Hace diez años no estaba tan pendiente de la comida. Si bien siempre me había cuidado y comía muy sano, cuando tuve a mis hijxs se volvió una preocupación, además de una responsabilidad. Brindarles alimentos de calidad fue un trabajo aparte: no solo por el tiempo que nos demanda buscar verduras frescas, variadas, ricas en proteínas y que coman dentro de lo posible bien para su buen desarrollo, sino que a eso se suma la prácticamente épica misión de evitar la comida procesada. Cuando digo «evitar», soy consciente de que es parcial, ya que en los cumpleaños era obvio que la iban a tener al alcance de sus manos, así que me propuse como meta que estos productos no fueran un hábito ni parte fundamental de su alimentación. 

Esta semana se iba a tratar la Ley de Etiquetado Frontal, que intenta obligar a las compañías, empresas alimenticias, a brindar información más detallada de los alimentos que comercializan. Después de mucho debatir, muchas operaciones, muchas formas de dilación para evitar que esto bajara al recinto, se había logrado dictamen para su tratamiento. Lo que ocurrió es la crónica de un final anunciado: no hubo quórum porque mayoritariamente la oposición dispuso no concederlo. Dicen que lo hicieron porque ellos proponían tratar temas más urgentes, atados a esto y que si el oficialismo quería discutir la Ley de Etiquetado Frontal debía comprometerse a tratar también el voto con boleta única y otras iniciativas que la oposición consideraba especialmente urgentes. De todos modos, que la discusión no se haya dado no quiere decir que se vaya a caer la ley, ya que por suerte no pierde estado parlamentario. Sin importar lo que se diga, de si es parte del manejo político democrático presionar para conseguir que se debatan determinados asuntos, lo lamentable es que se evidenció un lobby muy influyente que activó sobre los poderes del Estado y torció su voluntad para favorecer sus propios intereses o, mejor dicho, de resguardarlos en este caso, para que no haya un cambio en las regulaciones. 

La ley propone que las empresas coloquen obligatoriamente un octógono negro en el frente de la etiqueta de los alimentos altos en grasas, en azúcares o en sodio: es decir, busca advertir que el consumo regular de esos productos hace daño a la salud. El criterio de esto lo dicta o establece la Organización Panamericana de la Salud, es decir que no es, a esta altura, algo que esté en discusión. Además, el proyecto busca obligar a las empresas a restringir aquellas publicidades que puedan influir en el consumo de estos alimentos por parte de niñxs. Por ejemplo, que se deje de utilizar dibujos animados en los envoltorios para llamar la atención de los chicxs. 

Yo me pregunto: ¿cuánta plata sale poner ese octógono en el frente de los productos? Nada comparado con lo que ganan. Los verdaderos problemas para la industria alimentaria son otros, claramente. El primero es que si esto se aplica, todxs nos vamos a dar cuenta de que mucho de lo que nos venden es basura. Como consecuencia, las empresas se van a ver obligadas a cambiar insumos determinados y modificar procesos de producción. ¿Alcanzaría con esto? ¿Qué pasaría, por ejemplo, con las bebidas azucaradas? ¿Cómo harían para eliminar la cantidad tremenda de azúcar que contienen? 

Hay toda clase de informes que confirman que los productos ultraprocesados son los que consumen mayoritariamente los sectores más pobres. Se sabe que han provocado una verdadera pandemia de obesidad: basta ver la contextura física de muchos niñxs de los barrios carenciados. También está comprobado que existe una correlación entre su consumo y enfermedades cardiovasculares, diabetes y ciertos tipos de cáncer. Entonces, las consecuencias de esta batalla tienen mucha más incidencia entre los niñxs pobres que entre los de alto o mediano poder adquisitivo, que tienen la suerte de acceder a otros alimentos de mayor calidad y menos dañinos. 

 ¿Por qué se resisten tanto las empresas? ¿Tan insalubre es lo que ofrecen que no pueden hacerlo explícito en una etiqueta o, mejor dicho, que no pueden siquiera modificar su fórmula para que no entre en esa categoría? ¿Quiénes están realmente a favor de velar por nuestros intereses y por nuestra salud? ¿Acaso viven en otro planeta los que no son empáticos a los beneficios de esta ley? ¿De qué se alimentan quienes se oponen a que nosotrxs, como ciudadanxs, tengamos el derecho de saber qué es lo que estamos comiendo? Las respuestas que imagino frente a estas preguntas me resultan escalofriantes porque no solo parten de la sospecha de que todo el modelo de producción alimentaria está mal planteado, sino que además, lo más triste, es que frente a esto queda claro que a quienes tienen poder no les importa. Deberíamos reconocer la importancia de advertir y señalar quiénes están de un lado y quiénes del otro. Si la salud de nuestrxs niños no es importante o urgente para nuestros representantes: ¿qué cosa sí lo es? 

Muchachxs, es momento de dejar las grietas de lado y por una vez en la vida pensar en la salud de nuestro pueblo.