“La literatura es una forma elegante del rencor”, dice la narradora de El corazón del daño (Literatura Random House), de María Negroni, una novela íntima y extraordinaria en la que explora la ambigua relación entre vida y escritura desde una voz que encuentra un principio medular: la madre asmática que siempre fue “la dueña del lenguaje”, “el gran amor de mi vida”, “un amor emperrado como un coágulo”. La narradora comparte con la escritora algunos elementos autobiográficos: el exilio de Rosario (donde nació) a Buenos Aires; la militancia política en la década del 70, detonada por el fusilamiento de dieciséis miembros de distintas organizaciones armadas en Trelew; la maternidad en la clandestinidad; una beca de su compañero y el viaje a la ciudad de Nueva York; la biblioteca de la Universidad de Columbia como “un laberinto donde vivir se alivia”; una vuelta no deseada a la Argentina y el regreso a Nueva York.

En la novela, en la poesía o el ensayo, lo que prevalece es el “modo Negroni”, que consiste en romper siempre algo, produciendo una especie de cortocircuito en la lengua que arrasa con las categorías y derrama sobre la textualidad la belleza de una opacidad que rehabilita el esfuerzo por agotar el decir, esa forma de la intemperie misma estallada, para llegar más rápido al silencio. Vista como una unidad desde el “modo Negroni”, su obra, para la comodidad de la crítica, se despliega etiquetada como novela, en El sueño de Úrsula y La Anunciación; ensayos, Ciudad gótica, Museo Negro, Galería Fantástica y El arte del error; poesía, Islandia y Archivo Dickinson; y un par de “inclasificables”: Elegía Joseph Cornell, Objeto Satie y Pequeño mundo ilustrado, recientemente reeditado por Caja Negra.

Desde que Negroni regresó definitivamente a Buenos Aires en 2013, generó un proyecto tan necesario como inédito hasta entonces: la Maestría en Escritura Creativa de la Untref, que ella misma dirige. “Me va a resultar difícil hablar de este libro porque todos los libros son para ser leídos y no comentados –dice la escritora en la entrevista con Página/12-. Me parece que lo que quería hacer (no importa cuál es el resultado) era una especie de arqueología de la escritura, de dónde viene la escritura, y también cómo se constituye una escritora mujer. Un poquito como trazar una configuración emocional desde la infancia, desde los primeros vínculos, y empezar a ver qué función tuvo esa infancia como para llevar a la exploración del lenguaje. Mi sensación es que tenía todos esos materiales autobiográficos que los quería poner en tensión para explorar otra cosa, que es cómo entran a funcionar los libros como objetos verbales”.

-¿Los libros también “hablan”?

-Los libros más bien se escriben con una materia verbal en tensión, y lo que buscan es iluminar zonas oscuras. Entonces lo que yo quería no era relatar algo en lo que tuviera una claridad porque no creo en la claridad de la supuesta realidad o de la referencia. Quería poner en tensión esos materiales verbales para iluminar preguntas que llamaría “los agujeros psíquicos”, donde se puede mostrar eso que siempre se nos escapa, que es inasible, y tiene que ver con la pérdida y cierta insuficiencia de lo real.

-La figura de la madre en la novela también pone en tensión esos materiales. En una primera instancia, aparece la construcción de una escritora que ama demasiado a la madre, a la vez que se opone a ella también, ¿no?

-La madre es el origen y, como lo escribo en la novela, es la dueña del lenguaje. Hay una especie de fascinación con ese personaje, con ese vocabulario tan rico desde el punto de vista emocional; las palabras de la madre están cargadas de emoción. Por otro lado, aparece cómo se constituye una resistencia; hay un montón de cosas que le pasan a este personaje: cómo redimir a la madre o vengarse de la madre. La cosa ambivalente de los sentimientos la exploro en otras escritoras mujeres: dónde se pone y con quién se alía la mujer que escribe. Esta es una gran pregunta que me atraviesa, más allá de este libro.

-¿El principio de tu escritura tiene que ver también con el exilio? Cuándo te desplazás de un lugar, ¿necesitás encontrar un asidero en el lenguaje?

-No, la parte del exilio la veo como distintas formas de relacionarme con esa dificultad. Hay momentos de muchas rupturas en el libro; está la ruptura de la casa familiar, la ruptura del país; están los regresos. No veo el exilio relacionado con el lenguaje en particular. El exilio es una condición humana que tenemos sin movernos de nuestros países. En mi caso, el viaje que narro es un viaje de apertura, de descubrimiento de otras cosas, de una distancia productiva. La biblioteca es otro de los ejes que recorre el libro: desde la ausencia de libros en la casa de la infancia, pasando por la biblioteca adolescente y llegando a la Biblioteca de Columbia. Eso es también lo que hace la formación de una escritora, cómo se relaciona con el canon literario, cómo lo pelea, dónde se pone y cuál es el rol que cumplen otras escritoras mujeres para la mujer escritora, un tema que está todavía pendiente. El otro día alguien me decía que el problema del reconocimiento del derecho de las mujeres ocurrió hace cinco minutos. Nosotras pensamos que fue hace mucho, pero si lo mirás en perspectiva, el derecho al voto no lo tenían en la época de Virginia Woolf. Y no fue hace tanto; estamos hablando de hace menos de un siglo.

