Me he propuesto compartir con ustedes mi punto de vista acerca de la metáfora y la poesía, el cual no tiene mayor valor que el de provenir de una consecuente y ya antigua lectora de poesía, dado que mi experiencia arrancó a muy temprana edad y se mantiene hasta hoy. Obviamente, no puedo decir que dicha experiencia se mantenga intacta, porque por fortuna ha pasado por múltiples transformaciones, que es la mejor manera de describir la indefectible evolución en este arte, sin dudas marginal, y a la cual se han sumado otros saberes académicos que no han hecho más que confirmar mi intuitivo descubrimiento: la poesía le hace decir al lenguaje aquello que el lenguaje no sabe que puede decir.
Gianni Vattimo sostiene que "el hombre habla de lenguaje, pero es el lenguaje el que 'dispone' de él, en cuanto condiciona y delimita sus posibilidades de experiencia". Es decir que, si el ser no es otra cosa que su darse en el lenguaje, podemos pensar que la expansión del ser tendrá más posibilidades cuanto más desarrollado, rico y versátil sea el acervo de palabras del sujeto.
Uno podría suponer, entonces, que ser un lector de novelas garantizaría un frondoso y fluido contacto con la palabra que promovería grandes construcciones de sentidos en el lector. Sin embargo, Vattimo, reflexionando sobre el trabajo de Heidegger, advierte que "no cualquier acto de lenguaje es el evento del ser", de allí cabe pensar que el gran cúmulo verbal de la novela no es precisamente la experiencia de lectura que pueda rasgar el velo que contiene al ser, pues el lector se desplaza por las páginas anchurosas de palabras con gran comodidad intelectual y cierta somnolencia interpretativa. Lo leído, es generalmente sintetizado en breves anécdotas, o en el resumen de la fábula, o bien en alguna característica relevante del relato o del personaje. Y en cada uno de los casos (incluso si contáramos los tres) su producción propia, es decir el comentario de la experiencia por parte del lector, será siempre menor en dimensiones discursivas a la cantidad de páginas leídas. Más aún, el lector estará mucho más próximo a hacer una reproducción literal de lo leído, que una producción propia, creativa, acerca de su experiencia estética.
En cambio la lectura de un poema, si bien supone una acción que se lleva a cabo en un breve lapso de tiempo, dado que las dimensiones textuales son mucho más breves, el proceso de post‑lectura excede con creces el tiempo dedicado a la lectura. Incluidas, en esta instancia, las posibles re‑lecturas.
Este juego comparativo nos sirve para poner sobre relieve el requerimiento de altas las estrategias cognitivas y reflexivas que pone en juego un lector de poesía. Ahora bien, al hablar de alto nivel, no estamos aquí presuponiendo que estos recursos son dones de algunos pocos privilegiados o de talentos restringidos a sujetos con cierto acervo cultural, sino que, por el contrario, es una habilidad perceptiva que se construye a partir de una experiencia sostenida de lectura de poemas.
Dice Blanchot: "La obra de arte, la obra literaria no es acabada ni inconclusa: es". Desde este promontorio me animo a desviarme hacia los senderos poéticos: un poema no es un pedazo de un libro. No es un pequeño texto que me obliga a seguir leyendo otros, como ocurre con el mecanismo adquirido por el lector de novelas. Un poema no es un capítulo inconcluso que se resuelve en el capítulo siguiente. Un poema es solo y único. Nos exige entregarnos por entero a él.
Bien. He considerado que marcar estas diferencias en los procesos de lectura de un texto narrativo y de un texto poético era fundamental, porque para atreverse a hacer contacto con la intemperie de la metáfora, primero hay que comprender que la experiencia de lectura de poesía demanda una desarticulación con el uso naturalizado del lenguaje, con las estructuras narrativas, con las formas convencionales de la gramática y con el sistema tradicional de estructura de pensamiento por parte del lector.
Es cierto que el lenguaje poético, el lenguaje metafórico, deja al lector en la intemperie. Pero es necesario desmalezar esta palabra, como es necesario también repensar la palabra resguardo, la cual surge inmediatamente como contracara de aquella. Desde este lugar podríamos decir que el lector de poemas es aquel que se atreve a salirse del resguardo prosístico, del resguardo anecdótico y que goza de la intemperie en la que lo deja la metáfora.
Al desmalezar la palabra intemperie proponemos leer en ella no sólo el sentido de falta de techo, sino también sumarle los caudales de viento, lluvia, relámpagos, noches y amaneceres. Es decir, atreverse a percibir fenómenos verbales como quien se aventura en la vida a cielo abierto, lo cual exige un renunciamiento voluntario a las protecciones conocidas del relato.
En el surco breve del verso, la experiencia metafórica propone un desvío hacia otra travesía. Las palabras más habituales se vuelven desconocidas. En la poesía, el lenguaje encuentra nuevas maneras de reorganizarse a contrapelo de los discursos cotidianos, de la gramática natural o de las manivelas narrativas. La poesía, por lo tanto, es un evento inaugural del lenguaje, según las precisas palabras de Heidegger. Leer poesía siempre es una caída en espiral, porque su índole metafórica amplía las posibilidades del lenguaje hasta dejar los significados y las representaciones convencionales en el más puro estado de intemperie recursiva. Pero el lector de poesía, precisamente, disfruta del vértigo de caer. No piensa cuál será el lugar del impacto, el destino final. A veces tiene una vaga idea, pero simplemente cae desde la metáfora por el gusto de caer.
La metáfora, como arquitectura estética, exige el doble riesgo de mirar hacia dentro y hacia fuera, propone ir de la conmoción al raciocinio, invita a pasar de la interrogación al desconcierto, del desconcierto a la duda, de la duda a la lucidez.
Lo lúdico, lo riguroso y lo epifánico son las bolas de fuego con las que el poeta juega desde el lenguaje y en el lenguaje, más que con el lenguaje. Por ello, la metáfora no es un elemento aislable, no es un dispositivo extraíble, sino parte del ser del poema, parte de su intemperie. Y justamente, es la intemperie de la metáfora la que rasga el velo que recubre al ser, al lector.