Y tal vez solo seamos máquinas de construir recuerdos, imágenes que a su vez nos construyen a lo largo de la vida y con las que hemos aprendido a convivir en su constante intervención por el lenguaje de otrxs. Imágenes que son más un patrimonio de la humanidad, o de la vecindad si se quiere, porque no nos pertenecen del todo, no se producen de manera personal, sino que se ubican dentro de un marco histórico que les da sentido. La memoria personal se encuentra en constante diálogo e interrogación con el pasado y desde esa conversación se ramifica caótica dejando un rastro, una huella posible, lugares a los que se llegará en soledad o en manada pero siempre entrando por distintas puertas, en tiempos distintos. La memoria como una dimensión en continuo movimiento y expansión, la memoria como un universo donde la literatura interviene con sus grandes y pequeños temas, con sus voces y sus olvidos. El exilio, como tema, cruza y une muchas de estas ramificaciones de la construcción colectiva de nuestra memoria nacional cuando luego de la última dictadura militar, se volvió al mismo tiempo trauma y anaquel que no deja de reproducirse dentro de la biblioteca argentina. Del hilo al paño, primera novela de Patricia Waisman, viene a ocupar su lugar dentro de esta tradición haciendo un rescate de la historia de tres generaciones de mujeres judías atravesando gran parte de la historia de genocidio y desplazamiento de pueblos durante siglo XX. Hay un seguimiento minucioso de esas biografías, en el trabajo previo con documentos y memoria oral, y luego vertido en una escritura serena, pausada, con tonos y tiempos de lienzo.
Patricia era estudiante de medicina de primer año en 1975, cuando comenzó su militancia política en la Argentina de la triple A. Ese otoño fue secuestrada junto a su compañero y estuvo en un centro clandestino de detención hasta que la blanquearon y pudo escaparse al exilio. Sin embargo tuvieron que pasar muchos años para considerarse exiliada, víctima de una de las más siniestras dictaduras que tuvo América Latina. Esta novela trata, de alguna forma, de ese reconocimiento de sí observado por la historia de otras mujeres de su familia. Una posibilidad de acercarse a ese dolor ayudada por quienes la precedieron. Patricia cuenta que en esa época la huida de la Argentina venía por distintos caminos. Algunos de los presos que legalizaban podían pedir el derecho de opción y así los llevaban del lugar de detención a Ezeiza. Los militantes que no estaban buscados y tenían pasaporte podían escapar por Uruguay o Brasil, y algunos incluso se animaron a salir por Ezeiza. Aquellos que estaban buscados salían de la Argentina por alguna frontera liviana y pedían asilo político en alguna embajada o pedían refugio en ACNUR: “Yo no entraba en ninguna de estas categorías. Estaba con pedido de captura, tenía un juicio abierto y habían desaparecido a mi compañero. Ya en Uruguay, la ACNUR no me aceptó como refugiada y no quedó otra que irme a Israel”.
Al llegar a Israel le aplicaron La Ley del Retorno que concede residencia y ciudadanía a los judíos de cualquier lugar del mundo que deseen emigrar allí. ”Una vez en Israel dejé de ser una perseguida política o refugiada, porque el Estado me adoptó como una ciudadana más. No tuve la posibilidad de procesar mi pérdida en un marco de acompañamiento social como les sucedía a los que llegaban a países donde los recibían como refugiados. Cuando contaba mi historia a los israelíes, la respuesta era “bueno, ahora todo está bien, llegaste acá que es a donde pertenecés”. No podían entender que yo no quisiese estar allí, no podían tampoco entender cómo quería volver a Argentina que me había hecho tanto daño. O sea que nunca pude procesar el duelo y la pérdida, creo que es la definición más vívida de desarraigo”. Patricia Waisman estudió en Israel, formó una familia y luego migró a Estados Unidos donde continuó su carrera. Actualmente es una reconocida autoridad en el campo de la biotecnología.
¿Cuál es la imagen que originó esta novela?
-La idea de contar lo que pasó en Argentina en los años 70 estuvo siempre presente. Sabía que debía hacerlo, pero no sabía ni cómo ni cuándo. Hace unos años me invitaron a un casamiento en Ucrania, específicamente en Kiev, lo cual era, dentro de Europa, lo más oriental que me había tocado. Fue entonces que empecé a pensar en que tal vez allí estaba el lugar de origen de mis abuelos maternos. Circulaba en la familia un documento argentino donde decía que el abuelo había nacido en una aldea llamada Kolincautz en la provincia de Besarabia. Ni lo uno ni lo otro existe hoy. Con la ayuda de un gran amigo tuve accesos a un mapa de 1835 donde figuraba esta aldea. Paralelos y meridianos mediante ubicamos el lugar, que hoy lleva otro nombre. Hacia allí me dirigí y encontré un pueblo fantasma. Cuando estaba en el vestigio de cementerio en Kolincautz, Ucrania, pensé cómo el olvido puede invisibilizar la historia. Si nadie habla de lo que pasó acá ¿llegará el momento en que lo que pasó deje de haber pasado? Lo comenté con una de las personas que me acompañaba, y recordamos como nuestros antepasados escapados de Europa eran reacios a contar lo que habían vivido. Yo recordaba haberle preguntado a mi abuelo cómo había llegado a Argentina. Y él respondía ¿para qué hablar de eso? Hay cosas tan lindas para hablar ¿para qué necesitamos escarbar en el horror? Al cabo de un rato de charlar sobre el tema, esta persona me pregunta ¿y en qué se diferencia lo que dijo tu abuelo de lo que hacés vos? ¿Acaso vos contaste tu historia? Eso fue el disparador, hice consciente que el dolor silencia. ¿Cómo es posible que habiendo sido tan valiente para enfrentar la injusticia, sea tan cobarde para contar lo vivido? Y así comencé a escribir “Erase una vez “.
En el cuerpo se inscribe la historia de las generaciones que nos precedieron. ¿Cómo fue el reencuentro con estas historias para vos?
-Es cierto pero no desde el punto de vista genético, sino a través de las experiencias vividas. Tenemos una historia, o herencia, social y familiar que nos marca. Se trasmite y hace que sintamos como conocidas experiencias a las que no estuvimos expuestas. El reencuentro con estas historias fue maravilloso. Las abuelas dejaron de ser personajes de álbum color sepia y protagonistas de historias ocultas y desdibujadas. Por el contrario adquirieron un cariz humano, sensible, sufriente y gozante. Siempre fueron mi familia, pero ahora también son mis amigas. Lamento tanto no haber tenido la oportunidad de conversar con mi abuela Zorke. Ella era una militante, estoy segura que hubiera tenido tanto para contarme. Por todo esto el libro se llama Del Hilo al Paño, porque para llegar a armar este paño se necesitaron muchos hilos del pasado.