-La narradora se va de su casa y milita en los años 70. Excepto en tu novela “La Anunciación”, ¿por qué es un tema que no suele estar presente en tu narrativa más reciente?

-No es algo que surja todo el tiempo, pero fue importante en mi formación. Lo que importa no son los supuestos acontecimientos verídicos (si milité en Montoneros o en el ERP); el deseo descompone y corroe todo, entonces uno cuenta en la escritura incluso lo que no ocurrió. Lo que quiero es que se lea como literatura, y a la literatura no le interesa la verdad. A la literatura le interesa la verdad literaria. No hay otra verdad que la verbal para la literatura. Hay decisiones muy conscientes sobre lo que pasa con el lenguaje.

-La narradora vincula el momento en que se quiebra en una pista de patinaje en el Central Park con la resonancia que tenía quebrarse políticamente en los 70.

-Pero no solamente eso; el libro tiene una prosodia, una forma de la dicción, muy particular, de todo lo que he aprendido en la poesía. No es una prosa que se interese mucho en el argumento; los hechos están puestos al servicio del lenguaje, no al revés. La apuesta del libro es traer un objeto que pueda hacer preguntas, que valga por lo que no está, por lo que no se dice. Que es un montón, porque la vida no entra en cien páginas. Yo no estoy interesada en los hechos, estoy interesada en una música, que es una música interior.

-¿Cómo sentís esa música interior?

-Es una prosa que tiene un ritmo sincopado, que es cortante y filosa también, que inaugura zonas...no te olvides, además, el detalle del asma de la madre, la falta de aire para respirar. Ahí hay otro elemento.

-Esa madre asmática que te dio el lenguaje, ¿inaugura un modo de escribir cortante, con la prosodia de una asmática que sabe que se va a quedar sin aire?

-Exacto. Inaugura una especie de urgencia; no hay mucho aire para decir muchas cosas. Hay que decir lo más posible con la menor cantidad de palabras. Eso es lo que me determinó a escribir poesía porque la poesía es el grado más densificado del lenguaje. En un poema no sobra nada; está todo unido, engarzado: el pensamiento, la emoción, todo junto en el poema. El pasaje a la ficción o a la novela han sido esfuerzos para tratar de hablar con más tranquilidad, con más aire. Pero no es lo que hice en este libro, en el que me parece que vuelvo a una cosa punzante, el gran golpe del que hablaba Kafka: los libros te tienen que pegar un mazazo. Y lo que te pega un mazazo en un libro tiene que ver con cómo se dicen las cosas y no con lo que se dice. Porque no hay nada muy peculiar en este libro en cuanto a argumento, es decir es lo que le podría haber pasado a cualquier mujer joven de mi generación con ese tipo de padres. No es nada raro. Lo que lo diferencia es el modo en que eso se cuenta.

-”Como si fuera Ovidio a orillas del Ponto, me aferré al malhumor. Las modas detestables de los años 90 me irritaban, el deterioro gritando grandemente, como si la vida estuviera irremediablemente o ya toda usada o rota”, dice en un momento la narradora en un cambio de tono significativo, porque queda explícito que la literatura de los años 90 le parece detestable, ¿no?

-Hay un detalle importante: hay un regreso al país no deseado. Cuando digo me aferré al malhumor es porque fue un regreso complicado. Nadie me obligó a regresar, pero no eran las circunstancias que hubiera elegido. Ahí me metí con la literatura gótica y escribí Museo negro. Pero lo que veía de la literatura de los años 90 no me resultaba muy interesante. Yo venía de otra ciudad (Nueva York) que representaba para mí una cosa muy hermosa y hasta un punto idealizada, que chocó con esto que no me parecía interesante. El personaje del libro vivió el regreso de esa manera. Si hubo otras cosas positivas, no las pudo ver y se volvió a ir. Entre la llegada y la ida pasaron cuatro años. Para la familia ese primer regreso fue un descalabro, una ruptura total: los hijos decidieron volver a irse, la pareja se rompió; no era un momento luminoso.

-”Escribir es susurrar lo que se ignora”, dice la narradora haciendo eco con una postura en la que plantea que escribir no tiene que ver con saber adónde se va. Que no se va a ninguna parte, ¿no?

