En ese patio, hace mucho tiempo, las mujeres aprovechaban los escasos y breves momentos permitidos para echarse al sol como iguanas, fumar un cigarro y soñar con la libertad. Ahora en ese espacio de seiscientos metros cuadrados de la ex Penitenciaría de Humberto I entre Defensa y Balcarce, casco colonial de San Telmo, es de noche y se recorta un desfile de extrañas figuras con barbijo que bailan y bailan. Al revés de aquellas presidiarias, en el patio no sueñan con la libertad porque ese patio es hoy la libertad: un regocijo espiritual después de tanta peste.
Es la foto sesgada del regreso de la milonga del Parakultural. Esa marca -esa “k” incrustada en el medio de la palabra- condensa pasado y presente, under y liberación. La palabra compuesta sigue retumbando con diferentes significados en la generación de los que hoy tienen entre 50 y 60. Ahora el cuarteto Tango Bardo se despliega en el fondo como una orquesta apretada. En un rato la agrupación tocará piezas instrumentales y también tangos para el brillo añejo de la voz de Osvaldo Peredo, cantor emblema del barrio de Almagro. Ahí están: preparan los instrumentos, arman la escena. Mientras, Horacio Gabin pone discos: clásicos de Miguel Caló con Raúl Berón, de los ángeles D’Agostino y Vargas, de Troilo con Fiorentino. Las parejas bailan bajo la noche fresca; algunas toman una copa de vino o café en las mesas.
Omar Viola observa con atención, escudriña ese mágico equilibrio histórico y sensual que configuran las cúpulas de las iglesias de al lado y las parejas trenzadas en un vals criollo; transita ágil las galerías entre rejas y celdas, pregunta “¿necesitás algo?”. Un milonguero veterano lo detiene, le toma las manos con dulzura, baja el barbijo hasta el mentón, dice: “Gracias Omar, no sabés lo bien que nos hace esto”, y señala la pista.
El nombre de Omar Viola remite a una constelación abigarrada, tal vez algo mitificada, que va de Omar Chabán a Los Melli, de Batato Barea a Luca Prodan, de Claudia con K a la Negra Poli, cabaret y teatro de riesgo, siliconas y Cerdos & Peces, impacto y punk rock. El no le da demasiada importancia. Esquiva cualquier atisbo de nostalgia: toma el pasado como una instancia más de una trayectoria sostenida en una terca independencia. Su preocupación ahora, dice, es que todo salga bien. Como en el tango, Viola volvió una noche (“había en su rostro tanta ansiedad”). Ese hombre menudo, que alguna vez María José Gabin definió como “un anarquista inofensivo, un artista maldito, siempre rodeado de libros y reuniendo gente”, intenta un milagro que desafía la desazón provocada por el virus, la malaria, el posibilidad de un abismo.
“No fue fácil. El tema de los protocolos, cuidar a la gente. Esperamos mucho este momento. Mucho zoom, demasiado. Hubo que templar la paciencia”. A las 67, se obstinó en seguir adelante con La milonga del Parakultural, una secuela del sucucho estallado a comienzos en el Teatro de La Cortada de la calle Venezuela. Cuando bajó la espuma de la democracia y el under se deslizó en una dirección que fue de la periferia al centro, abducido por la cultura oficial –con peldaños como el Rojas, los teatros grandes, la televisión-, Viola fue tomado por la suave ola que en los 90 le devolvió al tango su pulso vital. Se hundió en el reverdecer de la milonga, decodificó la mixtura en las pistas de viejas glorias y chicos y chicas en zapatillas y le dio su impronta artística, volcó su noble bagaje. Inventó espacios con una naturalidad notable: hay sitios de la Buenos Aires profunda que le pertenecen, como el Parakultural de la calle Chacabuco en los años 90, la onírica La Catedral en Almagro, el Salón Cánning. “Predico valores que perduran… ¡Por eso se sigue llamando Parakultural! Yo creo en los principios, creo en el respeto, en el no desprecio, en el impacto, en el cuerpo. El Parakultural siempre fue una experiencia de cuerpo”.
