La vida siempre acaba por abrirse paso. Se querían. Compartían habitación en las concentraciones. Se amaban por la noche. Los sábados. Antes del partido del domingo. Una vez a la semana. La coartada perfecta. Sin riesgos. Sin errores. Una noche, una pieza de hotel y un deseo furtivo. Un refugio hermético contra la intemperie del mundo. Un amor limpio, iluminado. Condenado a una noche perpetua, clandestina. Todo esto lo supe años después. Me lo contó uno de ellos, y lo llevo conmigo como uno de esos pasaportes que los espías guardan en el doble forro de un abrigo. Se amaron desde el riesgo, el único resquicio que el fútbol te permite.
A veces simplemente uno no puede con la vida. Con el tiempo dejaron de verse. Se dejaron “ir”, construyendo instantes desaparecidos, como abismos desapacibles fluyendo en secreto por los aconteceres de la vida. Se disolvieron en silencio, bajo un desierto lleno de abandonos. De querer vivir y no saber cómo. “No pude más. Me venció el miedo, el pánico. El terror a ser descubierto, a ser odiado. Es ese odio instalado el que te paraliza”, me confesaba uno de ellos, con una voz que salía de las profundidades de un alma lastimada.
En el recuerdo a uno le cuesta imaginar la intensa fragilidad de su mundo. Un mundo dentro de otro, como matrioskas rusas. Mundos que se superponen en silencio, que no se nombran, que se desprecian, que se emboscan mutuamente. De identidades diversas, que se esconden, que se disuelven y desaparecen. Un mundo implacable, de fútbol de macho cabrío, hostil, intolerante, de un cainismo ciego, que nos habita con su violencia soterrada -y sin soterrar- emocional, física, furibunda, de moral clerical, cuartelaria, decadente.
La pulsión identitaria requiere definir de alguna forma como somos, y ese “somos” alcanza profundos niveles de abstracción conceptual. Los tiempos cambian, y los interrogantes se responden. Dos investigaciones de prestigio internacional publicadas este año en “Science” y “Nature Human Behaviour”, vuelven a ratificar que no existe el “gen gay”, pero certifican que hay muchos genes que afectan a la orientación sexual. Los genetistas lo llaman “carácter poligénico”, y es una situación muy común en cualquier rasgo heredable. Nada de esto es determinista. Las variaciones genéticas marcan tendencias más o menos fuertes, no destinos inviolables. Los últimos resultados basados en genomas, y los cuestionarios asociados del Biobank británico, el Estudio Longitudinal Nacional norteamericano y la firma 23andMe, que en conjunto agrupan los datos de 836.000 personas, identificó pequeñas variaciones en muchos genes que en combinación se correlacionan con la orientación sexual. El dato clave se asienta en que algunas variantes asociadas a la homosexualidad son las mismas que se manifiestan en los heterosexuales. Hasta un 25% de heradabilidad se encadena en su desarrollo, lo que explica, en conjunto, que cierta asociación genética de la homosexualidad perdure en el tiempo.
El pasado es una inmensa niebla llena de resonancias. Pero los recuerdos siempre nos esperan. En una habitación de hotel mis dos famosos amigos futbolistas gays se bebieron la vida a borbotones. Una manera de devolverle a la vida lo que ella les había regalado. La percepción del placer y del dolor necesitan de su tiempo. “Los límites de mi comprensión son los límites de mi mundo” decía Wittgenstein. El fútbol anclado en ese laberinto inmovilista de odio y de rencor sigue a lo suyo: en el engaño de lo que somos, el olvido de lo que hemos sido, y la negación de lo que podemos ser.
(*) Ex jugador de Vélez, y campeón del Mundo Tokio 1979