-La escritura es una epistemología del no saber. Si sabés lo que querés decir y lo tenés clarísimo, ahí no hay promesa de texto. La promesa de texto viene con la pregunta, con la duda, con la incertidumbre. Lo que uno hace es un camino a ciegas, en el que tampoco llegás a ningún lado, pero por momentos, como si estuvieras en un escenario a oscuras, se ilumina una zona. Ese es el efecto estético, el momento en que como lectora –porque los escritores también somos lectores de nosotros mismos- se produce una especie de asombro porque eso no lo había pensado o sentido. Eso que se iluminó se va a volver a apagar; no es que ya está para siempre, es un ratito, pero eso vale todo. La escritura está muy relacionada con la pérdida. En la escritura hay un intento de volver a otorgar vida a eso muerto o perdido.

-Te devuelvo una pregunta que aparece en el libro, después de citar un verso de Olga Orozco, “boca que besa no canta”: ¿De verdad escribir y vivir son tan incompatibles?

-Es un temazo, pero respuestas no tengo. Esa pregunta la podemos analizar desde muchas perspectivas. En los escritores hay muchas renuncias; es muy difícil integrar todo: la sexualidad, el erotismo, los hijos... En un momento la narradora escribe que tiene que ir a hacer las compras al supermercado y parecerse a Baudelaire. ¿Cómo se hace para hacer todo? Esta pregunta se podría formular de otra manera: ¿Cuáles son los costos de escribir? ¿Qué se paga? La escritura es una amante muy exigente; no es que podés livianamente ocuparte de esa amante. Exige cosas: entrega, tiempo, perseverancia, estudio, tu ser entero. No quiere la mitad de nada. ¿Entonces cómo se hace? La respuesta no la tengo, pero es una pregunta que me ha acompañado toda la vida.

-¿Será que se negocia y habrá momentos en que se escribe más de lo que se vive y otros en los que se vive más de lo que se escribe?

-Puede ser...yo creo que cada escritor lo resuelve a su manera, y por etapas. (Juan) Gelman, en una conversación, me dijo una vez algo que me pareció tan claro: “la poesía es la ceniza que cae del pucho”. Si lo pensás, hay una vida que se consume y la poesía es eso que se terminó de consumir y se transforma en poema. La vida y la poesía (la escritura) van juntas. No hay escritura sin vida. Se puede escribir sin vivir, pero es una combinatoria complicada, compleja.

-¿En qué sentido escribir es dañar también?

-El corazón del daño es como si fuera un oxímoron porque el corazón está vinculado con el amor, no con el daño. Entonces es como si pudieras juntar en esa dupla de palabras el corazón, el amor, y el sufrimiento. En la escritura entra todo, no puede quedar nada afuera. Por eso es tan importante la literatura, porque no se prende a las categorías morales. La estética no es moral. La escritura siempre se corre de lo que debe decir, de lo que está bien decir. Entonces dice cosas que por ahí molestan o que son inconvenientes. El juego es así: si no te gusta, no lo juegues. Los libros que amo leer (que agradezco haber leído) son los libros donde de repente se produce algo casi inconcebible. ¿Cómo me está diciendo que esto tremendo le produjo felicidad?

-¿En algún momento pensaste en dejar de jugar este juego de la literatura?

-No. Me parece que es muy importante para mí, me da una especie de felicidad extraña. No es una felicidad eufórica, es una felicidad muy intensa, con zonas oscuras, pero me constituye. No sabría cómo vivir. Yo soy fundamentalmente una lectora, amo leer, y los libros que me tocan los atesoro y me justifican el día. Yo leo algo que me encanta y ya está: no necesito mucho más.

El reino del asombro

 

“La infancia es el reino del asombro y es el primer encuentro con el mundo, donde todavía no han sido domesticadas las reacciones”, plantea María Negroni. “La infancia es un lugar donde la moral todavía no tiene vigencia; los niños pueden ser muy crueles de una manera inocente. Para mí el arte es eso: alguien que se para en el escenario y puede llegar a hacer o decir cualquier cosa. Eso lo hacen los niños y los artistas. Creo que (Gaston) Bachelart decía que un exceso de infancia es un germen de poemas. En el caso de una mujer, la niña está mucho más expuesta y no tiene coraza. La coraza es la educación, todo lo que se impone. La niña está en su mundo, en su imaginación. Y la imaginación nos salva. Si no, salimos a la calle y nos tiramos bajo el primer auto que pasa”, agrega la escritora que tiene avanzada la escritura de su Historia natural, un recorrido, en “modo Negroni”, por las vidas de naturalistas como Aimé Bonpland, Alexander von Humboldt y Sybilla Merian, que incluirá también a todos los escritores que han amado la naturaleza.