inútil, esta vez se demostrará un poco pueril, algo distraída e indolente, un tanto inconducente. Y así se quedarán las cosas en esta temporada.
Aparente empate técnico: los buenos libertinos que habían quedado adormecidos, recuperan posiciones y hacen retroceder la ola neocon. Pero esta vuelve a ponerse la máscara del pragmatismo y se planta: no era nada personal. Se equivocaron. No era represión moral sino el vil metal (¿la economía, estúpidos?). Ahora, se pueden quedar sin futuro. Mientras tanto, el futuro parece ir por otros carriles: un niño nace y hay otro niño por nacer, deseado casi con furia y, quizás por eso, no termina de nacer.