Con un pañuelo como turbante en la cabeza, otro de riguroso verde abrazando una de sus muñecas y un brazalete color violeta en la otra, ella camina con sus zapatos de suela plana mientras sostiene el mate con el termo.

Luce el anillo que le regaló el escritor estadounidense Nelson Algren, su amante. Va junto a una grupa de compañeras por Avenida de Mayo. Está, junto a unas compañeras rioplatenses, llegando a la plaza porteña del Congreso, alegre, esperanzada, consciente de que la lucha no es fácil y se libra en distintos planos, públicos y privados.

Acaso encabeza la marcha por 18 de Julio, muy cerca de la Plaza Independencia, en Montevideo, a poquito del mar, como le dicen al río más ancho del mundo en la margen oriental de la costa.

Está en la vigília por la aprobación de la ley que despenaliza el aborto o en una de las marchas del Ni una menos, la manifestación masiva contra los femicidios.

Se trata de una foto imaginaria, una fantasía, que la tiene a Simone de Beauvoir como protagonista y está tomada en los recientes años de la marea verde. Imaginaria, fantaseada, porque ella ya no está entre nosotres, murió en 1986, a los 78 años.

La filósofa y escritora existencialista francesa, que nació en 1908 y pasó su infancia en el elegante Boulevard Raspail con su familia de origen, dejó un legado que vive -arde- con una potencia enorme, aún para quienes nunca escucharon su nombre.

Parisina de estirpe burguesa, Simone Lucie Ernestine Marie Bertrand de Beauvoir, Le Castor (como la llamaba su compañero, Jean Paul Sartre) es la autora de las ideas y del libro feminista más importante del siglo veinte, por su condición de fundante.

Hablamos de El segundo sexo, que fue germen del movimiento anti patriarcal que se desplegó a partir de esta obra cumbre de la centuria que nos precede. Y ese libro, que de Beauvoir terminó de escribir en 1948, fue el punto de partida de todas las corrientes teóricas y prácticas mujeriles y libertarias que la amaron, la cuestionaron, la destrozaron, como todo matricidio que se precie (y siempre es necesario), pero nunca pasaron indiferentes.

Las resonancias continuán hoy. En el capítulo 7 de la nueva temporada (la tercera) de la serie británica Sex Education (que está recién estrenada y disponible para ver en Netflix), el personaje de Aimee (Aimee Lou Wood) cita a Simone de memoria, mientras lleva en su auto a su amiga Maeve, (Emma Mackey, adolescente como ella e indudable protagonista) a buscar a su hermana menor. Aimee está en una relación de pareja estable con un chico, pero quiere probar que es eso de estar sola, autónoma, libre. Sex Education, filmada en Inglaterra y Gales, en el hermoso Valle de Wye, está rankeando muy arriba entre el público joven de estas orillas. Chicas, chicos y chiques reales no paran de intercambiar comentarios por las redes sobre lo bien que les hace mirar la comedia dramática, dado que muestra con franqueza los vínculos de amor y desamor entre elles. Sobresale en la plataforma mainstream entre mucha basura audiovisual.

El segundo sexo, una biblia atea que surgió de la articulación de un pensamiento situado en el barro de la opresión machista, esa que se encarna de distintas formas desde hace siglos en el mapa completo del planeta que habitamos. Una esclavitud que, con Simone, también suma una mirada sociopolítica, esa que, muchos años después, desarrollaron con solvencia intelectual teóricas como la ítalo-estadounidense Silvia Federici, quien hizo transparente el modo de producción y reproducción doméstica que, en el capitalismo, enajena por completo a la mujer y la cosifica dándole valor cero. Mucho uso, poco cambio.

Portada de la primera edición argentina con traducción de Pablo Palant. Psique, Buenos Aires, 1954. Fuente: Archivos Desviados

La tesis de que el género es una construcción cultural y de que “no se nace mujer, se llega a serlo”, le pertenece a Simone. El segundo sexo está considerado como el oráculo del movimiento de liberación femenino y sus infinitas ediciones arrojaron millones de ejemplares en América Latina, Estados Unidos, Europa y el Japón.

Simone de Beauvoir para bien de le emancipación humane, para mal de los poderosos, creó una audiencia, lectoras, seguidoras, militantes y activistas atentas a sus pasos y a su pensamiento. La tomaron, en fin, como un paradigma vital. El movimiento feminista la reconoce como une de sus mayores apóstoles, aunque está lejos del estereotipo de una santa. Conocerla para saberla y tomarla, deconstruirla y volver a armarla, con distancia crítica, es lo más saludable que a las mujeres, en colectivas o solitarias, nos puede pasar.

Publicó más de diez novelas que tuvieron enorme repercusión y cuatro libros de memorias. La singular pareja que formó con Jean Paul Sartre, con la inclusión de tríos, cuartetos y amantes, eso hoy llamado poliamor, funcionó como modelo alternativo para muchos jóvenes de la posguerra.