¿Cómo sería esa experiencia de cuerpo?
-Desde los inicios era físico. De pronto aparecía Alejandro Urdapilleta rodando por la escalera. Nos propusimos romper la cuarta pared. Que la escena cubra todo, que no haya diferencia entre el territorio del espectador y el del actor. Como ahora la milonga: no es parte de la escena, es la escena. Aquellos años fueron como una tremenda lluvia de energía. Al principio estaba dirigida a pares, artistas, los alumnos de los talleres, sus amigos. ¡Pero ocurrió que esa gente era medio Buenos Aires! Era crear, dialogar, trabajar en equipo. Con la milonga son los mismos principios.
¿Qué te interesa del tango?
- Sobre todo el baile, pero no solo. El baile de tango es un tesoro de la gente. Es una práctica que podría estar metida adentro de una lata de conserva cultural: abrís la lata, escuchás unos tanguitos, los guardás y chau. Pero no, es puro presente.
¿Y qué ves en ese presente?
-Diversidad. Y yo donde veo diversidad veo cultura. Cuando baila un carnicero con una psiquiatra me digo: “Ahhhh, ¡es eso! ¡ya está!” En el abrazo con el desconocido está la clave. Y en la improvisación, en el juego. Esto es un juego. Por eso hay que gestionar y gestionar y gestionar, para armar cada día la mejor milonga. La cultura nos va a salvar si nosotros salvamos a la cultura.
En dictadura trabajó y se perfeccionó en la Escuela Argentina de Mimo, con Angel Elizondo. En perspectiva, ese fue el germen de la movida. O más específicamente la obra El intranauta, protagonizada por él y dirigida por Elizondo, basada en Cuadernos de navegación de Leopoldo Marechal. Por su actuación Omar Chabán lo distinguió con El sorete Einstein, uno de los mayores orgullos de Viola. “Era un sorete verdadero, seco, de perro. Nunca me habían dado un premio. Me puse cuando me enteré que también se lo habían entregado a Luca Prodan y Guillermo Kuitca”. Entabló muy buena relación con Chabán: lo de él era el espacio amplio; lo de Viola, la performance apretada. Viola hizo varias obras en Cemento, los jueves, el día consagrado a lo teatral. Tal vez la más recordada fue Subdesarroshow.
En aquellos tiempos de terror Viola trabajaba con la acción, no con la palabra. Pero no en plan mimo de Plaza Francia. “Yo hacía ‘medita-acción, en lugar de meditación. Quería meditar con la acción, como en las danzas rituales”, dice. Cuando se dio cuenta que tener un espacio propio podía ser, también, una estrategia de supervivencia, con eje en lo colectivo, para compartir producciones con los alumnos, apareció el sótano del Teatro de La Cortada y junto a Horacio Gabin puso manos a la obra.
Esa “medita-acción” de Viola supone una determinación espiritual. Desde hace décadas practica budismo. La pandemia profundizó lo que él llama un “trabajo interior”. “Me interesa lo religioso, pero nunca estuve en ninguna religión. Tampoco el budismo. No es que 'estoy', es otra cosa. No me interesa ningún ismo. Es una cuestión de creer. Y yo creo. Creer es transformador… ¿Por qué creemos que mañana va a salir el sol? ¿Estamos realmente seguros? Es una creencia y está bien: de lo contrario no se puede vivir. Lo que me interesa del budismo es lo humano, sacar lo bueno del otro, dialogar. Tengo reuniones una vez por semana para hablar de todo esto. Es abierto, vienen vecinos, cristianos, quien quiera. Me interesa integrar.
Un poco a contramano. Parecería que nadie integra.
