“Mi mamá tiene una caja de zapatos. Los zapatos de mi mamá están en el piso del ropero. La caja de zapatos, también. Ahí tiene las fotos. Ahora las fotos están en mi cabeza, bajo la capucha. Trato de vivir en las fotos. Quiero vivir en las fotos. Es lo que me va quedando. Todo lo que tengo está al amparo de la capucha”, dice Mauricio Rosencof en el comienzo de lo que es un relato vívido sobre las experiencias de su vida y su memoria.
Rosencof nació en 1933, en Florida, Uruguay. Dirigente del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), fue uno de los nueve “rehenes” que la dictadura militar uruguaya mantuvo preso durante doce años. Ocho de ellos sobrevivieron y ayudaron a reformular el Movimiento, uno de los principales integrantes del Frente Amplio (FA). Es escritor, dramaturgo, poeta y exministro de Cultura de Montevideo.
Hijo de polacos judíos que huyeron del nazismo a Montevideo, compartió cautiverio con el expresidente José “Pepe” Mujica y el exministro de Defensa Eleuterio Fernández Huidobro, más conocido como “el Ñato”.
Es uno de los autores contemporáneos uruguayos con más repercusión internacional. Su obra ha sido traducida y reeditada en gran parte de América Latina y Europa. Algunos de sus libros son Las ranas (1961); Las cartas que no llegaron (2000); Piedritas bajo la almohada (2002); La Margarita (2006); Sala 8 (2011); Memorias del calabozo (en coautoría con Eleuterio Fernández Huidobro, 1986/7. Reimpreso en 2013, con prólogo de Eduardo Galeano).
Casi en paralelo a La caja de zapatos Rosencof (Alfaguara, 2021) lanzó Cosas de pajarito (Mágicas naranjas ediciones, 2021, con ilustraciones de Nora Hilb), un libro que escribió para su hija. En el primero, el escritor confiesa que “la mejor foto es la de la infancia, la vereda y el sol. Allí dentro no hay golpes. A diferencia del mundo exterior donde hay un Polifemo que acecha en las tinieblas”. En el segundo reconstruye la charla imaginaria que mantuvo con una pequeña pluma que encontró en el calabozo. A partir de ahí propone un juego con las palabras para hablar de los sueños y la libertad. En uno y otro conmueven la ternura de la poesía sencilla que no precisa de grandilocuencias para calar hondo.
En diálogo con Página/12, el escritor recorre las memorias de su vida y los “hilitos que conforman lo que es uno”. Además, los sueños que mantuvieron viva su esperanza en medio del encierro y la imaginación como forma de resistencia y supervivencia. Rosencof, quien en papel de fumar escribió los versos de La Margarita y los sacó de la prisión escondidos en los dobladillos de la ropa que su familia se llevaba para lavar, se refiere también a “los dos Uruguay que coexisten en la pandemia”.
--¿Cuál es su mirada del contexto actual?
--Creo que estas cuestiones son cíclicas en la historia de la humanidad. El asunto es cómo se encara. En este país han aumentado terriblemente el índice de pobreza y la desocupación en este año y medio; la situación de los más pobres es muy complicada. En el mismo período se ha multiplicado de forma insólita y descomunal la venta de automóviles 0 km y al mismo tiempo que aumenta la población que vive en la calle, hay gente que hace giros a las Bahamas y a los bancos locales porque la carne y la soja tienen buen precio. Los aportes bajo la égida de este gobierno conservador no pasa por los que más tienen, sino por la reducción del salario de los funcionarios públicos y la interrupción de algunas asistencias sociales y el resto es caridad. Esto, en un país que estaba bastante estructurado. En materia de sanidad estábamos muy bien. Había mejorado lo que llamábamos “el hospital de pobre”, los hospitales públicos. En los quince años del Frente Amplio (FA) terminaban derivando pacientes de las asistencias privadas a la asistencia pública porque tenía los mejores médicos y el mejor instrumental en algunos rubros. Por ejemplo, acá se hizo un hospital de ojos, cuando los ojos eran patrimonio de la oftalmología privada. Se logró un acuerdo con los cubanos que estaban muy adelantados en esa materia y se instaló el hospital de ojos. Esos son los dos Uruguay que coexisten en la pandemia.
