¿Es posible interpretar la serie El Juego del calamar como parábola social de Corea del Sur? Solo en parte. Ese país es vanguardia de una sociedad de rendimiento global pos Guerra Fría donde un sujeto individualista entregado al éxito se autoexplota, tensionando su psiquis al límite por cansancio y estrés: ante el fracaso, en lugar de rebelarse se deprime. Como empresario de sí mismo --o mero monotributista-- cree estarse realizando y se autoimpone una absolutización del trabajo, coaccionado por tecnologías digitales que borran la línea entre el tiempo del ocio y el laboral. Esta lógica motivacional es más productiva que la de la sociedad disciplinaria de Michel Foucault con su torre panóptica de vigilancia en una cárcel circular. Aquel era el modelo 1984 de Orwell con un Big Brother viéndolo todo como en El juego del calamar: el jefe monitorea a los jugadores que pelean a morir en ese distópico reality show, salpicando sangre a cámara. Y es aquí donde el guion no sería una metáfora actual: según el filósofo Byung Chul Han, en la sociedad neoliberal del siglo XXI, el modelo panóptico de vigilancia analógica ya no explica el control social, que ahora es panóptico-digital y funciona con una lógica seductora, desde que un ardid ideológico hace coincidir la idea del trabajo con la de libertad. El control panóptico a la antigua de esta serie no es el imperante en la sociedad surcoreana, que ahora oculta su estructura coactiva tras la apariencia de un velo de autonomía emprendedora: “Quien fracasa es, además, culpable y lleva consigo esa culpa dondequiera que vaya. No hay a quien pueda hacer responsable de su fracaso”. Los participantes del juego perverso en la ficción de Netflix son los perdedores del tecnocapitalismo confuciano, suicidas aplazados dispuestos a todo por un gran premio.
Pero la serie sí capta un rasgo central de la sociedad de rendimiento surcoreana --que si fuese solo local no generaría identificación global--: el homo-laborans elige encerrarse al acecho de un Big Brother enmascarado, quien lo seduce con un chancho gigante lleno de dinero y lo ametralla si es derrotado por otro compañero de “prisión”.
Durante mi reporteo en Corea del Sur observé la naturalización de ámbitos de autoencierro voluntario, acaso únicos en el mundo: las clínicas de desintoxicación digital donde videoadictos que no distinguen entre adentro y afuera del cyberespacio se internan a recuperarse rodeados por cercas y despojados de smartphone y PC. Pero el ejemplo más radical es el de una elite de docentes llevados a un lugar de reclusión en la montaña a preparar las codiciadas preguntas del Suneung, el examen anual y común de ingreso a todas las universidades, que cada noviembre rinden 490.000 estudiantes preparados de manera durísima, incluso desde el jardín de infantes, cuando ya son enviados a estudiar inglés de manera extracurricular. Como en la serie, esos docentes son transportados al lugar secreto en autos con ventana ciega para que no sepan el camino a ese Big Brother donde 300 de ellos son vigilados por servicios de inteligencia: nadie puede entrar ni salir durante 34 días. Como en la ficción, ni docentes ni celadores de los docentes pueden revelar su nombre. Producen las preguntas a mano y queman la basura para que no se filtren. Al entrar les quitan todo dispositivo electrónico y quedan incomunicados (como en la serie). Nadie --salvo la pareja-- puede saber por qué el docente ha desaparecido. Un contrato de por vida los obliga a ocultar que han hecho ese trabajo, so pena de cárcel efectiva si la información trasciende. Y reciben un premio de 10.000 dólares. Como los competidores del Juego del calamar, están allí por decisión propia. La diferencia --además de que no corre sangre-- es que allí dentro no rivalizan (pero sí antes para ser elegidos).
Los que en verdad pugnan son los alumnos: de ese megaexamen de ocho horas y media sale un ranking nacional y solo el 4% entra a una de las tres universidades que todos desean, como la Universidad Nacional de Seúl: un protagonista de la serie estudió en esa y otro personaje lo resalta como garantía de status --pero no de éxito-- de su amigo.
En Corea del Sur es común que, si un alumno se copia en un examen, un compañero lo delate: sería trampa en la feroz carrera grupal por ascender en esa jerárquica sociedad confuciana. Y es muy vergonzoso ser descubierto. A un entrevistado le pregunté si conoció jóvenes suicidas estresados por el estudio y la presión familiar: “todos tenemos casos cercanos; en mi escuela, uno fue encontrado copiándose y salió al pasillo saltando al vacío desde el quinto piso”.
En la vida real surcoreana --como en la serie-- se ha naturalizado la muerte violenta. En la sociedad de rendimiento --plantea Han-- la violencia no ha desaparecido: fue interiorizada e invisibilizada en forma de autoagresión. Corea del Sur tiene una de las tasas de suicidio más altas del mundo y pandemias de depresión.
El kisuk-hagwon es la versión estudiantil del encierro voluntario: academias privadas preuniversitarias donde quienes han fallado en el Suneung se toman un año extra para reintentarlo. Aquí sí, el régimen se parece más al de la novela 1984 y a la serie: el enclaustramiento cronometrado al minuto es por ocho meses, sin teléfonos ni TV. Estudian de lunes a sábado desde las 6 de la mañana a las 12 de la noche (los domingos descansan pero tampoco pueden salir extramuros y las relaciones sexuales están prohibidas). Los levantan con megáfono y se alinean al estilo militar, monitoreados las 24 horas. Un omnipresente contador electrónico en lo alto advierte los días que faltan para el examen.
El juego del calamar podría leerse como una metáfora, pero no solo de la parte sureña sino de la península coreana completa con su lado norte: refleja rasgos de ambos lados de la grieta, donde cada sistema político-económico se radicalizó a partir del rigor confuciano. El guion --por una parte-- muestra la vieja vigilancia panóptica que hoy solo existe en Corea del Norte (aunque queden resabios en el sur): el padre de la inmigrante norcoreana murió baleado al cruzar el río Imjin hacia el lado sur.
Al mismo tiempo, la trama se basa en el carácter aspiracional y permisivo --no represivo en un principio-- de la sociedad de rendimiento: el autocontrol es más eficaz a los efectos de la disciplina y la productividad. Los participantes lo dan todo por ganar, sin un látigo detrás. El paralelismo con el guerrero corporativo tigreasiático es claro. Pero estos gladiadores posmodernos de la pantalla lo han perdido todo ya en el juego de la vida, optando por entrar al coliseo como un apostador suicida jugándose la última carta en una sociedad hipercompetitiva. Y que aun siendo potencia industrial --décima economía mundial-- no ofrece espacio para todos y estigmatiza a los incapaces del “éxito”, a quienes el emprendimiento nunca les arrancó.