A Simone y al autor de La náusea los unía su dedicación a la literatura, la filosofía y un compromiso absoluto con sus ideas que los llevó, incluso, a soportar las dificultades emocionales que provocan los celos, esos sentimientos que suelen disimularse por considerarse inapropiados. El amor no romantizado, uno incluido en la dimensión política y social, fue el motor de su lucha por relaciones más plurales e igualitarias, sin sojuzgamientos.

La reciente aparición de El segundo sexo en el Río de la Plata, una compilación de las investigadoras Mabel Bellucci y Mariana Smaldone, dentro de la colección Historia Urgente, de Marea Editorial, recupera el trabajo de Beauvoir en pos de la autonomía feminista. Aquel “libro rojo de la nueva feminidad” aborda diferentes dimensiones en textos de intelectuales rioplatenses que dan cuenta de la recepción que El segundo sexo tuvo en la Argentina y Uruguay, a partir de su llegada en los años cincuenta. E ilumina las luchas presentes y futuras de las colectivas de mujeres heterosexuales, lesbianas, bisexuales, gays y trans por la reivindicación de su identidad y derechos.

El Segundo Sexo en el Río de la Plata, de Editorial Marea.

Recuerda María Moreno que, mientras la historiadora Elisabeth Badinter acompañaba el cuerpo de Simone al cementerio, estalló en sollozos y les gritó a las mujeres de la multitud: “¡Le debéis todo!”. Y la frase se fue repitiendo en distintas lenguas.
“No es la alteridad lo que debe ser explicado en la mujer sino su sumisión”, porque la mujer es lo otro desigual, pensaba la francesa que tomó del pensador Merleau Ponty la idea de que hay condiciones para subvertir la opresión, por medio de un colectivo que produzca un cambio social e individual.

A los cincuenta años de la salida de El segundo sexo, en la biblioteca popular José Ingenieros, de Villa Crespo, el colectivo anarquista Mujeres Libres junto con la Comisión por el Derecho al Aborto se celebró el texto. Dora Coledesky, abogada, obrera textil y sindicalista, contó entonces que no era feminista hasta que, durante su exilio en Francia, en los años de plomo de la Argentina, leyó a Simone. En rigor, la mayoría de los grupos revolucionarios argentinos no eran feministas; muchas organizaciones e instituciones supuestamente progresistas se resistían y lo siguen haciendo a la cesión de poder a las mujeres.

Promediando los sesenta, féminas de estas comarcas sureñas y descentradas produjeron un boom con su ingreso a las universidades. Sin embargo, Lily Sosa de Newton, autora de “Las argentinas de ayer a hoy” sostenía, después de leer a Beauvoir, que mientras las mujeres fueran consideradas objeto de “el otro”, su condición de “usurpadas por el primer sexo” no cambiaría.

Un poco antes, María Elena Oddone, otra referente histórica del movimiento feminista argentino, contaba que en los cincuenta ella y la mayoría de sus pares de género vivían enclaustradas en sus familias y que el vínculo con el afuera se daba a través de la radio, los libros y los diarios. “Eramos sirvientas sin elementos para saber que lo éramos”.

El segundo sexo fue iluminador. Quienes pudieron leerlo en francés o en las pocas ediciones que tuvo en castellano al comienzo, sintieron un cataclismo y comenzaron a hacerse preguntas. Fue en 1954 cuando tuvo su primera traducción, un trabajo del dramaturgo entrerriano Pablo Palant para Editorial Psiqué.

En los años de su alumbramiento, en el Río de la Plata, el rol de las mujeres entraba con timidez al debate local. No pasó igual en los treinta con Un cuarto propio, de Virginia Woolf, que fue mucho más difundido y comentado

Durante los cuarenta años en los que se publicó Sur, la revista de Victoria Ocampo, El Segundo Sexo fue ignorado, a diferencia de las obras ficcionales de Simone. Sin embargo, Marta Gallo escribió en la emblemática revista que Beauvoir refracta “… las ideas del hombre a quien quiere y admira”. La misma publicación le dio espacio a un Ernesto Sábato que consideraba que hay un determinismo biológico en las diferencias psíquica, sociales y metafísicas entre los sexos. La Ocampo reivindicaba la humanidad de las mujeres, pero según el autor de Sobre héroes y tumbas lo hacía en “una cartita de Morondanga”.

La escritora troskista Mirta Henault escribía sobre El segundo sexo en Palabra Obrera, aunque los grandes diarios ignoraban El segundo sexo. Las mujeres tenían militancia gremial y política, pero no llegaban a los puestos de dirección.

“La mayor revolución que se está produciendo no es en absoluto la del proletariado: es la de las mujeres”, decía Simone, que apareció en la novela Nanina de Germán García, según recuerda Maria Moreno en el libro de Bellucci-Smaldone. Simone puso blanco sobre negro el malestar en la cultura machista

En 1999, se realiza en el Museo Roca otro homenaje por la publicación del libro. Lo organiza el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género que Dora Barrancos dirige en Filosofía y Letras de la UBA. Allí se presentan narrativas que interpelan los archivos para que emerjan las tonalidades de los activismos y las teorías feministas.

