La marginalidad forma parte de la realidad argentina. En un país con más de 40 por ciento de pobres, las carencias y quienes las padecen están a la vista de todos. En cualquier calle, en cualquier lugar. Incluso en los medios, donde los más vulnerables son constantemente representados. En noticieros, pero también en ciclos documentales y hasta en ficciones. Al menos que no se la quiera ver y se prefiera negarla, la pobreza convive real y simbólicamente entre los argentinos. Lo que pasa en los barrios populares o en las villas, sin embargo, se lo suele pensar como algo lejano, como una otredad desconocida y atemorizante. Un vínculo que sin dudas está condicionado por los discursos que circulan en la sociedad a través de la construcción que los medios y el arte despliegan a diario. De ese imaginario colectivo sobre los pobres y los barrios populares que muestran las pantallas de cine y TV se trata El fetichismo de la marginalidad (Ed. Sudestada), el libro con el que el cineasta y escritor César González analiza críticamente el dispositivo mediático pero sin pretensión evangelizadora.
“Cada semana se lanza una nueva película o serie televisiva que abordan temáticas a priori realistas, que se promocionan como fieles representaciones de dos crueles escenarios de la realidad, como son la cárcel o las villas miseria. Pareciera entonces que en el tratamiento de estos temas tenemos una sobreabundancia de realismo, pero lo cierto es que se nos ahoga con imágenes de estricta fantasía”. Así comienza González el libro que pone el ojo en cómo los medios –fundamentalmente el cine y las ficciones televisivas- instalan ideas, prejuicios, fantasías y hasta mitologías alrededor de los sectores más vulnerables de la sociedad. Un trabajo que recopila textos que González publicó en distintos medios y que desde su mismo título sienta una clara posición: en general, el tratamiento audiovisual sobre los pobres y su vida cotidiana no solo está delimitado negativamente sino que suele ser explotado como si fuera un objeto de consumo al que hay que vender.
“Intenté profundizar en una mirada crítica sobre los modos en que la vida de esos barrios es representada en el cine, en la televisión, en el lenguaje, en el sentido común de la sociedad”, le cuenta a Página/12 el cineasta y escritor que vive en la Villa Carlos Gardel (Morón) y que tras caer en las drogas y pasar años en reformatorios y en la cárcel de Marcos Paz encontró en el cine y la poesía espacios de contención. “El título del libro -cuenta- es el mismo que usé en un ensayo que escribí hace unos años. Jugué con la analogía a Marx y su concepto de fetichismo de la mercancía, porque creo que la marginalidad es tratada como una mercancía, que al igual que esta es parte de la división social del trabajo, produce ganancias, excedentes y plusvalía. Que como nos llegan las mercancías según Marx, nos llega la marginalidad, es decir con un velo fantasioso que borra la huella humana y las relaciones sociales, que barre el pensamiento sobre las condiciones económicas y materiales que determinan las existencias y conciencias”.
-¿Qué imaginario colectivo percibís que instalan las series y películas sobre la pobreza y los barrios populares?
-No se puede generalizar, pero sí creo que históricamente muchas películas y series nacionales a la hora de representar la vida de los habitantes populares han sido meras ilustradoras del sentido común más discriminador. Muchas películas y series dan las imágenes adecuadas a lo que ciertos discursos enuncian, ilustran los prejuicios más fervorosos. Imágenes que sirven para que eso que se cree pueda ser visto. Es decir, si se cree que la gente de los barrios populares es mala necesitamos verlo para corroborarlo. Si el mal no se viera nadie creería en él, tampoco el bien. Jesús tuvo que aparecérsele al apóstol Tomás para que este le crea su resurrección. No por nada el término que se suele usar a la hora de reflexionar sobre estos temas es el de estigmatización, que viene de estigma, como aquella herida de los clavos que Jesús exhibe para demostrar que no es un impostor. A su vez, creo que la representación de la vida en los barrios populares es tan burda porque se sabe que goza de impunidad o condescendencia. Cuando sabés que hagas lo que hagas pocos van a criticarte es muy difícil no replicar la caricaturización.
-¿No solo hay discriminación en la construcción negativa del villero, sino que también cumple un rol aliviador de conciencias?
-El villero cumple una función tanto a nivel simbólico como material en nuestra sociedad; el villero es sinónimo de todo lo que es antónimo, es todo lo que no; no es normal, no es bueno, no es trabajador, no es creativo, no habla bien. Es un depósito de infinitas proyecciones y transferencias que hace aquél que se considera una figura positiva de la sociedad. El ciudadano proyecta en el villero las peores perversiones y las conductas más monstruosas pero necesita imágenes que lo respalden, ahí entran los directores a suministrarle al ciudadano esas imágenes. El ciudadano afirma su lugar negando el de otros. Y mientras más visual sea el mal, más proporcional será el rechazo, el desprecio y la discriminación.