-Estamos en un momento raro… ¡Hay un Milei! Y no es algo sólo local, pasa en todos lados. El parlamento alemán tiene nazis. No filo nazis, o gente de derecha: nazis. En Italia, igual. En todo este barro, estamos haciendo lo que podemos y sabemos: cultura. Ahora, ojo, la cultura tiene su costado nefasto también. Hay una cultura destructiva, de competencia, una guerra. Cada vez es más fuerte la cultura de la cancelación…Tenemos que gestionar y gestionar, sin parar, espacios. Abrir lugares… Todavía siento lo de Cromañón como una maldición.
¿Todavía?
-Sí, un atentado a la cultura. Una tragedia originada en la corrupción. Y sigo sintiendo que nadie escuchó a tiempo a Chabán. El dijo un montón de cosas, lo que pasa es que las decía a su manera. Y esa manera caía mal. El dijo: “Esto no lo hizo la gente de Callejeros; fueron los fieritas del fútbol”. Omar era muy inteligente, no vivía de ilusiones. Lo trataron como asesino. Murió porque era un tipo sensible. Y bueno, se acabó el garage, la reunión, para abrir un lugar hay que tener plata. Es así. Lo que te salva, te condena. Me acuerdo cuando vino la Negra Poli para que tocaron los Redonditos en el Parakultural en los 80, cómo organizó todo, cómo cuidaba a su gente. Cuando Skay tocó en Cromañón fue igual. Nadie tiró una bengala, y entraron los que tenían que entrar. Poli es una persona con principios.
¿Por qué el Parakultural sobrevive como concepto?
-Porque es un lugar para la expresión, para las diferencias, para la libertad. Cuando las chicas empezaron a bailar entre sí, los milongueros viejos se alarmaron: “Nos vamos a quedar sin milonga”, me decían. Yo los calmaba. Después se apiolaron de que hay lugar para todos, de que está bueno convivir. Hace como quince años, el Parakultural organizó en el Salón Canning el Primer Festival de Tango Queer. Y ahí se dio algo interesante: cómo va cambiando lo que antes se decía eran los roles del “hombre” y de la “mujer” en el baile. Ahora se habla de los roles de “conductor” y “acompañante”, y no es fijo. Puede cambiar en el mismo tango.
La noche avanza hacia la madrugada. Peredo cede el micrófono a Roberto Minondi y el cantor hace “Sin palabras”, de Mores y Discépolo. La luna se aleja hacia el río, y el paisaje tiene un aire antiguo, digamos europeo. No se vislumbran vestigios de modernidad, los tangos se suceden como en una cápsula sin tiempo. No hay turistas, y se nota. Por protocolo, las parejas no se mezclan y nadie puede sacar a bailar a nadie. Cada quien está condenado a su compañero. Vuelve Peredo: “Antiguo reloj de cobre”. Omar Viola habla con sus hijos, que lo están ayudando en la patriada: Tomás de 30 y Valentín de 22. Se acomoda la boina que protege su cabeza del frío. La pelada rasurada subraya el estereotipo budista. “Hay quienes dicen que lo bailarines solo quieren bailar. Sin orquesta, sin nada. Con discos. Bailar y nada más. Y yo pregunto: ¿Por qué ‘y nada más’? ¿Por qué alguien no puede, no sé, bailar en silla de ruedas? Yo a la milonga la veo como un encuentro social completo. Un encuentro del presente, no vintage”.
Vuelve a perderse por los pasillos. Saluda a milongueros veteranos. Ahora suena una chacarera y unas diez parejas se animan a la media vuelta, la vuelta entera, el zapateo. Luego de la tanda folklórica, se escucha Emerson, Lake & Palmer, y enseguida Los Visitantes y Los Rolling Stones. Esa trifecta de rock tan diferente es como una rúbrica que dice: “Bienvenidos al Parakultural”. Omar Viola absorbe las tensiones, es el depositario de un deseo colectivo. Como por arte de su magia, logra que en San Telmo, los martes, por algunas horas, el mundo deje de ser un sitio horrible.