--Poco después del comienzo de la pandemia publicó La caja de zapatos. ¿A qué alude el título?
--Hay neuronas que cuando uno las convoca aparecen en los recuerdos. Es como si estuvieran en un anaquel que uno las toma, las llama, y a veces se presentan. Pero a veces juguetean entre ellas y llegan a la conclusión que uno, racionalmente, no llega. Un día me di cuenta de que el niño que evoco en los recuerdos, el niño que fui, sigue teniendo la misma edad y que la estructura de lo que soy tiene que ver con todo lo vivido. La conclusión es que uno es su memoria. De pronto se te presenta el adolescente que fuiste, la novia que tuviste, el botija, el barrio. Entonces, cuando te despojás de todo ese mundo exterior que tenés todos los días, horarios, encuentros, citas, militancia, caminata, te queda lo que viviste. Sos lo que viviste y sos los recuerdos. Y los recuerdos no son sólo las vivencias personales, son las vivencias que heredaste de tus padres, los veteranos del barrio, el macho Gutiérrez en el boliche, que me enseñó que eso también es una escuela. Si la memoria desaparece queda un vacío.
--¿Pensó el texto como una reivindicación de la memoria?
--El libro está lleno de vivencias personales. Estuvimos bajo una capucha mucho tiempo, sin más horizontes, sin más luz de la que irradiaba la penumbra. Afuera estaba el universo y el universo de uno estaba adentro de la capucha. Había que sobrevivir a eso. Bajo la capucha pasaba todo. En esas condiciones uno se abstraía como podía, y de pronto lo interrumpía un sonido y entonces venían las meditaciones sobre la oreja. Ahí llegué a la conclusión de que a Dios no le dio tiempo de terminar bien el oído porque no le puso párpados. ¿Qué nos interrumpía? Una puteada, un grito, una desesperación, una cadena, el chirriar de una reja... Y fuera de eso teníamos la tapa del sarcófago, que era una puerta pesada, de color verde; una puerta que nunca pude tocar. Una noche, cuando salí de la cana, me encontraron parado frente a la puerta del baño. Me preguntaron qué me pasaba. Era la puerta. Claro, yo no tocaba la puerta. Había perdido el reflejo de manotear la perilla y abrir. Éramos tres que no nos vimos en doce años y cada cual en su nicho. Estaban “el Ñato” Fernández Huidobro y el “Pepe” Mujica. Los tres ahí separados y cada cual en su mundo. La única cosa que nos comunicaba con la realidad era precisamente el oído. Yo estaba muy atento a los pasos y al cerrojo, que sutilmente es lo que recorre La caja de zapatos. Los comienzos fueron en Santa Clara del Mar, séptimo de caballería. Lo primero que me dicen: “Vos acá no estás sancionado. Vos acá sos rehén. Cualquier cosa que pasa afuera, sos boleta. Y esto no lo tiene que saber tu familia porque... vos a tu familia la querés mucho, ¿no?”. Vivías con eso, presente como una amenaza constante. Por ahí pasaba todo lo que fuiste. Las luchas sociales que te habían llevado ahí como otros frentes de actividad. Uno aspira a ser memoria y a integrarse a ella. Y así comienza la novela.
--Con la infancia.