-¿Por qué creés que los productores y programadores fetichizan la marginalidad y no buscan "reflejarla", como muchos sostienen y hasta creen realmente que lo hacen? ¿Hay más fantasía que realidad?
-Hay algo que comparten la fantasía y la realidad y es que ambas son reales. Es sabido que la oferta puede crear la demanda, como así también a la inversa. En el caso puntual de Argentina no tengo claro si hay una culpa mayor en los productores que en los espectadores. A veces la oferta exhibe un manifiesto de todos los estereotipos más vulgares y se encuentra con una demanda de los espectadores tan alta que sorprende a los mismos productores. Las producciones audiovisuales se retroalimentan de los discursos que circulan en la cotidianeidad social. Si en el día a día de la sociedad lo que abunda son idealizaciones sobre las personas que habitan los barrios populares, el cine y la televisión no tendrían por qué escapar a ese mecanismo, ya que son parte de esa misma sociedad. Se mantiene a ciertas comunidades bajo el manto de la leyenda, leyendas del pasado y que amenazan el presente, que se actualizan. El problema radica en que esas leyendas son presentadas en el régimen audiovisual con menos ingenio que cuando las historias transcurren en un lugar remoto de la galaxia. Un villero en pantalla aparece con menos complejidad que un extraterrestre o un animal. Se repiten una y otras vez idénticos estereotipos de vestuario, léxico, gesticulación y de conductas, arquetipos incapaces de producir alguna de las emociones más habituales que despierta el visionado de una película. Esto es una pena para el arte audiovisual mismo.
-Y para la sociedad, que se vincula con esos sectores condicionada por esas idealizaciones estereotipadas.
-La juventud que habita los barrios populares manifiesta una vitalidad preciosa pero en las películas y series los pibes y las pibas aparecen apagados. Y no es porque los actores no son villeros. Aunque sean actores que efectivamente provienen de una villa, en pantalla terminan desplegando modelos actorales de un paroxismo muy circense. Esos pibes que en la realidad cultivan la elegancia y adoran refrescar vestuarios y dialectos en pantalla aparecen constantemente sucios y ridiculizados con un habla que incita a la risa despectiva.
-En el libro utilizás un concepto muy interesante al referirte a lo que sucede muchas veces con las producciones que filman en las villas, definiéndolo como "extractivismo cultural", ¿por qué ese concepto?
-Porque la marginalidad es como el oro negro para los artistas. Es una materia prima más que generosa de la que pueden derivar un montón de productos. Una mina que atesora toneladas de minerales pero que dichos minerales requieren una vasta cantidad de mano de obra para ser extraídos de la piedra. Como la ingeniería aplicada en los yacimientos, así se comportan las cámaras cuando desembarcan en los barrios. La cuestión es que la mayoría de las producciones se encaran desde una posición de ir a filmar sobre los otros, en vez de filmar con los otros. En ese sentido un buen ejemplo es Okupas, que tuvo mucho aporte de las personas del elenco que conocían ciertos territorios, es decir que se realizó con ellos y no tanto sobre ellos.
-¿La pobreza, entonces, sólo puede ser contada por quienes la padecen? ¿O hay formas de abordarla sin estigmatizar?
-Es muy difícil que quien padece tenga tiempo para contar lo que padece, el tiempo es solo uno y las historias las cuentan los que tienen o pueden hacerse el tiempo para contarlas. En mi libro hago una cita de Mashmud Darwish, poeta palestino que aparece en la película Notre Musique de Godard, él dice que a Troya la conocemos por boca de los griegos, y no por boca de los troyanos, se pregunta si la ausencia de poesía es motivo suficiente para que los supuestos poseedores de la poesía conquisten a un pueblo. Es decir que estos son problemas muy antiguos. Eso no quita que exista una indignidad inevitable en términos foucaltianos en el hablar por otros, pero el cine tiene obras maestras de sobra hechas por realizadores que filmaron realidades que no vivieron. Aunque también existen casos donde los autores crean obras impregnadas de la experiencia personal. En el terreno de la literatura Melville se sirvió de su experiencia en alta mar para escribir Moby Dick y otras obras, lo mismo London con la zona de Alaska. En el cine, Eisenstein y Vertov se sirvieron de su experiencia en la guerra civil rusa, o Los 400 golpes como una especie de autobiografía de Truffaut. Y así hay muchísimos ejemplos.
-La posibilidad de que los marginados se cuenten a sí mismos es poco probable en un sistema mediático cada vez más concentrado y con una visión porteñocéntrica y burguesa.
