Más allá del debate de si es el momento o no de dejar de usar barbijos en la vía pública, tomando en cuenta la bajamar de la segunda ola y la llegada de las vacunas, el tapabocas se convirtió en el símbolo de una época inédita para el planeta. No deja de ser traumático ahora, aunque parezca descabellado, sacárselo e ir sin barbijo por la calle.
¿Por qué trauma? Freud hablaba del trauma refiriéndose a lo infantil que se reeditaba por un episodio actual y esa puesta en relación de un tiempo presente con uno pasado hacía presente ese espectro de lo traumático. Pasamos meses y meses luchando contra fuerzas invisibles, virus que se pegaban a la suela de los zapatos, higienizando cada producto de supermercado, y en una lucha tan desigual, contra un monstruo que podría aparecer debajo de cada baldosa que pisamos en la ciudad, el barbijo que viene de los quirófanos y que fueron muchos de ellos realizados con la más alta nanotecnología, eran nuestra defensa, nuestra objeto antifobígeno. Mucho sabemos de la relación entre fobias y traumas.
Pero no sólo de los traumas viven los seres humanos. No se trata ahora de la distancia necesaria entre nuestros virus y los virus de los otros, sino que tener barbijo nos permitió por primera vez en la historia poder hablar solos por la calle. Nos vino muy bien para poder modular y escucharnos a nosotros mismos sin llevar el mote de locos. ¿Desde cuándo y cómo se ha pensado que hablar con uno mismo es sinónimo de locura? Debería ser pensado absolutamente al revés, pero imaginemos una sociedad donde todos y todas nos hablemos a nosotros mismos, ¿sería una sociedad de locos? ¿Por qué yo podría hablar solo y vos no deberías hablar solo? ¿Cuál es la lógica detrás de este yo que piensa, como dice Descartes, sus propios pensamientos y tú que deberías ahorrar los pensamientos en voz alta, y quedarte callado frente a esos pensamientos que, está claro a esta altura de los acontecimientos, si no los expresas, no los llegas a realizar?
¿Cómo realizar los pensamientos sin hablar? ¡Podés hablar solo en tu casa, podés hablar solo haciendo que hablás por celular por la calle, podes hablar solo pero sin que nadie te viera mover los labios, podías hablar tras un barbijo! Lo extrañaremos. El barbijo nos defendió de los virus y de la locura. Sacárnoslo es enloquecernos, volver a sentir esa sensación de vulnerabilidad y volver a esconder las palabras que me digo a mí mismo caminando por la calle.
También bajarse el barbijo es complicado desde el punto del amor; ya muchos y muchas lo saben en estas épocas de enamoramiento, muchas veces dolorosos. Haberse bajado el barbijo tiene las más variadas consecuencias. Enormes enamoramientos estamos viviendo mostrando el poder de entrelazamientos de las lenguas, enclaustradas en largos y largos meses, y eso nos trajo aparejado los amores furibundos y las series interminables de amor.
Por eso la gente duda sobre ese objeto, ¿tirarlos, bajarlos, no usarlos, llevarlos para siempre? O quizás bajarlos en algunas ocasiones especiales, cuando vamos a levantar la caca del perro, o cuando comemos una factura al lado de la bicicleta, cuando tenemos que hacer un trabajo de plomería y vamos rápido hacía la ferretería, cuando le hablamos a nuestra hija de lo aprendido en el día escolar. Pero todo eso tiene una finalidad, un comienzo y un final, ¡no vaya a tener el barbijo bajo sin finalidad!, por lo menos por ahora, veremos qué pasa dentro de un par de días, un par de meses; todo se ha vuelto incertidumbre en este planeta, temores que nos acercan a esos traumas infantiles.
La población mundial, descontando los terraplanistas y los antibarbijes, como diría mi amigo Rudy, ha llevado barbijos, (salvo presidentes que los desaconsejaban como Bolsonaro, entre otros), nunca hubo una producción tan grande en tan poco tiempo en la historia de la humanidad. Seis mil millones de barbijos caminaban por el planeta o se quedaban dentro de sus unidades habitacionales, produjo una explosión de la moda, barbijos de todas las especies, y todos los estilos: de raso, atigresados, con tallas, de fútbol, fraudulentos, graciosos, los que nunca los usaron bien, ¡subite el tapabocas! Pero siempre nos olvidamos el sentido de la utilización, no evitan pescarse los virus sino evitan contagiar, los barbijos son un acto de solidaridad para con el otre, fueron la esperanza (que duró poco) de que la humanidad saliera distinta de esta pandemia, de que no hubieran tantas peleas por las vacunas, de que se distribuyeran con equidad, justicia y belleza. Los barbijos fueron la esperanza de volver a una humildad perdida, y dejar hablar a la naturaleza, vimos a la naturaleza florecer, se pudieron ver cosas que ninguna se habían visto antes, las aguas bajaban claras, las montañas se veían diferentes, la claridad del cielo dejaban ver estrellas invisibles tras la polución y los gases destructores de la capa de ozono.
La historia está a favor de los tapabocas como una medida de prevención en la transmisión de enfermedades respiratorias virales científicamente comprobado, su uso se volvió obligatorio en muchos momentos de la humanidad. El uso de máscaras se remonta a las civilizaciones antiguas. El registro, cuentan los historiadores más antiguos, es con Plinio el Viejo (79-23 AC) que usaba piel de la vejiga de animales como cubrebocas. Leonardo da Vinci propuso el uso de tela mojada como cubrebocas para prevenir inhalar “sustancias químicas tóxicas”. No fue hasta finales del siglo XIX que por primera vez se usó un cubrebocas en un quirófano, en Francia. Pero el uso generalizado tuvo que ver con las epidemias y pandemias. En el siglo XIV, durante la epidemia de peste negra en Europa, los médicos usaban máscaras, la enfermedad se creía entraba a través de los olores; y las máscaras protegían de los “malos aires”. La primera vez que se obligó al personal de salud, policías y sepultureros a usar cubrebocas fue durante la plaga en China, en 1910. Más adelante, en la pandemia de influenza de 1918 por primera vez que se usó el cubrebocas en la población general.
Pero nunca como ahora el conocimiento acerca de los tapabocas estuvo tan extendido y se convirtió en parte de nuestra identidad. Además del celular, no había que olvidarse ese objeto que ahora, ante esta bajada de casos y contagios, podría volverse objeto de museo, y esperemos que, como a muchos se les ocurrió, no realizar una quemada de todes les barbijes, pues daremos un paso atrás y volveremos a contaminar nuestra atmósfera y olvidaremos que ese pequeño objeto es quizás el punto máximo de la solidaridad humana, del cuidado de sí como cuidado del otro. No se trata sólo de conocerse a sí mismo sino sobre todo de cuidar al otro como una forma de cuidarnos en una sociedad altamente injusta. Hoy, con nuestro barbijo, donde lo tengamos, tenemos la esperanza de que el azote pandémico amaine pero debemos seguir preguntándonos:¿Qué pasará cuando no llevemos tapabocas? ¿No será momento de actuar, no en el mañana sino en este mundo que nos necesita y en el que nos gustaría vivir?
* Martín Smud es psicoanalista y escritor.