Culpable 5 puntos
The Guilty, EE. UU., 2021
Dirección: Antoine Fuqua
Guion: Nick Pizzolatto, sobre original de Gustav Möller y Emil Nygaard Albertsen, basado en la novela de este último
Duración: 90 minutos
Intérpretes: Jake Gyllenhaal y las voces de Riley Keough, Peter Sarsgaard y Ethan Hawke
Estreno en Netflix.
A las remakes estadounidenses se les suele reprochar que no sean otra cosa que meros clones, destinados a evitar a los espectadores nativos esos subtítulos tan molestos. Culpable es algo más que un mero clon; que ese “algo más” nos parezca bien o no es otra cuestión. Escrita por Nick Pizzolatto y dirigida por Antoine Fuqua, The Guilty replica a la danesa Den skyldige, estrenada tres años atrás en Argentina con el título literal de La culpa. En ambas versiones el protagonista es un policía degradado al cargo de telefonista en la línea de emergencias, en espera de la resolución de un caso que lo tiene por acusado. En la original, coescrita y dirigida por el realizador sueco Gustav Möller, Asger debía rendir cuentas ante la justicia terrenal, no la divina. No sorprende que Pizzolatto, guionista de True Detective --cuyo Rust Cohle estaba más atormentado que personaje de Bergman-- haya cambiado drásticamente la sede del tribunal, que ahora atiende en el cielo. Y en el infierno, la otra cara de esa moneda.
Jake Gyllenhaal empieza la película en estado de histeria. Pálido, transpirado y con los ojos irritados, se aplica en un baño, entre temblores, un vaporizador contra el asma. Salvo algún breve recreo, continuará los siguientes 90 minutos (89 y medio, pongámosle) en ese estado. Antes de su presentación, y tanto como para servirle de marco, la televisión reporta una impresionante cadena de incendios, que ha teñido de rojo el cielo de Los Angeles. ¿Un anclaje de la fábula en la más inmediata realidad? Sin duda. Pero estos fuegos no son sólo forestales. La historia sigue básicamente la del original. Mientras aguarda la presentación del día siguiente en tribunales, el protagonista, Joe Baylor, atiende las llamadas más rutinarias como si le anunciaran el fin del mundo. Sobre una pared, un gigantesco panel de pantallas televisivas multiplica los simbólicos fuegos, justificando sus aprensiones.
Una de esas llamadas es de una mujer desesperada, a la que secuestró un desconocido. Desde la inmovilidad de su butaca, que funciona como la silla de ruedas del protagonista de La ventana indiscreta, Joe intentará salvaguardar a distancia la vida de la desconocida. El lector adivinó: la mujer es su espejo, en su salvación Joe busca la propia. En estrictos términos de trama, este tour de force dramático, que se desarrolla enteramente en un par de decorados cerrados como celdas, tiene la cualidad inmersiva que da la impotencia. Habituado a conocer mediante el ojo, para el espectador cinematográfico el oído es un instrumento insuficiente. Imposibilitado de ver, una sorpresiva vuelta de tuerca lo tomará a contrapierna.
En el film original, una luz azul titila en el auricular de Asger. Acá, por supuesto, el azul mutó a rojo. El tono dramático, que en el film danés se mantenía sabiamente refrigerado (para la inflamación, nada mejor que unos cubitos de hielo) aquí arde como el Hades. Aunque el protagonista de Den skyldige trataba de mantener un desasimiento profesional, el brillo de sus ojos delataba su implicación personal. Lo mismo que el Jefferies de Hitchcock, tan relajado en apariencia, pero cuyo tumulto interior patentizaban los primeros planos. Antípoda de su homólogo danés, Joe Baylor chorrea angustia. El azufre del audífono se prende y apaga, como si fuera su consciencia moral. A sus espaldas, las pantallas agigantan las llamas. “Oh My God”, se lee en el afiche de la película, impreso sobre la frente del héroe como una plegaria. Después de tomar la decisión que se esperaba de él, el baño al que vuelve ha devenido de un blanco purísimo. Si Dios quiere, el cielo de Los Angeles empezará a despejarse, como consecuencia de la elección del héroe.