La escritora, crítica y filóloga María Gabriela Mizraje recuerda que, en este libro-faro, Simone abandona “el proyecto de una confesión personal para ocuparme de la condición femenina en general”.

Las huellas son muchas y siempre heterogéneas. El segundo sexo también se extiende y produce sus efectos entre las activistas de Uruguay. Dice, la historiadora feminista Graciela Sapriza, directora del Centro Interdisciplinario de Estudios Uruguayos, que el libro tuvo un “impacto emancipador en las jóvenes uruguayas -aún adolescentes-transformadas luego en activistas o revolucionarias”. Se refiere a las militantes de las izquierdas de los sesenta, impulsoras de la “retomada feminista” durante la transición de la dictadura a la democracia en 1985, muchas de las cuales fueron entrevistadas por ella.

Lecturas que tomaban la escena de las revueltas del mayo francés como modélicas y que tomaba las propuestas de transformación radical de los modos de producción de un modo inseparable de la emancipación de los cuerpos y de los placeres. Hablamos de los tiempos de la píldora, que permitió separar reproducción de sexualidad, del amor libre hippista, de una utopía que incluía a la Mujer Nueva, no solo al Hombre Nuevo.

“Guerrilleras, feministas, sindicalistas, rockeras; microscópicas minifaldas o largas túnicas multicolores, armas en la cartera o micrófono en mano, pastillas anticonceptivas eswcondidas en lugares recónditos del cajón más inexpugnable de la casa”, cita Sapriza a Andrea Andújar. Y luego cuenta que a los 16 años, la oriental Lilian Celiberti lee a Jean Paul ]Sartre y a Camus, pero no a Simone de Beauvoir, lectura con la que se encuentra recién en 1980, en la cárcel de Punta de Rieles, cuando llegaron muchos libros gracias a la misión de la Cruz Roja que abrieron el espectro de una biblioteca que había sido “nazificada”.

Antes del golpe de estado, Uruguay vivía la política con intensidad. “Discusiones en asambleas, ocupaciones de locales, acompañamiento de conflictos obreros”. Todas las participantes pensaban que estaban “en pie de igualdad” con ellos. “Sólo ya bastante vieja, he llegado a darme cuenta en qué medida estaba equivocada”, dice una de ellas.

Al leer las Actas Tupamaras (1971) y en el apartado “El Papel de la mujer” se observa lo arraigado de los estereotipos femeninos en la época. “la lucha urbana, por tener que desarrollarse en medio de las filas del enemigo, ha demostrado en la práctica lo positivo de las circunstancias que determinadas tareas sean llevadas a cabo por mujeres. Se va sesgando en la descripción de los diferentes roles a la utilización de los “toques femeninos” sin olvidar su ternura. Vania Markarian, en 2012, nota que en Guerra de Guerrillas, es el propio Guevara quien sugiere en el manual la utilización de los “encantos” femeninos en la lucha revolucionaria.

María Elena Oddone en esta mítica imagen que retrata el movimiento feminista en Buenos Aires en 1984.

En su trabajo sobre las lecturas feministas, Sapriza recogió muchos testimonios, interesada en saber si las mujeres de la izquierda radical uruguaya se habían sentido convocadas a integrarse a los movimientos revolucionarios entre 1960-1985 como mujeres y si esa premisa las llevó a cuestionarse las desigualdades. La conclusión es que su condición de mujer no fue la preocupación central. Su trabajo permite ver las transformaciones en formas de pensar y actuar que produjo la represión tomando en cuenta las experiencias en la cárcel y las resistencias cotidianas del “insilio” más la lucha que implicó después intentar conjugar feminismo y militancia para someterla a la cruda luz de los anhelos y las desilusiones que trajo aparejadas.

Para Lucía Campanella, doctora en Literatura General y Comparada por la Universidad de Perpignan, Francia, e integrante del Sistema Nacional de Investigadores de Uruguay, el diagnostico de El segundo sexo (1949) se ajusta al momento actual: “este mundo que siempre ha pertenecido a los hombres sigue estando en sus manos, las instituciones y los valores de la civilización patriarcal sobreviven en su mayoría”.

Entre las papas y la libertad, dice Campanella, en la pareja, “la situación ata a uno de los dos a la reproducción de la vida material, lo que permite al otro la elevación del pensamiento; para vos los techos, para mí los meses”, decía Alejandra Pizarnik; una “pesada limitante” para la mayoría de las mujeres, según Simone. “Lo mínimo, nada más que lo mínimo. A mí no me van a agarrar. Tirar los platos a la pileta, pasadita de trapo en la mesa, estirar las camas, dar de comer al bebé, bañarlo. Sobre todo, nada de escoba, mucho menos de franela para sacar el polvo, todo lo que me queda quizás de El segundo sexo, el relato de una lucha inepta y perdida de antemano contra el polvo, escribe la narradora de Annie Ernaux en La mujer helada (1981) que fue traducido al español en 2014.

Como dice la investigadora Mizraje, evocando la frase de Sartre sobre su compañera de vida : “Se tomó entre sus manos. Y aún toma las nuestras”.

 

Laura Haimovichi