--Sí, comienza en la casa de mi vieja y con el niño que fui, que es quien empieza la narración. Mi mamá desparramaba las fotos que contenía la caja de zapatos y me hacía repetir los nombres de sus hermanas, de su madre, me tomaba lección para que las recordara con su nombre. El día que se libera Auschwitz salen Otto Frank, el padre de Ana; Primo Levi, un referente intelectual; y mí tía, la hermana de mi papá. En esa caja también había fotos de mis viejos y de mi hermano... Toda la memoria estaba ahí. Abrías la caja y saltaba la memoria de cada foto. Entonces, la gran aspiración que tiene ese individuo que está en la sombra debajo de la capucha es trepar a la caja de zapatos y pasar a ser una foto más. El libro es una manera de corporizar los recuerdos y la memoria. Cuando uno habla de su formación, el barrio está muy presente y hay escenas que vuelven del barrio y que son recreos para el espíritu. Porque es la milonga, porque es la piba, porque es el tablado, porque además una de las cosas que uno detecta es que las memorias son memorias del adolescente, del hombre, del niño que fuiste. Son de ellos, uno recuerda lo que recuerdan ellos.
--Su familia llegó al Uruguay, de Polonia, huyendo de Auschwitz. Muchos años después usted debió soportar el horror de la dictadura en carne propia. ¿Qué rol ha tenido la escritura en su vida y en qué medida le permitió digerir tanta experiencia siniestra?
--En las raíces de la lucha social no está la venganza, no está el rencor, se lucha por justicia. Se lucha por aquello que decía José Artigas en el inicio de su proyecto de reforma agraria, que fue la primera que existió en América Latina: “La tierra será distribuida con la prevención de que los más infelices sean los más privilegiados”. Hay cifras que resultan pornográficas. Señalan a los diez millonarios más grandes del mundo como si fuera un estatus de inteligencia, bondad o conocimiento... En Argentina y Uruguay nos pasa exactamente lo mismo. Cada vez son más los que viven en la calle. Uno abraza un tipo de militancia por justicia social y eso es para siempre. La caja de zapatos es un acto de militancia también.
--Salvando las distancias y las diferencias de cada situación, ¿cuánto influyó la lucha de sus padres en la suya?
--Todo es una unidad. Eso fue así y no hay tutías. Es lo que hay, es lo que te tocó. Dios bendiga a Dios, porque lo que me tocó, está muy bien. Porque los amigos, los compañeros, el viejo, la vieja, los hermanos, la vida... Todo está integrado. De chico vivía en una casa de inquilinato y tenía ahí el panorama de los que menos tienen. La primera enseñanza que recuerdo, que recuerda el niño en su memoria, es la vereda del barrio. Mi madre intercambiaba recetas con una amiga italiana que tenía un puesto en la esquina. Me llevaban a la esquina de casa donde había un buzón y se veía el mar. Me decían que por ahí entrenaba Tarzán. En medio de la imaginación y la fantasía se desarrollaba la vivencia y un drama. El viejo aguardaba todos los días, asomado al balcón, a que pasara el cartero. Porque el cartero traía toda la vida del viejo, de la vieja, de mi hermano, que había nacido Polonia. Hasta que un día el cartero dejó de pasar y no vinieron más cartas. Al cartero le daba pudor pasar por la vereda del viejo; iba por la vereda de enfrente. Entonces los domingos, que es el día que se leían las cartas, la vieja hacía puchero de gallina y mi viejo sacaba las cartas viejas y las leía. Había estacionado el tiempo. De estos hilitos se conforma lo que es uno: los amigos, la familia, la guerra, la lucha... De ahí viene todo lo que tiene que ver con tanto tiempo transcurrido y es mi mochila, mi bagaje, mi caja de zapatos.
--¿Los olores y los aromas también hacen a nuestra memoria?
--Sí, es impresionante, la nariz tiene su memoria. Basta con que entre un olorcito y ese aroma despierta todas las neuronas asociadas a eso. Las papilas y la degustación lo mismo. De pronto uno encuentra un sabor de un bizcocho de miel que hacía la vieja y eso lo lleva a su casa donde estaba la cocina frente a la pieza donde tocaba el violín mientras la vieja ponía el bizcocho de miel al horno. En el calabozo había olores que me recordaban las sábanas limpias, porque en todo ese tiempo no conocimos las sábanas. Y entonces, por algún motivo me acordé, por algún aroma, de las sábanas que lavaba mi vieja.
