Cucha 9 puntos
Idea y dirección: Celia Argüello.
Creación e interpretación: Macarena Orueta, Samanta Leder, Pablo Castronovo y Andrés Molina.
Realización escenográfica: Fabián Carrasco.
Música: Patricio Ortiz.
Asistencia y colaboración creativa: Santiago Piva.
Funciones: sábados a las 20 en el Galpón de Guevara (Guevara 326).
Las creaciones de Celia Argüello generan expectativa porque cada una es un mundo singular, más o menos abstracto, subyugante, juguetón, a veces doloroso, siempre profundo. Intérprete, docente, directora y coreógrafa, estudió composición coreográfica en la Universidad Nacional del Arte y se perfeccionó con maestros de danza contemporánea y de teatro del país y del exterior. Nacida en Córdoba e instalada en Buenos Aires desde el 2006, le interesan la mixtura de lenguajes y la colaboración con distintos artistas, como posibilidades para abrir universos ricos y diversos. Esta búsqueda puede advertirse en Azúcar, una coreografía del 2012 sobre la biografía de dos actores diabéticos, y en la encantadora Villa Argüello, donde cruzó el cuarteto cordobés y la danza contemporánea. El trabajo ganó el primer premio en la Bienal de Arte Joven en 2013, y le permitió hacer una residencia en el American Dance Festival, donde creó Hello Again, estrenada en Estados Unidos. Luego vinieron Sociedad, De cómo estar con otros y, con el director Juan Pablo Gómez, dieron forma a Proyecto Diógenes, una plataforma multidisciplinaria sobre el trastorno de acumulación. Actualmente, presenta los sábados a la 20 en el Galpón de Guevara, Cucha, una propuesta que encierra una aparente simpleza y candidez, pero a la vez abre el sentido en múltiples direcciones. También conmueve, divierte y sorprende: ¡Es muchísimo y más aún en este regreso al teatro presencial!
En escena hay una especie de cucha de gran tamaño, objeto escenográfico con techo a dos aguas, blanco, con ventanas; y cuatro bailarines: Macarena Orueta, Samanta Leder, Pablo Castronovo y Andrés Molina. Cada quien está en la suya, se mueven con plasticidad y generan algunos gestos y movimientos parecidos a los de los perros. No los copian, pero hay un aire canino. De un inicio tranquilo, acompañado por un sonido de fondo con texturas que van mutando, comienzan a moverse y agitarse más. Los movimientos se amplifican, surgen corridas y acercamientos al público. Desde ese momento arranca un juego de aproximaciones y situaciones lúdicas relacionadas al mundo animal, a los perros, a sus hábitos, sus gestos, sus travesuras y a las órdenes que suelen acatar. Todo ésto, en el marco de la pandemia, adquiere nuevos sentidos: no son sólo bailarines y espectadores jugando a ser perros por un rato.
Con los cuidados que la situación sanitaria aún exige, los y las intérpretes usan barbijo cuando se acercan al público, ponen alcohol en las manos de algunos espectadores y les piden: “¡Patita!”. Una bailarina dice a un espectador: “¡Vaya para allá!” Y ese allá es la escena. Y no está nada mal, si uno se anima, aceptar el convite y seguir a la intérprete que invita por un rato a moverse sin reglas ni exigencias, o a tirarse al piso. Estos bailarines caninos también hacen de las suyas, como llevarse un objeto de algún espectador desprevenido, y se lanzan a correr con frenesí, hasta que retornan el objeto a su dueño. El elenco es muy parejo y virtuoso, da placer verles moverse, como si nada de lo que hacen (y el despliegue es intenso) les costara, como si habitaran una naturalidad perruna de moverse. Se oyen órdenes (“¡No! ¡No! ¡No!” o “Seat acá”). Pero nada suena imperativo, ni violento. Algo pasa: se entra con placer a lo que proponen y hay espectadores que obedecen al “Seat” y se cambian de lugar por un rato. Enseguida, todos y todas nos sentimos hermanados en la obra, tras un año y medio de órdenes y obediencias que cumplimos para cuidar la vida, quedarnos en nuestras casas-cuchas y no contagiarnos. Todes fuimos, de algún modo, animales domésticos. Y esa cucha se transforma: los intérpretes la manipulan, separan sus partes y generan techos o paredes divisorias que también acercan a la platea.
Hay ternura y humor, y hasta preguntas directas al público sobre, por ejemplo, dónde les gustaría vivir, otro de los temas que resonaron fuertemente desde que irrumpió la pandemia. El elenco usa ropa cómoda, entre deportiva y como de calle, y sin dudas le facilita el movimiento. Hay momentos frenéticos; otras escenas pequeñas y bien dirigidas, como si bailaran exclusivamente para un puñado de espectadores, como una ofrenda danzada. En tiempos de distancia y poco contacto, “Cucha” trae aires sanadores, acercamientos cuidados, juegos físicos y momentos emocionales que se disfrutan. La música es cambiante: electrónica, jadeos, piano, melodías delicadas. Y hacia el final, se produce un cambio: las luces bajan, los cuerpos de los bailarines hacia el piso con sus espaldas a la vista, tal vez como animales cansados, volviendo a la cucha a resguardarse por un rato. Una cucha que alude a distintas situaciones: lugar de encierro pero, en mayor medida, lugar de resguardo, de reposo, para luego volver a salir. Acaso un poco como en la vida misma, resguardarse y descansar para después volver a salir al mundo exterior.
Consultada por Página/12 , Argüello dice: “Los animales de compañía tienen mucha voluntad de entendimiento, y en esa reciprocidad nos invitan a desplegar ternura de inmediato para relacionarnos. Pero también se establecen vínculos de poder. Lo que pasó fue y sigue siendo muy fuerte, cada une hizo lo que pudo para sobrevivir. Algo nos unificó en la vulnerabilidad, a la vez que las desigualdades y las diferencias también se extremaron. ¿Quién es amo de quién? ¿A qué obedecemos?" Y agrega: “Con pocos elementos tratamos de bailar en esa oscilación que va de lo humano a lo animal todo el tiempo. Puede ser algo estructural, material y también algo muy precario o sutil, pero lo que finalmente hace a esa Cucha es físico, corporal, necesita de una especie que la habite. Tratamos de acercarnos desde un lenguaje gestual a ese lugar que se crea a partir del reconocimiento, del instinto y del hábito. Intentamos hilar una coreografía de gestos, con aquellas curvas que hacemos para encontrar un apoyo, un soporte afectivo y que por supuesto luego se traduce al afuera”.