-El reclamo por la democratización al acceso es muy importante pero no por hacer un esencialismo del origen social sino porque es una injusticia que debe ser saldada y porque nuevas miradas harán que el cine, o la ficción en general, amplíe sus temas. La mejor política del cine es el cine mismo. El cine y lo audiovisual son artes con una ventaja tecnológica sobre las demás, esa ventaja consiste en un poder de resumir libros en planos, de ser y hacer política al mismo tiempo. Muchas personas han aprendido a vivir mirando películas, más que viviendo. Dicho esto, también es el arte más condicionado materialmente, que hasta en su faceta digital sigue siendo inaccesible en cuanto a realización. Para poder hacer un diagnóstico preciso de lo que pasaría si los sectores populares pudieran acceder a las herramientas audiovisuales para contarse a sí mismas, para auto-representarse, deberían alcanzar al menos un número de chances cercano a la cantidad de veces que las otras clases pudieron acceder a esas mismas herramientas. Mientras sean casos extraordinarios serán diagnósticos extraordinarios.
-¿El sistema de medios y entretenimiento actual no favorece a construir representaciones más cercanas a las problemáticas y dinámicas cotidianas de millones de argentinos que viven en situaciones vulnerables?
-Creo que esas representaciones más cercanas a las problemáticas más sufrientes de nuestro pueblo existen, están, pero lo que no está todavía es una democratización más real y permanente en el acceso a la producción, distribución, y exhibición que permita que representaciones sean más conocidas. También depende de qué régimen artístico hablemos. En el caso de la música a través de géneros como la cumbia villera o el rap esas representaciones sin intermediarios han podido tener un desarrollo más estable. Hay muchísimas letras dentro de esos géneros que expresan la realidad de los barrios populares sin filtros moralistas y sin necesidad de máscaras.
-Una de las características más visibles de la sociedad actual es el odio. El fetichismo de la marginalidad tiene un capítulo dedicado a la "potencia del odio". ¿Cómo trabajan esas representaciones de ficciones y documentales sobre los barrios populares en ese terreno?
-La idea del texto era huir de los clichés de ver siempre al odio como algo malo. En ese texto digo que el odio tiene potencia y capacidad de movilización. Hoy el odio hace política, reúne, convoca y aumenta su militancia. Pero seguimos negando al odio como parte de nuestras vidas. Esa ausencia de pensar el odio más allá del cliché de lo malo es funcional a los sectores de ultra derecha que sacan provecho político del odio, que saben cómo encausarlo. Digo que hay una simetría entre el desarrollo del neoliberalismo y la tiranía de discursos amorosos que tienen que ver menos con el amor real que con una necesidad de dicho sistema por inculcarnos docilidad y sumisión mediante discursos empalagosos. Hoy estamos inundados de “haikus” inofensivos que nos obligan a creer que este mundo es un jardín de la mera voluntad individual. Una poesía que reclama recluirse en lo individual y no en la subjetividad, que obliga a amar, sobre todo, pero a la tolerancia a este estado de cosas. Por otro lado también pienso que el odio es un privilegio de clase. Cuando la clase media y alta odia está ejerciendo derechos constitucionales, en cambio cuando los pobres odian son resentidos que necesitan ser rehabilitados.
-Actualmente hay una ficción en pantalla, la 1-5/18, que cuenta una historia de amor y narco que transcurre en una villa. Mucho se discutió sobre la estetización de la pobreza o el horror en El Marginal, por ejemplo. ¿Cuál es tu posición sobre ese registro?
-Las discusiones sirven cuando son de conceptos más que de nombres propios. Creo que nada es irrepresentable y todo puede ser estetizado, la censura nunca es el camino. En lo personal si bien pienso que es importante tener una mirada crítica me interesa más ver de qué manera yo represento a determinados sectores a través de mis películas o libros. Criticar es mucho más fácil que crear.
El debate con Mayra Arena
En los últimos días, el director de Diagnóstico esperanza, ¿Qué puede un cuerpo? y Lluvia de jaulas tuvo un contrapunto público con Mayra Arena, la militante que se crió en una villa de Bahía Blanca y cuya charla TED ¿Qué tienen los pobres en la cabeza? se volvió viral. El debate giró en torno a un artículo que Arena publicó sobre las elecciones y la crítica situación social de los barrios populares, que en opinión de González planteaba una peligrosa postura punitivista y monocorde sobre todo lo que sucede en los sectores más vulnerables.
“Fue un contrapunto de conceptos”, explica González. “Ella escribió una nota dando su punto de vista sobre ciertos temas y yo di el mío, claramente muy distante del de ella", cuenta el poeta y cineasta. "Esos temas nos competen a ambos en nuestra experiencia cotidiana ya que ambos vivimos en barrios populares. Pero la experiencia vivida no adjudica el título de oráculo. A mi entender el texto de Arena proponía salidas por vía derechosa para este momento del país. En cambio yo creo al igual que Deleuze que 'gobierno de izquierda' es un oxímoron, pero si este gobierno sufrió tal derrota fue por no haber profundizado por izquierda. La pandemia fue un momento extraordinario que desencadenó medidas extraordinarias en el plano sanitario, como el aislamiento, el corte de la circulación, etc. Creo que también se podrían haber tomado medidas económicas estructurales bien extraordinarias. No se hizo”.