--¿Qué sucede con la noción del tiempo en el encierro?
--Ese era uno de los problemas. Más que el tiempo, la incertidumbre. Porque uno no sabía cuándo se terminaba ese tiempo que nos había tocado, un tiempo en el que escalabas minutos, escalabas horas, escalabas días, escalabas meses, años, y no se modificaba nada. Era trepar descalzo el Himalaya. En una oportunidad logramos abrir una ventanita, que es una de las cosas tangibles que nos ayudó mucho cuando reinventamos el morse. Una Navidad en Santa Clara del Mar, séptimo caballería, yo sabía que “el Ñato” estaba ahí por los gritos y las puteadas. Él estaba en un costado y en la otra punta, “Pepe”. Con “el Ñato” redescubrimos el morse y estuvimos diez años a golpes de nudillo en el muro. La primera vez fue en la Navidad del ‘73, y la primera palabra que nos pasamos fue “felicidades”. Así nos fuimos contando todo. En una de esas me cuenta que estaba por cumplir años. Al otro día le escribí un poema a golpes de nudillo: “Y si este fuera mi último poema, insumiso y triste, raído pero entero, tan solo una palabra escribiría: compañero”. “El Ñato” y “Pepe” estaban desesperados: “¡Que eso hay que escribirlo!” Otra vuelta nos preguntamos en ese morse que cuál era nuestra función en ese momento. La respuesta fue unánime: resistir. Esa era nuestra tarea.
--Poco después de La caja de zapatos lanzó Cosas de pajarito. ¿Cómo se narra la memoria a las infancias?
--Es un libro de poemas que hice en su momento para mi hija, a partir de una de esas cosas insólitas que pasaban en el calabozo, donde no veíamos la luz, el cielo, no veíamos nada. En una de esas me topo con una plumita. Me la quedé y con eso construí un poema. Era un diálogo que tenía con ella: “Dónde está tu pájaro, plumita. Mi pájaro es un sueño, se ha volado. Volverá, nunca se va. Vuela y permanece, como vuela y permanece todo lo soñado”. Mi hija fue creciendo a golpes de verso. En cada cartita que podía y dejaban salir incluía alguno. Salieron muchos, se perdieron otros, censuraron los más. Es como un registro de la niña que iniciaba la escuela hasta la señorita que encontré cuando volvimos a las veredas. La historia de las piedritas también nació en aquellos años.
--¿Qué cuenta esa historia?
--Lo cuento sin cambiar de cuartel porque también ocurrió en Rocha. En eso me anuncian que tengo visita, que viene mi hija, escolar entonces. No tenía nada para llevarle. Del revoque de la pared rescato una piedra pequeñita. La limpio bien y la empalmo en la mano. Me esposan, me encapuchan y voy a la visita. Entre mi niña y yo había un capitán, que controlaba las conversaciones sediciosas que podíamos tener. Tomo ese cantito rodado y se lo doy al capitán. Le pregunto si se lo puede alcanzar a mi hija. Lo toma con asco, lo revisa y se lo entrega, del otro lado de la reja. Entonces le digo: “¿Vos te acordás de Pulgarcito, no? ¿Te acordás que la primera vez que se fue de su casa tiró migas, se las comieron los pajaritos y no pudo volver? Después se avivó, se llenó el bolsillo de piedritas para ir al bosque, las fue largando y pudo volver a la casa. Esas piedritas se perdieron casi todas. Se conservan tres: dos bajo campanas de cristal en el Museo Perot, de París, y esta tercera que ahora está en tus manos, que no puedo explicarte cómo llegaron a las mías. Lo importante es que están en las tuyas. Esta es la tercera piedra que arrojó Pulgarcito”. Tiempo después, en otra visita, me cuentan que mi niña dormía con esa piedrita bajo la almohada. Le preguntaron una vez por qué hacía eso y ella respondió: ‘Para que papá encuentre su camino de regreso a casa’”.